Cuarentena con pingüinos: confinada en un barco en la Antártida

Texto por
Edwina Hart, autora de Lonely Planet
Edwina Hart, autora de Lonely Planet, atrapada en un barco en la Antártida
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La vida de una autora de Lonely Planet atrapada a bordo de un barco en la Antártida

Cuando Edwina Hart se embarcó en la ciudad más meridional de Chile, Punta Arenas, sabía que partía rumbo a la aventura: se iba de viaje a la Antártida. Pero eso era antes de que las fronteras de América del Sur empezaran a cerrar por culpa de la pandemia global de la COVID-19. Anclada cerca de las islas Malvinas y a la espera de ser repatriada, Edwina relata en este artículo su experiencia de la vida a bordo.  

El barco MS Roal Amundsen de Hurtigruten

Edwina no sabía lo largo que iba a ser su viaje cuando embarcó © www.hurtigruten.com

 

Creía que lanzarme a las gélidas aguas del sur del Círculo Antártico iba a ser el mayor desafío de este viaje. Y ahora parece que hace siglos que me sumergí en la helada agua de la playa de rocas de Isla Herradura.

Viajo en el flamante nuevo barco híbrido de Hurtigruten, el MS Roald Amundsen, construido especialmente para la exploración de las regiones polares. Tras partir de Chile, hemos pasado los días en una soledad feliz, navegando hacia el sur del Círculo Antártico, una región prístina del planeta donde casi nadie se aventura.

Hemos remado en kayak entre icebergs altísimos que parecen esculturas de cristal sobre el agua que es casi un espejo; hemos pisado tierra en Yankee Harbour y nos han recibido un montón de pingüinos papúa, con sus graciosos andares; hemos explorado los inquietantes restos de antiguas estaciones balleneras y contemplado, maravillados, la puesta de sol rosada iluminando un paisaje de imponentes acantilados blancos.

 

Destino Antártida

 

En el momento de zarpar rumbo a la Antártida existía un caso confirmado de COVID-19 en América del Sur. Cuando estábamos dispuestos a regresar hacia Punta Arenas, el caos del coronavirus se había disparado, y las fronteras del continente se estaban cerrando. 

Nuestro barco tenía previsto llegar a puerto el 15 de marzo y, pese a algunos rumores que decían que Chile iba a cerrar todos sus puertos, nosotros nos sentíamos optimistas. Al fin y al cabo, habíamos permanecido aislados durante dos semanas, lo cual jugaba a nuestro favor, ya que éramos un barco sin casos de coronavirus. Tenía el equipaje listo y estaba preparada para desembarcar y tomar un avión rumbo a Santiago al día siguiente. 

Sin embargo, nuestras esperanzas se derrumbaron a primera hora de la mañana, cuando vimos que nos desviaban del puerto. Con más de 400 pasajeros en el limbo, pasamos los siguientes días anclados cerca de la costa chilena. La teníamos tan cerca, que podíamos verla sin la ayuda de un par de prismáticos.

 

Edwina Hart a bordo del MS Roald Amundsen

A bordo del MS Roald Amundsen © Edwina Hart / Lonely Planet

 

Repostamos combustible y provisiones gracias a una barcaza que vino a darnos asistencia. Desde la cubierta superior vimos un grupo de hombres vestidos con trajes de protección descargando pallets llenos de sandías y mangos frescos.

El anuncio del capitán Torry Sakkariassen: “Regresamos a las Malvinas, vamos a desembarcar en Stanley,” fue recibido con un estallido de alegría. Nuestra mejor opción para volver a casa cuanto antes era navegar hacia el sur, hasta el territorio británico de ultramar, con la esperanza de que nos permitieran desembarcar y tomar vuelos chárter de vuelta a casa desde el aeropuerto militar.

Este cambio de planes significaba que teníamos que cruzar el peligroso Paso Drake, o ‘Drake Shake’ como lo llaman, porque el mar allí es uno de los más revueltos del mundo. Desde mi balcón, el mar parecía una lavadora gigantesca. Hay gente que dice que el Paso Drake es el precio que hay que pagar para llegar a la Antártida. Para nosotros, volver a navegar entre olas feroces de 8 m de altura mientras bordeábamos el mítico Cabo de Hornos era el precio a pagar para regresar a casa con nuestros seres queridos.

A pesar de los contratiempos y los apuros, la actitud a bordo es abrumadoramente positiva. Cuando le pregunté al capitán cómo conseguía mantener la moral tan alta, me dijo: “Es muy importante que nos animemos, que conservemos el sentido del humor y que mantengamos a los pasajeros ocupados todo el tiempo”. Este capitán, que se presenta a sí mismo como “el conductor” al comienzo de cada anuncio que ofrece por los altavoces, ya marca esa pauta desenfadada.

 

Pingüinos de la Antártida

Pingüinos que suben la moral © Edwina Hart / Lonely Planet

 

Estar confinada en un barco sin saber cuándo o como vas a llegar a casa no es una situación ideal para nadie.

Puedes pasarte todo el día llorando en el camarote o aprovechar al máximo todo lo que ofrece un trasatlántico de lujo noruego (en mi caso); y eso es lo que intentamos hacer todos los pasajeros aquí.

Pasamos los días inmersos en conferencias que ofrecen en el centro científico los investigadores residentes, que nos hablan de temas que van de la historia polar a la vida marina de la Antártida. Por la mañana hacemos ejercicio: practicamos yoga o corremos por la pista de running de la cubierta superior. Los juegos de equipo, como las yincanas, han estado a punto de provocar colisiones entre los grupos que corretean por el barco en busca de pistas ocultas. Mientras, los aficionados al arte, pasan las horas con clases de acuarela pintando retratos de ballenas.

Los ratos de descanso los pasamos en camarotes chic decorados al estilo escandinavo, o aprovechando la sauna nórdica con grandes ventanales que nos regalan vistas panorámicas, el yacusi al aire libre o el spa (un tratamiento facial glacier glow puede resultar ideal para reducir el estrés).

 

Edwina Hart pasando el tiempo confinada en un barco

Pasando el tiempo de forma creativa © Edwina Hart / Lonely Planet

 

Darnos un atracón de comida reconfortante mientras nos lamentamos de nuestra precaria situación es un pasatiempo popular.

El explorador polar noruego Roald Amundsen lideró la primera expedición para llegar al Polo Sur en 1911. Dicen que, cuando iba de expedición, le encantaban las tortitas, así que el restaurante de tipo diner que hay a bordo las sirve como especialidad. En un guiño a Amundsen, me he pedido una crep de Nutella con helado de vainilla.

Una noche la tripulación nos ofreció un fabuloso espectáculo, y nos partimos de risa con la actuación de los pilotos de los barcos nodriza: esos tipos que nos transportaban en sus barcos hasta las gélidas bahías de la Antártida para ver focas se inventaron una coreografía con la canción Sex Bomb de Tom Jones. Cada anochecer los pasajeros se sientan un rato en la Expedition Lounge para tomar un martini, que ahora se llama ‘quarantini’ (prueba de que conservamos el sentido del humor), mientras se distraen con juegos de preguntas, pasatiempos y karaokes hasta la hora de acostarse, que suele ser tarde. 

 

Kieran Love, biólogo, en el barco de Hurtigruten en la Antártida

Kieran Love, biólogo, busca ballenas al oeste de las islas Malvinas © Edwina Hart / Lonely Planet

 

Seguiremos bordeando la costa de las Malvinas varios días hasta que nos den permiso para desembarcar.

Kieran Love, biólogo y guía de expediciones a bordo, ha encontrado algo con lo que distraerse de esta situación en cierto modo estresante: “Por ahora estamos esperando al oeste de las Malvinas, y es un sitio fantástico porque está lleno de animales. Ahora mismo acabamos de ver pingüinos papúa asomándose en el agua”. Junto al barco, un grupo de pingüinos blancos y negros surcan las aguas cristalinas a toda velocidad. Poco después, un chorro de agua procedente de un espiráculo a unos 30 m de distancia revela la presencia de un rorcual boreal.  

A muchos pasajeros de a bordo les une el amor por los pingüinos, lo cual es un efecto secundario inevitable de la exploración antártica. Sería difícil encontrar a alguien cuyo disco duro no esté repleto de adorables fotos de pingüinos. La verdad es que Hurtigruten no necesita mucho para mantenernos felices y entretenidos. Mucha gente ha descubierto sus propios mecanismos para lidiar con la situación, como me contaba una de las pasajeras durante una comida de tres platos.

“Miro las fotos de las distintas especies de pingüinos que tomé durante el viaje y son tan monos y divertidos que no puedo dejar de reír. Esta es una de las cosas que me hacen feliz en el barco”. 

Le pido que me enseñe un vídeo que hizo de unos polluelos de pingüino rey persiguiendo a su madre, y, por unos instantes, me olvido de que estoy atrapada en el mar.

 

La autora viajó como invitada de Hurtigruten. Los autores de Lonely Planet no aceptan obsequios a cambio de ofrecer una cobertura favorable.

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