Los planes de viaje para después del confinamiento de un autor de Lonely Planet

Texto por
Raven Smith, autor de Lonely Planet
Raven Smith, autor de Lonely Planet
Raven Smith

“Brindaré por nuestra libertad –la tuya y la mía– y para que nuestro viaje astral de las vacaciones se haga realidad”, Raven Smith sobre la vida después del confinamiento

El autor de Lonely Planet, escritor, columnista, maestro de la cultura de los memes Raven Smith, residente en Londres, comparte sus planes de viaje para la vida después del confinamiento, además de sus recuerdos de color de rosa bañados por el sol de las vacaciones del pasado. 

Autor de Lonely Planet, Raven Smith

El escritor Raven Smith sueña despierto con su plan de desconfinamiento del coronavirus © Raven Smith

 

Como Judas en la última cena, el coronavirus está aquí. Es el invitado incómodo de todas las reuniones sociales, el que merodea por las esquinas como un cachivache. Es ese tipo en la fiesta que no tiene intención de irse de tu casa y que no se marchará hasta que empiecen a cantar los pájaros del amanecer. Por recomendación del gobierno nos hemos confinado todos en casa. Estoy más seguro, pero me siento como un prisionero de Alcatraz, soñando con escapar. Si un hada me concediera un deseo, le pediría un buen plato de supplì con el que disfrutar de un largo atardecer en un pequeño callejón de Roma, lejos del gentío de la Fontana de Trevi. Rezo por una noche en la ópera, vestido con un esmoquin un pelín estrecho y usando unos prismáticos pequeñitos. Quiero saborear un bollo y una taza de té para descansar los pies después de pasar la tarde visitando una mansión señorial. Quiero un dromedario. Quiero las Pirámides. Quiero salir.

Seguro que todos lo hacemos, ¿no? Todos estamos ‘viajando’ con la mente; absortos en una forma de pensar contagiosa, como si se tratara de otra ‘epidemia’ que circula entre los confinados. Soñamos con el futuro, con hacer algo fuera de nuestras casas-búnkeres. Fantaseamos con socializar más allá del límite de nuestro paseo diario. Somos como los mosquitos en ámbar de Parque Jurásico, con la pasión por viajar grabada en nuestro ADN pero ahora mismo permanecemos inmóviles. El confinamiento es necesario. Nos hemos resignado a las series de Netflix y a hornear bizcochos, pero las ganas de viajar volverán. Se filtran a través de los muros del confinamiento como el moho bueno del que se extrae la penicilina.

Los paréntesis son lo que da sentido a nuestras ocupadas vidas, no tanto para maquillar los ‘marrones’ con purpurina, sino más bien para embadurnarlos de crema solar y salitre marino. Aprovechamos esos paréntesis para descansar antes de reincorporarnos a la carrera de locos del día a día. En la galaxia infinita del estar ocupados creábamos nuestros agujeros negros para las vacaciones, pero ahora las cosas han cambiado. Ahora queremos un paréntesis para descansar del vacío infinito del aislamiento. Forzados a encontrar refugio en nuestro hogar, sin el runrún de la vida cotidiana, ansiamos escapar más que nunca, como un bálsamo que alivie este nuevo statu quo.

 

Autor de Lonely Planet, Raven Smith

(El reflejo de) Raven Smith junto a una piscina, en Los Ángeles © Raven Smith

 

Las vacaciones no tienen por qué ser temerarias para resultar memorables. No hace falta recurrir a aventuras extremas como nadar en aguas heladas, hacer ‘puenting’ derrochando adrenalina o practicar malabares con cimitarras. Pienso en el futuro y me siento como el Dick Wittington del cuento, deambulando felizmente por el centro de Londres sin promesas de fama y fortuna ni calles asfaltadas en oro; listo para combatir los radicales libres de la urbe con un cóctel de gambas y una tortilla de la carta secreta de Brasserie Zédel. Consta en acta que he pedaleado en una bici alquilada hasta Spitalfields por un trozo de la tarta de albaricoque de Ottolenghi, una tarta tan divina que, si te fijas bien, verás a Dios mientras la comes. 

Poco a poco el mundo volverá a funcionar después del confinamiento. Tengo ganas de sentir mecerse el casco de un barco bajo mis náuticos de piel y notar un incipiente mareo en la boca del estómago al navegar. Sumergirme en las aguas de Cornualles entre medusas para quemar las calorías de una contundente empanada. Cruzar remando el arco calizo de la Durdle Door antes de disfrutar de un pícnic a base de babybels y hummus mientras mi piel se sala en la playa. Imagino el ajetreo del mercado agrícola de Frome, con sus guapos y tranquilos panaderos horneando en una ciudad de provincias. Las estrellas Michelin están bien –el caviar de esa patata al horno en París es tentador–, pero ¿y el placer de comerse una bolsa de snacks de Quavers camino al parque temático Alton Towers? Llegados a este punto de febriles sueños veraniegos, la ‘fetichización’ se dispara, y si me pusiera el termómetro ahora, marcaría la misma alta temperatura del metro en la Central Line en pleno agosto o la de un buen cotilleo.

No me importaría hacer un paréntesis más adelante. Soportaría uno de esos vuelos escandalosamente baratos y madrugadores que salen de Luton a cambio de derretirme en el desierto, masajeado por el casi tiránico sol africano. Ignoraría las ronchas de sudor que aparecen en las axilas de la camisa de lino. Colgaría del balcón el bañador, después de llevarlo para ir a un restaurante, como la manta de Michael Jackson. Lo que quiero decir es que unas buenas vacaciones se resumen en buen vino y comida económica, pero que un vino rosado anodino de la casa también tiene su hueco en mi corazón, sobre todo si va acompañado por una tabla de quesos.

 

Autor de Lonely Planet, Raven Smith

Raven de vacaciones © Raven Smith

 

Haré cualquier cosa para lograr un tono rubio fresa en el pelo y comeré tanta sandía como para coger diabetes. Querré beber con moderación, pero inevitablemente terminaré cometiendo algún exceso y me convertiré en el ‘adulto terrible’ de mi familia durante unas horas de la noche, amaneciendo con una resaca de campeonato al mediodía siguiente. Me disculparé con la boca pequeña; en vacaciones puedes zafarte de casi todo, siempre y cuando te hidrates. Las vacaciones, como una botella de Ouzo, suelen pasar muy rápido; olas sobre la arena de la vida moderna. Antes de que pueda darme cuenta estaré en Gatwick con un Toblerone del aeropuerto bajo el brazo cual baguete francesa.

En el mismo instante en que seamos liberados en plan Mandela, estaré en la calle, de copas (el contenido de la copa no importa mientras no tenga que servírmela yo mismo). Brindaré por nuestra libertad –la tuya y la mía– y para que nuestro viaje astral de las vacaciones se haga realidad. Dejaré pasar el tiempo, la tarde-noche transcurrirá sin prisas. Y después de beberme un vaso de agua antes de acostarme, me tumbaré y pensaré en las partes más pintorescas de Inglaterra.

Mientras tanto seguiremos soñando, vertiendo nuestro pasado en la batea cual buscadores en la fiebre del oro. Si cavamos hondo encontraremos perlas de frivolidad entre llamadas telefónicas y comidas de trabajo. Los recuerdos de las vacaciones son como una cápsula para viajar en el tiempo, y en épocas de estrés es importante absorber hasta el último de esos preciados pedacitos, como caramelos mientras se viaja por una autopista. El cerebro es la cámara acorazada de un banco donde custodias tus inversiones en playas paradisíacas, escapadas cortas y excursiones de fin de semana; un tesoro del que echar mano para obtener dividendos de tesoros culturales. Hay que explorar esa cápsula mientras van pasando las horas. No siempre tenemos lo que queremos, pero sí podemos expresar lo que necesitamos. 

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