Cuando el Imperio romano se anexionó Grecia, lo hizo con respeto e idealismo notables. Los romanos, en muchos aspectos, se basaron en los antiguos griegos, adoptaron sus dioses (a los que solo cambiaron de nombre), su literatura, sus mitos, su filosofía, sus bellas artes y su arquitectura. Así pues, ¿qué hacía tan singulares a los griegos de la Antigüedad?
La vida de la antigua Grecia giraba en torno al culto a 12 divinidades principales, que ejercían una función primordial en la mythos (mitología). Cada ciudad-Estado se hallaba bajo la protección de su dios o diosa, a los que era preciso aplacar y lisonjear, mientras que en el plano individual un campesino podía ofrecer sacrificios a la diosa Deméter para que bendijera su cosecha o un pescador a Poseidón para que le permitiera capturar peces sin perecer entre las olas.
Grecia está tan imbuida de mitos como la historia clásica. Las historias fantásticas sobre Heracles y Odiseo oídas en la infancia perviven en la imaginario colectivo de Occidente, y así no es difícil, para quien otee el horizonte desde las ruinas de una antigua acrópolis, imaginarse al Kraken (el monstruo preferido por Poseidón) emergiendo del Egeo o ver, en ese barco pesquero que se dirige hacia poniente, al Argo de Jasón rumbo a la Cólquida para hallar el Vellocino de Oro. El griego siente un acendrado orgullo por sus mitos y se complace en entretener al visitante recitándole listas de dioses, pero se complacerá aún más si su interlocutor ya conoce algunos.
Zeus (Júpiter) Campeón de los dioses del Olimpo, señor de los cielos y maestro del disfraz (lluvia de oro, toro, águila, cisne…) para seducir a las doncellas mortales.
Poseidón (Neptuno) Dios del mar, señor de las nubes y hermano menor de Zeus. Moraba en un refulgente palacio submarino.
Hera (Juno) Protectora de la mujer y la familia, reina del cielo y sufrida esposa de Zeus; encarna el prototipo de mujer celosa y dominante.
Hades (Plutón) Dios de la muerte, reinaba en el más allá, adonde su barquero, Caronte, conducía a los muertos. Los réprobos eran condenados a padecer torturas en el Tártaro, mientras que los héroes gozaban de descanso y goce eterno en los Campos Elíseos.
Atenea (Minerva) Diosa de la sabiduría, la guerra y la ciencia, y guardiana de Atenas. Antítesis de Ares, Atenea era reflexiva y, cuando podía, diplomática en el arte de la guerra. Heracles, Jasón (el de los argonautas) y Perseo se beneficiaron de su protección.
Afrodita (Venus) Diosa del amor y la belleza. Era fama que la dama de la concha había nacido de las olas. Cuando no estaba engañando a su desgraciado marido, Hefestos, ella y su hijo Eros (Cupido) se dedicaban a inflamar corazones y a provocar conflictos, la guerra de Troya por ejemplo.
Apolo Dios de la música, las artes y la adivinación, Apolo lo era también de la luz, amén de experto arquero. Fue su mano segura la que guió la flecha de Paris hacia el único punto débil de Aquiles, el talón, y le causó la muerte.
Artemisa (Diana) La diosa de la caza y hermana gemela de Apolo era, paradójicamente, patrona de los animales salvajes. Ora rencorosa, ora magnánima, se la vincula con la siniestra Hécate, inventora de la hechicería.
Ares (Marte) Dios de la guerra. El hijo menos querido de la progenie de Zeus. Como es lógico, los belicosos espartanos le rendían culto.
Hermes (Mercurio) Mensajero de los dioses y guía de los viajeros, se le representa con sandalias y gorro alados, siempre presto a encauzar los asuntos de Zeus, su padre.
Hefesto (Vulcano) Dios de la artesanía, la metalurgia y el fuego, este deforme y a ratos ridiculizado hijo de Zeus creó con barro a la primera mujer del mundo, Pandora, como regalo para el hombre. La caja que esta abrió encerraba todos los males del género humano.
Hestia (Vesta) Diosa del hogar, protegía también los fuegos en los consejos de las ciudades griegas. Permaneció virgen.
Algunas de las más grandes historias de todos los tiempos –y aun el propio concepto de narración, a juicio de algunos– se encuentran en los mitos griegos; incluso los escritores actuales los reinterpretan para libros infantiles y películas. He aquí algunos de los héroes e historias más famosos, que no son más que el principio de un tupido y fantástico tapiz cuya trama se extiende desde las brumas del monte Olimpo hasta lo más profundo del Hades.
Al barbado personaje, el héroe más célebre y atrayente de la antigua Grecia, se le encomendaron 12 trabajos como expiación por haber dado muerte, sin quererlo, a su familia (Hera le había hecho perder la razón). Estas fueron sus hazañas: matar al león de Nemea y a la hidra de Lerna; capturar a la cierva de Cerinia y al jabalí de Erimanto; limpiar en un día los establos de Augias; acabar con las aves del Estinfalo; capturar al toro de Creta; robar las yeguas de Diomedes, devoradoras de hombres; hacerse con el cinturón de Hipólita y los bueyes de Gerión; robar las manzanas de las Hespérides; y capturar al can Cerbero.
El héroe ateniense se ofreció voluntario, entre siete hombres y doncellas, para el sacrificio anual al Minotauro, el enloquecido vástago, mitad toro y mitad hombre, del rey Minos de Creta. Una vez dentro de su espantoso laberinto (del que nadie había regresado), Teseo, con la ayuda de la princesa Ariadna (que se volvió loca por él por obra del dardo de Afrodita), desenredó un ovillo para encontrar la salida después de matar al monstruo. (Dédalo pasa por ser el arquitecto del laberinto del rey Minos en Creta, el palacio de Cnosos).
Junto con Dédalo, su padre y brillante inventor, Ícaro remontó el vuelo desde los acantilados de Creta perseguido por el rey Minos y sus tropas. Como empleaba unas alas fabricadas con plumas y cera, su padre le previno de que volara lejos del sol de mediodía. Pero ya se sabe cómo son los chicos: Ícaro se cree muy listo y no hace caso, la cera se derrite, las alas se desprenden y el joven se estrella. Moraleja: haz caso a tu padre.
La imposible misión de Perseo consistió en matar a la gorgona Medusa que, con la cabeza erizada de serpientes, podía convertir a un hombre en piedra con solo mirarlo. Armado con un casco que lo hacía invisible y calzando unas sandalias voladoras regaladas por Hermes, Perseo se sirvió de su escudo reflectante para evitar la mirada de Medusa. Tras cortarle la cabeza y guardarla en una bolsa, no tardó en desenvainar de nuevo la espada para salvar a Andrómeda, una princesa que, atada a una roca, iba a ser sacrificada a un monstruo marino. Medusa petrifica al monstruo y Perseo se queda con la chica.
Abandonado al nacer, Edipo se enteró por el oráculo de Delfos de que algún día mataría a su padre y se casaría con su madre. En el camino de regreso a su ciudad natal, Thiva (Tebas), tuvo un altercado con un grosero desconocido, al que mató. Luego, supo que la ciudad sufría el azote de una esfinge (león alado con cabeza de mujer) asesina. La criatura planteaba una adivinanza a los viajeros y ciudadanos; si no la acertaban, los estrellaba contra las rocas. Edipo logró resolver el acertijo, mató a la esfinge y obtuvo la mano de la reina de Tebas. Cuando descubrió que el desconocido a quien había matado era su padre y que su nueva esposa era en realidad su madre, Edipo se arrancó los ojos y se exilió.
En el s. V a.C., Atenas vivió un florecimiento cultural que jamás ha sido igualado, hasta el punto de que los modernos estudiosos del mundo clásico se refieren a él como “el milagro”. El período empezó cuando un ejército griego derrotó a unas tropas persas muy superiores en número en las batallas de Maratón y Salamina, y terminó con el principio de la inevitable guerra entre Atenas y Esparta. Suele decirse que la edad de oro de Atenas es la base de la civilización occidental y que, de haber ganado los persas, la Europa actual habría sido completamente distinta. Algunos historiadores llaman también a este período “el siglo de Pericles”, por el estadista y mecenas de las artes que gobernó durante unos 40 años impulsando la libertad de expresión y de pensamiento. Como el París de la década de 1930, Atenas atrajo un ingente caudal de talento; cualquier artista o escritor que se preciara abandonaba su tierra natal y viajaba hasta la gran ciudad de la sabiduría para compartir sus ideas y oír hablar a las mentes más preclaras del momento. Los grandes dramaturgos como Esquilo (La Orestiada), Aristófanes, Eurípides y Sófocles (Edipo rey) habían redefinido el teatro, convirtiendo lo que era un ritual religioso en un sugestivo espectáculo; se les podía encontrar en el teatro de Dionisio, al pie de la acrópolis, y sus comedias y tragedias dicen mucho sobre el alma de los antiguos griegos.
Por todo el país se construyeron sobre las laderas de las montañas grandes teatros al aire libre, con telones y utilería, coros y temas cada vez más complejos, diseñados para ampliar al máximo el sonido de manera que incluso los espectadores de la última fila pudieran oír a los actores. Los géneros predominantes fueron la tragedia y la comedia, y el primer actor conocido fue un hombre llamado Tespis.
Mientras los dramaturgos escribían sus parlamentos inmortales, los filósofos de fines del s. V y principios del IV a.C. Aristóteles, Platón y Sócrates introducían nuevas corrientes de pensamiento nacidas no del misticismo de los mitos, sino de la racionalidad, pues la nueva mentalidad de los griegos se fundamentaba en la lógica y la razón. Al ciudadano más eminente y noble de Atenas, Sócrates (469-399 a.C.), se le obligó a beber la cicuta por no creer en los antiguos dioses, pero antes de morir dejó una idea de reduccionismo hipotético que sigue vigente hoy. Su alumno más destacado, Platón (427-347 a.C.), fue el encargado de consignar por escrito los pensamientos del maestro, los cuales, sin obras como El banquete, se habrían perdido para las generaciones venideras. Considerado un idealista, Platón escribió La república para advertir a la ciudad-Estado de Atenas de que, a menos que sus ciudadanos respetaran la ley y a los gobernantes, e instruyeran adecuadamente a su juventud, su condenación era segura. Su alumno Aristóteles (384-322 a.C.), al final de la edad de oro, fue médico del rey Filipo II de Macedonia y preceptor de Alejandro Magno, y consagró sus saberes a la astronomía, la física, la zoología, la ética y la política. La máxima aportación de los filósofos atenienses al pensamiento moderno es su espíritu de análisis sin el cual quizá permaneceríamos aún en las sombras de la consciencia.
La escultura clásica empezó a cobrar brío en Grecia en el s. VI a.C. con los desnudos en mármol. Casi todas las estatuas se creaban para honrar a un dios o diosa en particular, y a muchas se las revestía con lujosos ropajes. Con anterioridad, las estatuas del período arcaico, conocidas como kouroi, se centraban en la simetría y la forma, pero a principios del s. V a.C. los artistas se propusieron imprimir expresividad y movimiento. Como los templos demandaban una cuidada ornamentación, se convocó a escultores para que labraran grandes relieves sobre sus superficies. Durante el s. V a.C., el oficio se volvió más refinado si cabe, pues los escultores aprendieron a trazar con precisión los rasgos de la cara y a crear un parecido con sus modelos en bustos de mármol cuya finalidad era halagar la vanidad de los políticos y los ricos. Los romanos adoptaron el perfeccionismo de esta escuela y continuaron la tradición. Acaso el más famoso de los escultores griegos fue Fidias, cuyos relieves del Partenón, en los que representa las guerras entre griegos y persas (los Mármoles del Partenón) se cuentan entre los más sobresalientes de la Edad de Oro.
Cerca del actual pueblo de Delfos se emplaza el yacimiento del oráculo délfico, el más importante de la antigua Grecia. Sus principios están envueltos en las brumas del mito; algunos dicen que Apolo, mientras buscaba una morada terrestre, encontró aquí su casa, pero antes hubo de luchar con la monstruosa serpiente Pitón, que guardaba la entrada al centro de la tierra. Después de que la matara y arrojara al abismo, la alimaña empezó a corromperse, despidiendo a través de la grieta unos vapores nocivos. La sibila, o Pitia (pitonisa, sacerdotisa), recibía estas emanaciones sentada en un trípode sobre la boca del antro; después entraba en trance y se dejaba poseer por Apolo; mientras se hallaba en tal estado, deliraba y emitía palabras inconexas que eran interpretadas por los sacerdotes que la rodeaban. Ciudadanos, políticos y reyes consultaban, previo pago, a la sibila sobre asuntos de Estado tales como ir a la guerra o colonizar un nuevo país, así como sobre cuestiones más prosaicas. Las ciudades-Estado como Esparta y Atenas también realizaron generosas aportaciones al oráculo, lo mismo que naciones como Persia; algunas llegaron incluso a fundar tesoros allí mismo. Durante más de seis siglos, hasta que la destruyera un emperador cristiano, Delfos configuró la historia del mundo con sus profecías, que a menudo, y por extraños designios, se cumplían.
Visitar hoy el lugar constituye una experiencia mágica, entre otras cosas por la belleza del pueblo moderno, construido en lo alto de la montaña. El mejor momento para verlo es a primera hora del día, antes de que lleguen los excursionistas, o bien a media tarde; al subir se pasa por el templo de Apolo, luego por el lugar donde la Pitia recibía los mensajes de Apolo y, por último, después de zigzaguear entre los tesoros, aún en pie, se llega a la sede de los Juegos Píticos, montaña arriba. Extrañamente conservado, algo enigmático y ultraterreno perdura en Delfos.