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Si uno no alcanza a imaginar cómo debieron ser las Turcas en el s. XIX, lo mejor es ir a Salt Cay. Como si se entrara en una máquina del tiempo, esta pintoresca isla es ese escondrijo que se tarda toda una vida en descubrir. Unas cuantas carreteras polvorientas conectan el puñado de construcciones, y los burros deambulan por las calles mezclados con los amables isleños. Aunque la tierra es tranquila, el mar que circunda la isla bulle de vida: tortugas, rayas águila y la majestuosa ballena jorobada frecuentan sus aguas.