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Todo el mundo llega a Hidra por mar: no hay aeropuerto ni coches. Al arribar, lo que se ve es tan solo un pueblo de piedra extraordinariamente bien conservado con casas de un blanco dorado que ocupan una ensenada natural y se ciñen a las montañas. Después uno se incorpora al ballet de la vida portuaria; veleros, caiques y megayates llenan los muelles de Hidra, y la gente llena los innúmeros cafés del puerto. Aquí, a 1½ h escasa de Atenas, se encontrarán unos capuchinos de primera, una rica historia naval y arquitectónica y la costa virgen aguardando a los bañistas.