El sol sale por mi derecha, asciende por encima de las montañas del valle del Urubamba y su luz comienza a bajar por la colina a mi izquierda. En unos minutos, los rayos alcanzan una ciudad que estuvo oculta durante siglos. Machu Picchu aparece ante mí, unos metros por debajo, aún desierta de visitantes.
Falta poco para las siete de la mañana. Nadie lo organiza así, pero todas las personas que entramos en las ruinas nada más abrir sus puertas subimos por el zigzagueante camino que lleva hacia la cabaña del Guardián de la Roca Funeraria. Desde aquí tenemos la visión completa de la ciudad inca enmarcada en su espectacular entorno.
Porque, si algo distingue este lugar de otras ruinas incas de Perú, es el entorno. Machu Picchu está situada a 2.360 metros de altitud, sobre un precipicio de 600 metros que desciende hasta el río Urubamba y rodeado por altas y verdes montañas. Hiram Bingham, cuando llegó al lugar en 1911, ya captó la magnificencia del entorno: "Los incas eran, no cabe duda, amantes de los bellos paisajes... Ni la arquitectura ni el inmenso trabajo de cantería... dejan en la mente del visitante mayor impronta que la belleza y grandiosidad inefables del entorno", escribió en su relato del redescubrimiento de la ciudad.
Tras la primera visión de la mañana, es hora de entrar en la ciudad, pasear por sus calles, subir y bajar sus interminables escaleras, tocar la piedra finamente pulida por los canteros incas, escuchar furtivamente las respuestas que dan los guías a muchas preguntas que carecen de respuesta... Porque Machu Picchu es también un gran misterio: nadie sabe, a ciencia cierta, cuál era la función de la ciudad, por qué se construyó en tan inaccesible lugar. ¿Era un centro de producción agrícola?, ¿un refugio para un rey?, ¿el hogar de las Vírgenes del Sol, como probaría el hecho de que el 75% de los restos humanos encontrados fueran de mujeres? ... Doy fe de que he oído a dos guías diferentes responder de manera distinta a una misma pregunta. Por eso, el viajero debe buscar sensaciones, no certezas.
Y esas sensaciones las da pasear entre lugares con nombres como el Aposento de la Princesa, el Templo de las Tres Ventanas, la Cabaña del Cuidador de Fuentes o el Templo del Cóndor. También el Intihuatana, “el poste que amarra el sol“, casi unánimemente considerado como un reloj solar. Machu Picchu invita a la parada, a sentarse relajadamente cada pocos pasos, apreciar las diferentes perspectivas, los variados encuadres. Un lugar en el que, en apenas unos minutos, se puede pasar de sufrir un sol y un calor inclementes a estar cubiertos por las nubes, la niebla y la lluvia.
A media mañana llegan aquí la mayor parte de los grupos de turistas. Cuando sus calles estén abarrotadas, es momento de hacer una parada, de salir un momento para tomar algo en una cafetería situada junto a la entrada y descansar. Y volver a entrar ya por la tarde para disfrutar de nuevo del lugar en calma hasta la hora del cierre.
Sólo 2.500 personas al día pueden visitar las ruinas. Por eso es recomendable comprar la entrada de forma anticipada para la fecha deseada, bien en Cuzco o bien en su página web. En temporada alta puede estar completo si se pretende adquirir el ticket de un día para el siguiente. Y no hay que olvidar resolver también la forma de llegar hasta allí: los trenes de Inca Rail ó Perú Rail que llevan al viajero hasta el poblado de Aguas Calientes, o Machu Picchu Pueblo, también conviene comprarlos con antelación. Llegar a Machu Picchu no es tan complicado como cuando lo descubrió el cuzqueño Agustín Lizarraga en 1902, pero requiere su preparación.
Más información: http://www.cultura.gob.pe/es/tags/machu-picchu
Texto y fotos: Marino Holgado