Lo mejor de Santo Tomé y Príncipe, la lejana isla-nación africana

Texto por
Jo Tinsley, autora de Lonely Planet
Pico Cão, Santo Tomé y Príncipe
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Delicias de Santo Tomé y Príncipe

De playas remotas a chocolate exquisito, la remota isla-nación africana de Santo Tomé y Príncipe posee atractivos que rivalizan con lo mejor del mundo. La selva cubre el 90% de la isla de Príncipe, descendiendo desde picos volcánicos hasta calas que pliegan su costa norte. Allí donde la selva se topa con el mar, las palmeras se asoman en ángulos oportunistas, como si quisieran anunciar las playas vacías con un “¡tachán!” entusiasta.
 

Santo Tomé y Príncipe: Pico Cão Grende en el sur de Santo Tomé

El Pico Cão Grande, un tapón volcánico en forma de aguja, se alza en la zona interior sur de Santo Tomé © Justin Foulkes / Lonely Planet

 

Playas tan idílicas como las de las Seychelles

Las múltiples playas de Príncipe van de las gloriosamente remotas a los animados enclaves pesqueros.

En Praia de Santa Rita los buceadores con tubo flotan sobre un pequeño arrecife en busca de peces loro, barracudas y pargos dorados africanos. Al oeste, en Praia de Coco, lo más probable es que las huellas que paseantes solitarios dejan en la arena solo se acompañen de las de perros de andares lánguidos. Y, aparte de un par de rabijuncos que forcejean, Praia Banana, que en su día protagonizó un anuncio de Bacardí, está desierta. Las aguas turquesas acarician las rocas de basalto y las olas juegan con un coco. Tanta belleza ha sido demasiado para una palmera, que ha caído derrotada.

 

Santo Tomé y Príncipe: playa de Príncipe

El sol se pone entre las palmeras de la playa de Príncipe © Justin Foulkes / Lonely Planet

 

Más al este, en Praia dos Burros, hay adolescentes que juegan a cartas sobre barcas volcadas mientras un grupo de jóvenes ensaya volteretas hacia atrás donde el agua no cubre, riendo, chillando y emergiendo cubiertos de arena.

Frente a los destartalados palafitos hay peces voladores secándose al sol, extendidos sobre soportes de redes. “Bondja ô!”, exclama un pescador, cuya amplia sonrisa revela dos premolares en los extremos de su boca. Se acerca para intercambiar un par de palabras en la lengua local, el forro. El idioma oficial de las islas es el portugués, pero el 85% de la gente habla una de las tres lenguas criollas. “Bon-jow-ooh”, canturrea, alargando las vocales de su ‘buenos días’, y se ríe, probando que una cálida bienvenida santotomense es tan agradable como un día de sol en la playa.

 

Guía Lonely Planet Portugués para el viajero

 

Rutas excursionistas tan enigmáticas como las de Perú 

Es última hora de la tarde y los tonos saturados de la costa noroeste de Príncipe empiezan a pintarse con pinceladas más vívidas: bajo esta luz, los arqueados troncos de las palmeras parecen de color ámbar y las hojas onduladas de los almendros de los trópicos se vuelven de un verde iridiscente.  

La forma lenta de absorber todo este cambio de colores es eligiendo una de las seis nuevas rutas excursionistas de la isla. Empiezo a andar por el sendero de 3 km que va de Praia Bom Bom a Ribeira Izé, irregular y lleno de hojas de palmera en descomposición y cáscaras de almendra. También hay frutipanes caídos por el suelo, suaves, fibrosos y llenos de hormigas. Finalmente, el sendero llega a una iglesia en ruinas, restos del primer asentamiento construido por marineros portugueses en 1471. 

 

Santo Tomé y Príncipe: João Dias Pai y João Dias Filho

'Padre e hijo’, João Dias Pai y João Dias Filho se vislumbran entre la bruma © Justin Foulkes / Lonely Planet

 

Explorando un océano cada vez más conocido, aquellos portugueses dieron con el Santo Grial de los pioneros: un archipiélago deshabitado. Poblaron aquel benévolo mundo perdido con esclavos de Angola, Cabo Verde y Mozambique, y plantaron cacao y caña de azúcar.

Cinco siglos después, la jungla metaboliza lentamente esa primera huella humana. Tres enormes árboles emergen, retorciéndose, de la nave de la iglesia; tienen las ramas cubiertas de plantas epífitas y sus raíces blancas se extienden por las maltrechas paredes de color coral. 

Más allá, a lo largo de la costa, nubes bajas rodean los picos gemelos de João Dias Pai y João Dias Filho (‘padre e hijo’), y dan la impresión de que algo mucho más grande se alza por detrás. El tupido interior selvático de Príncipe está atravesado por torres de roca fonolítica, desde pináculos de aspecto fálico a mesas llanas. Me uno a Estrela Matilde, gestora de proyecto de la Reserva de la Biosfera de la Unesco de la isla, en una excursión a uno de los montes más altos, Pico Papagaio (680 m).

A medida que el sendero se acerca a la cima tras un ascenso de cuatro horas, se empina rápidamente. Mis manos buscan las cuerdas rojas atadas entre árboles y trepo por rocas escarpadas. Llegamos a la cima con las rodillas sucias y una sonrisa triunfal. Durante el rato que se tarda en descubrir todo lo que rodea la cima, las vistas del ‘padre e hijo’ se disuelven entre la bruma. “Sin mantenimiento, una ruta como esta puede cambiar completamente en cuestión de semanas”, advierte Estrela. Y, como para dar fe de sus palabras, el cielo se resquebraja y un chaparrón bíblico inunda el camino.

 

Tan paladín del movimiento slow foofcomo Italia

El lema de Santo Tomé y Príncipe, ‘léve, léve’ (“despacio, despacio”), está presente en todo lo que hacen los santotomenses; y tras un par de días a base de conversaciones que te desarman y comidas sin prisa alguna, es difícil no aplicárselo a uno mismo. Claro que, en un mundo de abundancia donde los peces saltan, casi literalmente, del mar al plato, ¿para qué ir con prisas?

 

Santo Tomé y Príncipe: el chef de 'slow food' João Carlos Silva

El chef de Slow Food João Carlos Silva en su restaurante Roça São João © Justin Foulkes / Lonely Planet

 

El chef João Carlos Silva cree que la cultura de los placeres sencillos y lentos se filtra en la cocina del país. Quizá no sorprenda a nadie saber que la comida local se caracteriza por especialidades cuya preparación lleva mucho tiempo.

El plato nacional, el calulu –pescado ahumado seco cocinado en sopa con frutipan, aceite de palma, citronela y quingombó– tarda seis horas en cocerse.  “En Santo Tomé, la felicidad transforma todo lo que hacemos, incluso el sabor de nuestra comida”, afirma mientras presta una atención exagerada a la banana recheada que está preparando, fruta rellena con panceta y envuelta en un pulcro paquetito de citronela. “¿Sabías que en Bután miden la Felicidad Nacional Bruta? Pues aquí hacemos lo mismo. La felicidad es nuestra renta más elevada”.


La lista de los 10 países más felices del mundo

Es la hora del almuerzo en su restaurante, Roça São João, en la costa este de Santo Tomé, y el atractivo del menú degustación de João Carlos hace que se llenen todas las mesas. Mientras el tintineo de los cubiertos resuena por el amplio balcón con vistas a la bahía de Santa Cruz, una docena de cocineros vigilan los hornos de leña y cortan pequeñísimas limas locales para preparar ceviche de mero rojo. Al otro extremo del balcón los clientes ya saciados se rinden al lema ‘leve, leve’, reclinados en hamacas y hojeando libros de una de las múltiples librerías.

 

Una capital antigua tan carismática como la de Cuba

Es domingo por la mañana en la primera ciudad de Príncipe, Santo António, y parece que el tiempo transcurre la mitad de lento. Si ‘léve, léve’ significa tomárselo con calma, el equivalente príncipense, ‘móli-móli’, es casi letárgico. Un chaval hace rodar un neumático junto al tranquilo río Papagaio. Perros callejeros jadean en la sombra y los transeúntes se saludan unos a otros con sonrisas arrolladoras. Bebés plácidos cuelgan de la espalda de sus madres sujetos en telas multicolores. Por un momento, lo único que se oye es un popurrí metálico de música kizomba angoleña que resuena en unos altavoces a pilas, hasta que pasa un tractor que transporta a un grupo de trompetistas. 

 

Santo Tomé y Príncipe: calles de Santo António

Arquitectura portuguesa en las calles de Santo António, Príncipe © Justin Foulkes / Lonely Planet

 

Este triángulo de calles sin asfaltar y llenas de hoyos es pequeño, pero todo lo que a Santo António le falta en escala se compensa con su majestuosidad de tamaño bolsillo.

Edificios deteriorados, construidos cuando la ciudad era la capital de ambas islas, flanquean la bahía en elegantes colores pastel: una escuela azul, una casa de gobierno rosa y una oficina de correos amarilla. Bonitos azulejos portugueses rodean una plaza central de murales avejentados y playas vacías. Un árbol del viajero, con sus hojas en forma de remo que miden cuatro metros, empequeñece la asamblea del gobierno.

En las lindes de la ciudad se ven espejos colgados sobre las puertas de entrada de coloridas casas sobre estacas. Se colocan ahí para reflejar la mala energía y son un claro ejemplo de la cultura santotomense que mezcla el cristianismo con un rico filón de rituales y supersticiones locales. Los exvotos tallados y las pócimas herbales se combinan con coros de góspel y bautizos en la playa. 

 

Fruta tan exótica como la del Caribe

Matabala, jaca, cajá-manga, sape-sape, izaquente, fruta-pão, maquêqueê, micócó: la fruta santotomense no se parece a nada que podamos comprar en la sección de frutas exóticas de un supermercado europeo. En los bufés de desayuno casi hace falta la ayuda de un guía. La jaca es una fruta abultada y de textura rugosa con protuberancias, con una pulpa pegajosa y rica. La sape-sape es la guanábana, con piel de pinchos y pulpa blanca, también conocida como soursop o mullatha, literalmente ‘chirimoya de pinchos’.

 

Santo Tomé y Príncipe: fruta verde del 'sape-sape'

La fruta verde y con púas del árbol 'sape-sape' © Justin Foulkes / Lonely Planet

 

En las afueras de Santo Tomé suele haber puestos de fruta junto a la carretera, cuyas vendedoras extraen la pulpa de las jacas y sirven cucuruchos de hojas rosadas llenos de frambuesas silvestres.

Junto a las frutas exóticas hay frutas más familiares: papayas, piñas, mangos y siete tipos de plátano, que los restaurantes locales preparan de mil y una formas distintas: maduros, crudos, fritos, hervidos, secos y asados.

 

La historia de las ‘islas del cacao’ está escrita en estas plantas de crecimiento rápido que, en un principio, se importaron como sustento para los esclavos, trasladados a la región en el s. XVI para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar y después para cosechar cacao y café. La fruta más importante era la esponjosa fruta-pão, o frutipan. Es originaria del Pacífico Sur y puede comerse frita, hervida o asada, e incluso molerse para hacer harina. Es un alimento alto en carbohidratos, proteínas y vitaminas, y una sola fruta tiene suficientes nutrientes para alimentar a una familia de cinco personas durante un día. Hoy es un alimento básico, dulce o salado, que se come frito en buñuelos, se usa para rebañar salsas de pescado o se transforma en pudin.

 

Un chocolate tan exquisito como el de Suiza 

En 1908 Santo Tomé era el mayor productor de cacao del mundo, con 800 plantaciones, pero cuando los portugueses dejaron la isla, en 1975, las fincas quedaron abandonadas. Las 150 roças que hoy quedan son solo sombras de lo que fueron. Algunas de ellas han sido engullidas por la jungla, otras se han convertido en casas donde los niños, con alegría revoltosa, se deslizan por barandillas propias de un dibujo de Escher; los murciélagos anidan sobre las puertas; el musgo mancha las paredes y diminutas cabras brincan por las maltrechas escaleras.

 

Santo Tomé y Príncipe: sacos de grano de cacao

Granos de cacao en sacos de arpillera, preparados para la exportación. © Justin Foulkes / Lonely Planet

 

El impecable laboratorio de Claudio Corallo, en la linde de la capital, está a años luz de esas roças. Filas ordenadas de tabletas empaquetadas en cajas de cartón llenan las estanterías, junto a balanzas de metal y tarros de jengibre confitado, mondas de naranja y pasas borrachas. Bajo una cúpula de cristal, una cuba de chocolate burbujeante emite un leve borboteo. Claudio pesa porciones de cacao del 75% con meticulosidad y después los bate con agua humeante, sirviendo una mezcla rica y fragante sin rastro de amargura. 

Como italiano afable, nacido con bigote, Claudio tiene una risa cariñosa y la mirada de un inventor vivaz. Se le considera el mejor maestro chocolatero del planeta, y ni siquiera le gusta el chocolate. “Soy granjero, no chocolatero”, advierte. “Mi trabajo está en las plantaciones, no en las cocinas”. Famoso a su pesar, hoy es el único cultivador, elaborador y exportador de chocolate de calidad de la nación, y envía sus preciadas tabletas a los grandes almacenes más famosos y a los chefs más reputados del mundo. Compara su trabajo con el de un carpintero. “El secreto no está en el tipo de madera o en las herramientas. Está en el trabajo, en la experiencia y en la atención del carpintero”.

 

Una fauna tan singular como la de las Galápagos

Tras unos pocos días, los encuentros con la fauna de la isla ya son algo común, casi ni llaman la atención. Los loros yacos arman escándalo en las copas de los árboles, las serpientes se enroscan en las ramas, los murciélagos de la fruta sobrevuelan la zona y regresan lánguidamente a su nido, los pájaros tejedores construyen sus nidos junto a la carretera y minúsculos martines pescadores de picos larguísimos se balancean sobre las raíces.

El archipiélago nunca estuvo unido a África continental, así que no es de extrañar que cuente con un montón de especies endémicas; y dado su tamaño es comparable con las Galápagos y Hawái. Algunas de estas especies son todo un misterio: la ciencia desconoce cómo las ocho especies de rana del país, intolerantes al agua salada y de metabolismo rápido, llegaron hasta aquí. El golfo de Guinea, la zona donde se hallan las dos islas, también posee una rica biodiversidad. Ballenas jorobadas retozan en la costa y peces voladores planean sobre las olas. En sus aguas profundas habitan gigantes como el marlín aguja azul, que alcanza los 750 kg, y el pez vela del Atlántico, con magníficas aletas ‘velas’ a lo largo del lomo. Cuatro especies de tortuga marina anidan en las islas: la tortuga laúd, la verde, la carey y la golfina. También se han visto tortugas bobas en la zona, pero no pisan la tierra.

 

Santo Tomé y Príncipe: serpiente ‘cobra jita’ que solo existe en Santo Tomé

Conocida localmente como ‘cobra jita’, esta serpiente de bosque es una subespecie de una serpiente doméstica que solo existe en Santo Tomé © Justin Foulkes / Lonely Planet


Es época de anidación en Santo Tomé y voy a dar un paseo a Praia Grande para ver el fenómeno de cerca. La experiencia resulta asombrosa pero escalofriante.

Miles de cangrejos terrestres entran y salen del haz de luz roja de nuestros frontales. Algunos de ellos, del tamaño de un frisbee, se echan hacia atrás y blanden sus grandes pinzas al vernos. Al final del sendero yace una tortuga verde, exhausta. En la última hora se ha arrastrado hasta la línea de marea alta, ha cavado un agujero y puesto 120 huevos. “Primero son duros, como pelotas de pimpón, luego se ablandan”, susurra la conservacionista Vanessa Schmett, midiendo el caparazón de la tortuga y colocándole después una etiqueta bajo la aleta. La tortuga la ignora, suspira profundamente y empieza a arrojar tierra sobre sus huevos. “Su vida tiene un comienzo muy duro, pero las crías son muy resilientes”, advierte mientras se inclina para liberar una aleta atrapada en la hoja de una palmera. Finalmente, la tortuga regresa al mar, ajena a la línea borrosa que la Vía Láctea traza en el cielo.

 

Un rascacielos tan imponente como el de Dubái 

Al conducir por la remota costa este de Santo Tomé se pasa por una hilera de aldeas pesqueras y playas de arena negra. Las mujeres tienden sábanas a secar sobre la madera de deriva blanqueada por el sol; los adolescentes presumen de sus habilidades surfistas sobre gastadas tablas de surf de espuma; y los niños saludan con la mano al grito de ‘ola!’ y ‘amiga’ a las camionetas que pasan. Dos mujeres jóvenes andan por el medio de la calle, machetes en ristre y bolsas de tela llenas de fruta sobre la cabeza; una de ellas sonríe y me pregunta, en inglés: “¿Te gusta la naturaleza de Santo Tomé? Bienvenido.” 

Con saludos tan amables y conversaciones tan afables es imposible no entretenerse por el camino, pero el sol se marcha y mi objetivo está cerca; quiero aproximarme un poco más al rascacielos volcánico que preside la isla y que casi siempre está rodeado de niebla. El pico Cão Grande (en portugués, ‘pico del perro grande’) es una torre monolítica de roca de 668 m de altura que emerge, abrupta, entre el verdor de la selva en el interior del sur de Santo Tomé.

 

Destino Santo Tomé y Príncipe

 

Es el punto más elevado de la isla y el tapón volcánico más espléndido de todos los del archipiélago, formados cuando el magma se solidifica dentro del filón de un volcán. Se le distingue, de repente, desde varios puntos de Santo Tomé: alzándose, monumental, al final de una carretera recta, enmarcado en la monotonía de una plantación de aceite de palma o emergiendo entre el espeso follaje como un paraje de la Tierra Media. 

Cuando llego al mirador perfecto, en un rincón empinado de la carretera, la niebla se disipa por sorpresa y el pico queda bañado por una luz dorada que viste el mar de follaje que lo rodea de un verde deslumbrante. Se hace el silencio; aparte del chillido de un pájaro tejedor solo se escucha el suave andar de las chanclas de un hombre que anda por la calle. “Tudo bem?”, me pregunta si estoy bien. “Léve, léve”, le respondo; y me devuelve una sonrisa. 

 

Este artículo se publicó en la revista Lonely Planet Traveller Magazine. Jo Tinsley viajó a Santo Tomé y Príncipe con el apoyo de Rainbow Tours. Los autores de Lonely Planet no aceptan obsequios a cambio de una cobertura positiva.
 

 

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