Historia de Australia

El choque de dos mundos, de dos versiones muy diferentes de contar los hechos, forma parte de la historia de Australia, de colosales dimensiones. Solo en años muy recientes, la versión de los aborígenes, que habitan estas tierras desde 50.000 años antes de que llegaran los colonos ingleses, ha ganado la relevancia que merece, pasando a ocupar un lugar central. Otra señal de que este país dinámico y relajado, a veces progresista, está de veras empezando a madurar.

Los primeros australianos

Se cree que los primeros humanos llegaron a lo que hoy se llama Australia hace unos 60.000 años, cuando pequeños grupos cruzaron los estrechos que separan el continente de las actuales Indonesia y Papúa Nueva Guinea. Los aborígenes, por su parte, piensan que siempre han habitado el país. El asentamiento de los indígenas en Australia marca el inicio de la historia cultural ininterrumpida más larga del mundo.

Por todo el continente, los aborígenes intercambiaban bienes, objetos de importancia espiritual, canciones y danzas, por rutas que recorrían senderos ceremoniales ancestrales, recogidos en el grupo de narraciones del Altjeringa, el Tiempo del Sueño, una era previa a la actual en la que seres totémicos formaron el mundo actual y que cristaliza el complejo sistema de creencias que define la espiritualidad indígena.

No solían padecer escasez de alimentos, pues tenían buenos conocimientos de las plantas y animales. Habitaban incluso los desiertos hostiles del centro del país gracias a una serie de pozos. En las zonas de bosque, se practicaba la roza y quema, que consistía en quemar la maleza seca para estimular la renovación de las plantas de pasto, y así atraer a más animales de caza y eliminar el riesgo de incendios no controlados.

Para cuando llegaron los europeos, la población aborigen se dividía en unos 300 grupos, con lenguas diferentes y fronteras bien definidas. La mayoría no era sedentaria, sino que, dentro de su territorio, se movía según las migraciones de los animales y la disponibilidad de plantas. La diversidad de paisajes influía en la variedad de estilos de vida, y aunque existían grupos culturales muy diferenciados, todos tenían cosas en común, como la organización social en clanes o la organización del trabajo. Durante miles de años los aborígenes formaron parte de una compleja red que los ligaba a la naturaleza. Desarrollaron muchas destrezas y conocimiento vinculados con el territorio en el que habitaban, que, ya fuera el desierto o la floresta, daba forma a sus vidas.

Llegan los intrusos

En abril de 1770 los aborígenes que se encontraban en una playa del sureste de Australia fueron testigos de un hecho asombroso. Avistaron una extraña y enorme embarcación que se acercaba surcando el mar. Era un barco inglés, el Endeavour, al mando del entonces lugarteniente James Cook. Formaba parte de una expedición científica que navegaba por el Pacífico para hacer observaciones astronómicas y descubrir nuevas tierras. Rumbo norte, según bordeaban los confines de aquel lugar recién avistado, Cook empezó a trazar la primera carta náutica inglesa de la costa este australiana. Este mapa auguraba futuros conflictos entre el colonialismo británico y los aborígenes.

Unos días después de aquel primer avistamiento, Cook desembarcó con una patrulla en una estrecha playa. Cuando llegaron a la orilla, dos aborígenes los amenazaron con lanzas, pero los ahuyentaron con fuego de mosquetes. Durante el resto de la semana los aborígenes y los intrusos se vigilaron con recelo.

El Endeavour era una nave botada por la Royal Society de Londres. Entre la tripulación que viajaba en él había dibujantes técnicos, científicos, un astrónomo y un adinerado botánico llamado Joseph Banks. Cuando Banks y sus colegas recorrieron el nuevo territorio quedaron fascinados con la abundancia de plantas desconocidas que recogieron (la banksia, por ejemplo, recibió su nombre del propio Banks, y posee unas vistosas flores rojas, blancas o doradas).

Los aborígenes llamaban Kurnell a ese lugar, pero Cook le puso un nuevo nombre: bahía de Botany.

Cuando el Endeavour llegó a lo que hoy se conoce como cabo York, en el extremo norte, el océano se abría hacia el oeste. Los ingleses descubrieron la ruta por mar hacia su hogar y en una pequeña y accidentada isla (Possession), Cook izó la bandera británica y reclamó la mitad oriental del continente para el rey Jorge III entre salvas de artillería.

Cook incurría en la típica ambivalencia europea de considerar a los habitantes de otras tierras como una suerte de edénicos salvajes. Así, escribió: “Son mucho más felices que nosotros los europeos. Creen que tienen todo lo necesario para vivir y nada innecesario”. Por supuesto, eso no impedía afirmar sus pretensiones colonialistas frente a franceses y holandeses, que durante los dos siglos anteriores habían visitado y cartografiado gran parte de la costa occidental y meridional. De hecho, la mitad occidental de la actual Australia ya era llamaba por entonces Nueva Holanda.

Preludio convicto

En 1788, 18 años después de la llegada de Cook, los ingleses volvieron para quedarse. Llegaron en 11 barcos, cargados con pertrechos que incluían armas, herramientas, material de construcción y ganado. En ellos también viajaron 751 convictos y unos 250 soldados, junto con los oficiales y sus mujeres. Aquella Primera Flota, una versión paria de los padres peregrinos estadounidenses, estaba al mando del capitán de navío Arthur Phillip. Tal como le habían ordenado, lanzó el ancla en la bahía de Botany. Pero el paraíso que tanto había fascinado a Joseph Banks lo descorazonó. El terreno era pantanoso, escaseaba el agua potable y el fondeadero estaba expuesto a los vientos y las tormentas. Remontó la costa y alcanzó un puerto más resguardado, a poca distancia, en una pequeña cala en la idílica tierra del pueblo eora. Allí estableció una colonia penitenciaria británica a la que bautizó con el nombre del entonces ministro del Interior británico, Lord Sydney.

Los intrusos empezaron a talar árboles, a construir refugios y a sembrar. Las órdenes de Phillip le exhortaban a que colonizara aquel territorio sin hacer uso de la fuerza contra los nativos, pero la progresiva pérdida de sus tierras y fuentes de agua producto de la rapiña británica, y una serie de epidemias, tuvieron un efecto devastador. La viruela acabó con la mitad de los indígenas de la zona de la bahía de Sídney.

Empezó un período de resistencia; los aborígenes lucharon por retener sus tierras y forma de vivir; las masacres se sucedieron por todo el país, con muchos indígenas desplazados de sus territorios. En el transcurso de un siglo, la población aborigen se vería diezmada en un 90%.

En 1803 los oficiales ingleses establecieron una segunda colonia de convictos en la Tierra de Van Diemen (más tarde llamada Tasmania). Muy pronto los reincidentes abarrotaron la lúgubre cárcel de Port Arthur, en la hermosa y agreste costa cercana a Hobart. Con el tiempo muchos más soportarían un irracional tormento en la cárcel de la isla Norfolk, en medio del océano Pacífico.

Aquel tiempo resulta tan deprimente como origen nacional que los australianos lo consideraron durante mucho tiempo un período vergonzoso. Pero la tendencia ha cambiado: en la actualidad la mayoría de los australianos blancos suele vanagloriarse de tener un antepasado convicto. Y una corriente cada vez más fuerte de personas, tanto indígenas como no, quiere que se cambie a otro día la fiesta del Día de Australia (celebrada el 26 de enero desde 1994), en reconocimiento al hecho de que muchos aborígenes ya hace tiempo que se refieren a esta fatídica fecha como el “día de la invasión”.

De los grilletes a la libertad

En un principio, Sídney y Port Arthur dependían de los suministros que llegaban por mar. El Gobierno, ansioso por promover granjas productivas, otorgó tierras a soldados, oficiales y colonos. Tras 30 años de tanteos, las granjas empezaron a prosperar. El más irascible y despiadado de los nuevos terratenientes fue John Macarthur. Junto a su enérgica mujer Elizabeth, fue el primero en criar ovejas merinas en sus tierras cercanas a Sídney.

También fue un miembro importante de los Rum Corps, un grupo de poderosos oficiales que intimidaron a varios gobernadores (incluido William Bligh, que había navegado en el Bounty) y se hicieron ricos controlando gran parte del comercio de Sídney, en especial el de ron. Pero en 1810 un estricto gobernador llamado Lachlan Macquarie puso fin a sus chantajes. Trazó las calles más importantes que aún se ven en la Sídney actual, construyó algunos refinados edificios públicos (muchos diseñados por el arquitecto convicto Francis Greenway) y contribuyó a cimentar una sociedad más cívica.

Para entonces se empezó a correr la voz en Inglaterra de que Australia ofrecía tierras baratas y trabajo, y muchos emigrantes audaces se hicieron a la mar en busca de fortuna. Al mismo tiempo, el Gobierno británico continuó deportando a prisioneros.

En 1825 un grupo de soldados y convictos estableció una colonia penitenciaria en el territorio del pueblo yuggera, cercano a la actual Brisbane. Poco después esa cálida y fértil región atrajo a colonos libres, que enseguida empezaron a plantar, pastorear, talar y excavar minas.

Dos nuevas colonias: Melbourne y Adelaida

Los ganaderos de ovinos también prosperaban en los pastos, menos secos, de Tasmania. En la década de 1820 libraron una sangrienta guerra contra los aborígenes de la isla a los que casi exterminan. Los colonos querían más tierras. En 1835 un ambicioso joven llamado John Batman navegó hasta la bahía de Port Phillip, en el continente. Eligió la ubicación de Melbourne en las orillas del río Yarra y pronunció esta famosa frase: “Este es un buen lugar para un pueblo”. Convenció a los aborígenes para que le ‘vendieran’ sus tierras ancestrales (unas 250 000 Ha) por una caja de mantas, cuchillos y baratijas, aunque obviamente es más que cuestionable que los aborígenes entendieran que al firmar el tratado estaban renunciando a sus tierras.

Al mismo tiempo, una compañía privada británica se estableció en Adelaida, en Australia Meridional. Gente puritana y orgullosa de no tener vínculos con los convictos, instituyeron un sistema para vender tierras a los colonos adinerados y utilizar los ingresos para ayudar a emigrar a trabajadores británicos. Cuando los recién llegados ganaban lo suficiente para comprar tierras a la compañía, esos ingresos pagaban el coste de otro barco de trabajadores. Ese planteamiento colapsó en un maremágnum de especulación y llevó a la bancarrota; en 1842 la South Australian Company se cedió a la Administración colonial. Para entonces los mineros habían encontrado grandes yacimientos de plata, plomo y cobre en Burra, Kapunda y en el monte Lofty, y la colonia empezó a prosperar.

Continúa la búsqueda de tierras

Los colonos se adentraban cada vez más en territorio aborigen en busca de pastos y agua para su ganado. Se les llamó squatters, porque ocupaban la tierra aborigen y la mantenían de forma violenta. A partir de la década de 1830 y para imponer el orden e instituir una regulación en la frontera, los Gobiernos permitieron que los squatters permanecieran en esas “tierras de la Corona” a cambio de un alquiler simbólico. Están documentadas masacres de aborígenes en represalia por la muerte de algunas ovejas o de un colono. Esta fue la época de líderes aborígenes como Yagan, en el río Swan; Pemulwuy, en Sídney y Jandamarra, el forajido, en Kimberley.

Con todo, para finales del s. xix gran parte de las tierras fértiles habían sido ocupadas y la mayoría de los indígenas vivía en la pobreza, en las proximidades de los asentamientos o en tierras despreciadas por los colonos. Se tuvieron que adaptar a la nueva cultura, pero gozaban de escasos derechos o ninguno. Tenían pocas oportunidades de empleo; muchos trabajaban por poco (o nada) como empleados domésticos o en el campo para así permanecer en sus tierras tradicionales. En regiones del interior esta situación no cambiaría hasta después de la II Guerra Mundial.

Los recién llegados habían fantaseado sobre las maravillas que quedaban por descubrir desde su llegada. Antes de que los exploradores cruzaran las Blue Mountains al oeste de Sídney en 1813, algunos ingenuos creían que China estaba al otro lado. Después, los exploradores, topógrafos y científicos empezaron a intercambiar teorías sobre el interior de Australia. La mayoría creía en la existencia de un gran río y otros, en que había un desierto. Un pertinaz explorador llamado Charles Sturt creía incluso en un casi místico mar interior.

Las expediciones de los exploradores fueron en su mayoría viajes a la decepción, pero los australianos blancos convirtieron en héroes a los exploradores que murieron en el bush (Ludwig Leichhardt y Burke y Wills son los ejemplos más llamativos). Daba la impresión de que durante la época victoriana se creía que una nación no podía nacer hasta que sus hombres hubieran derramado sangre en el campo de batalla, incluso si esa batalla era contra la propia tierra.

Oro y sublevación

En la década de 1840 se puso fin al transporte de convictos a Australia Oriental. Poco después, en 1851, se descubrió oro en Nueva Gales del Sur y el centro de Victoria. La noticia sacudió las colonias con la fuerza de un ciclón. Hombres y algunas atrevidas mujeres se dirigieron a los yacimientos. Al poco se produjo una avalancha de buscadores de oro, buscavidas, cantineros, vendedores de alcohol, prostitutas y charlatanes. En Victoria, el gobernador británico se alarmó, tanto por la forma en que se había alterado el sistema de clases victoriano, como por la necesidad de imponer la ley y el orden en los yacimientos de oro. Su solución fue obligar a los mineros a pagar una cara licencia mensual, con la esperanza de que los más desfavorecidos no se la pudieran permitir y regresaran a sus trabajos en la ciudad. Pero la fiebre del oro era demasiado intensa. En el imprudente entusiasmo que reinaba en los yacimientos, los mineros soportaron a los bravucones soldados que cobraban la licencia gubernamental. Sin embargo, al cabo de tres años, el oro de fácil extracción se había agotado en Ballarat y los mineros tuvieron que buscar en pozos profundos llenos de agua. El corrupto y brutal sistema legal que los había despreciado los enfureció. Gracias al liderato de un carismático irlandés llamado Peter Lalor, izaron su propia bandera, la Cruz del Sur (la constelación visible en el cielo nocturno australiano), para defender sus derechos y libertades. Se armaron, se agruparon en una tosca empalizada en Eureka y esperaron.

Antes del amanecer del domingo 3 de diciembre de 1854, el Ejército británico atacó la empalizada. En 15 terroríficos minutos acabó todo. La brutal y unilateral batalla se cobró la vida de 30 mineros y cinco soldados. Pero corrían vientos de democracia y la opinión pública se puso de parte de los civiles. Cuando se juzgó a los 13 rebeldes que sobrevivieron, los jueces de Melbourne los dejaron libres. Muchos australianos vieron cierto esplendor en esos sucesos y la historia de la empalizada de Eureka se entendió como una batalla por la nacionalidad y la democracia, que volvió a poner de manifiesto que una ‘verdadera’ nación debe forjarse con sangre. Pero aquellas muertes fueron innecesarias. Las colonias orientales ya estaban instaurando Parlamentos democráticos con plena aquiescencia de las autoridades británicas. En la década de 1880 se nombró presidente del Parlamento de Victoria a Peter Lalor.

La fiebre del oro también había atraído a muchos chinos. En ocasiones soportaron una tremenda hostilidad por parte de los blancos y fueron víctimas de atroces abusos racistas en los yacimientos de oro de Lambing Flat (en la actualidad Young), en Nueva Gales del Sur, con graves disturbios racistas entre 1860 a 1861. Muy pronto los chinos fueron congregándose en los barrios bajos de Sídney y Melbourne, y el imaginario popular se llenó de fumaderos de opio, lúgubres locales de juego y burdeles. Pero muchos chinos se establecieron como comerciantes, en especial en el sector de la jardinería. En la actualidad los concurridos barrios chinos de las ciudades y la presencia de restaurantes chinos en todo el país son un recuerdo del importante papel que desempeñaron estas personas en Australia a partir de la década de 1850.

El oro y la lana aportaron grandes inversiones a Melbourne y Sídney. En la década de 1880 eran ciudades modernas y elegantes, con farolas de gas en las calles, ferrocarriles, electricidad y el fabuloso invento del telégrafo. De hecho, a la capital meridional empezó a llamársele la “maravillosa Melbourne” por la opulencia de sus teatros, hoteles, galerías de arte y moda. Pero la economía se había recalentado. Muchos políticos y especuladores estaban involucrados en compras fraudulentas de tierras, al tiempo que invertían dinero en empresas extravagantes y descabelladas. No podía durar.

Mientras tanto, en el oeste…

Australia Occidental llevaba un retraso de unos 50 años respecto a las colonias orientales. Aunque en 1829 unos refinados colonos fundaran Perth, su progreso se vio perjudicado por el aislamiento, la resistencia aborigen y el árido clima. Hubo que esperar al descubrimiento de unos remotos yacimientos de oro en la década de 1880 para que la fortuna de la aislada colonia prosperara. Al mismo tiempo, el oeste estaba iniciando un período de autogobierno y se nombró primer ministro a un enérgico y curtido explorador llamado John Forrest. Este se dio cuenta de que la industria minera se hundiría si el Gobierno no proporcionaba un buen puerto, ferrocarriles eficientes y suministro de agua. Desoyó las amenazas de los contratistas privados y encargó el diseño y construcción de esos proyectos gubernamentales al excelente ingeniero C. Y. O’Connor.

Creciente nacionalismo

A finales del s. xix los nacionalistas australianos idealizaban el bush y a la gente que vivía en él. El mayor foro de ese nacionalismo era la tremendamente popular revista Bulletin. Su línea política era igualitaria, democrática y republicana, y un grupo de escritores como Henry Lawson y A. B. ‘Banjo’ Paterson se ocupaba de llenar sus páginas.

La década de 1890 fue también una época traumática. Cuando el boom especulativo se hundió, el desempleo y el hambre azotaron cruelmente a las familias de clase trabajadora de las colonias orientales. Sin embargo, en los trabajadores australianos se había arraigado la idea de que tenían derecho a compartir la prosperidad del país. Cuando la depresión se agudizó, los sindicatos se volvieron más combativos. Al mismo tiempo la resolución de los activistas en llevar a cabo una reforma legal propició la aparición del Partido Laborista Australiano (ALP).

Nacionalismo

El 1 de enero de 1901, las seis colonias de Australia formaron una federación de Estados autónomos, la Mancomunidad de Australia. Cuando los miembros del nuevo Parlamento nacional se reunieron en Melbourne su primera intención fue proteger la identidad y los valores de una Australia europea de la influencia de los asiáticos y de los isleños del Pacífico. Para ello establecieron la ley que se conoció como “política de la Australia blanca”, un principio racista que rigió los destinos del país durante los siguientes 70 años.

Para los blancos que disfrutaban de ciudadanía iba a ser una sociedad modélica amparada en el Imperio británico. Un año después, las mujeres blancas consiguieron el derecho al voto en las elecciones federales (Australia Meridional se había adelantado ya a muchos estados, legalizándolo en 1895). En una serie de innovaciones radicales el Gobierno estableció un amplio sistema de asistencia social y protegió el nivel salarial imponiendo aranceles a las importaciones. Su radical mezcla de dinamismo capitalista y política social se conoció como el “acuerdo australiano”.

Mientras la mayoría de los australianos seguía viviendo en las zonas costeras del continente, el interior era tan hostil, árido y desolado, que el enorme lago Eyre, a menudo seco, empezó a ser conocido como el “corazón muerto” del país. Un primer ministro, el elegante Alfred Deakin, hizo oídos sordos a este tipo de comentarios: él y quienes lo apoyaban se empeñaron en vencer la tiranía del clima. En la década de 1880, antes de la federación, Deakin defendió los cultivos de regadío en el río Murray, en Mildura. Ese distrito se llenó enseguida de parras y huertos.

Entrada en la escena mundial

La mayoría de los australianos, que vivía en el límite de una tierra seca e inhóspita, aislada del resto del mundo, se consolaba con saber que aquello era un dominio del Imperio británico. Cuando estalló la guerra en Europa en 1914, miles de ellos respondieron a la llamada de la metrópoli. Su primera experiencia con la muerte fue el 25 de abril de 1915, cuando el ejército conjunto australiano y neozelandés, el Anzac, se unió a otras tropas británicas y francesas en el asalto a la península de Galípoli, en Turquía. Los comandantes británicos tardaron ocho meses en reconocer que su táctica había fallado. Para entonces habían muerto 8141 jóvenes australianos. Poco después, la Fuerza Imperial Australiana luchó en los campos de trincheras de Europa. Cuando acabó la guerra habían muerto 60 000 australianos.

En 1920 Australia entró en una época de cambios. Los coches empezaron a sustituir a los caballos. Los jóvenes acudían a los cines, recién abiertos, a ver películas de EE UU, y salían y bailaban a ritmo del jazz americano, en un ambiente de libertad sexual que no se volvería a ver hasta los años sesenta. Al mismo tiempo, el entusiasmo popular por el Imperio británico crecía, como si el fervor patriotero sirviera de antídoto al dolor de la posguerra. Y así, con los radicales y los reaccionarios enfrentados en el terreno político, Australia vivió unos precipitados y locos años veinte, hasta que llegó el abismo de la Gran Depresión, en 1929. Los precios del trigo y la lana se desplomaron y el desempleo sumió en la miseria a uno de cada tres hogares. Una vez más, la clase trabajadora sintió la crueldad de un sistema que los trataba como piezas desechables. Para la gente adinerada (o para quienes aún tenían un trabajo) la Depresión casi pasó desapercibida; si acaso, de hecho, la deflación extrema les otorgó más poder adquisitivo.

Con esta situación de fondo, ante la desesperación económica de muchos australianos, el críquet vino bien para olvidarse de todo. La competición The Ashes de 1932 unió a todo el país. El equipo inglés, capitaneado por Douglas Jardine, empleó una nueva y agresiva táctica de lanzamiento conocida como bodyline, con el objetivo de descentrar al bateador estrella de los australianos, Donald Bradman, extremadamente regular. La táctica fue tan mal recibida que dio lugar a una crisis diplomática con Gran Bretaña, y la competición, que Australia perdió, se convirtió en leyenda. Bradman siguió bateando y, para cuando se retiró, en 1948, tenía una media de bateo de 99,94, la mejor a día de hoy.

Guerra contra Japón

En 1933 la economía empezó a recuperarse. El ajetreo de la vida diaria apenas se vio alterado cuando Hitler precipitó a Europa a una nueva guerra en 1939. Aunque los australianos siempre habían temido a Japón, presumían que la Armada británica los defendería. En diciembre de 1941 Japón bombardeó la flota estadounidense en Pearl Harbor. Semanas después la ‘inexpugnable’ base naval británica en Singapur fue destruida y, al poco, miles de australianos soportaban la brutalidad de los campos de prisioneros japoneses.

Durante la II Guerra Mundial el frente de ataque de las acciones de los aliados contra los japoneses se situó en la capital del Territorio del Norte, Darwin; en 1942 Japón lanzó un terrible ataque aéreo contra la ciudad que acabó con las vidas de 243 personas y destruyó el puerto. Fue la única urbe australiana bombardeada en la guerra; los informes oficiales de la época restaron importancia a los daños causados, para ayudar a mantener la moral.

Cuando los japoneses avanzaron por el sureste asiático hasta Papúa Nueva Guinea, los británicos anunciaron que no podían enviar recursos para defender Australia. Pero el comandante estadounidense, general Douglas MacArthur, se dio cuenta de que Australia era la base perfecta para las operaciones estadounidenses en el Pacífico. En una serie de intensas batallas por mar y tierra, las fuerzas aliadas frenaron gradualmente el avance japonés. Es importante reseñar que fue EE UU y no el Imperio británico quien salvó Australia. Los días de la alianza con Gran Bretaña estaban contados.

Una paz visionaria

Cuando la guerra terminó, un nuevo eslogan empezó a sonar por todo el país: “¡Poblar o morir!”. El Gobierno puso en marcha un ambicioso plan para atraer a miles de inmigrantes. Ayudó a que llegaran muchos de Gran Bretaña y de otros países de habla no inglesa: griegos, italianos, eslavos, serbios, croatas, holandeses y polacos, y más adelante también turcos y libaneses. Estos “nuevos australianos”, se esperaba, habrían de adaptarse al “modo de vida australiano”.

Muchos inmigrantes encontraron trabajo en el creciente sector manufacturero, en el que empresas como General Motors y Ford operaban con un generoso apoyo arancelario. Además, el Gobierno se embarcó en un atrevido plan de obras públicas, en especial en el imponente proyecto hidrológico de los montes Snowy, cerca de Canberra. En la actualidad los ecologistas critican la devastación que causó esa enorme red de túneles, presas y centrales eléctricas. Pero ese proyecto fue una forma de expresar un nuevo optimismo y es la prueba de la cooperación entre los hombres de distintas nacionalidades que trabajaron en él.

Aquella era de crecimiento y prosperidad la lideró Robert Menzies, fundador del moderno Partido Laborista y el primer ministro que más tiempo estuvo en el cargo en Australia, más de 18 años. A Menzies le habían inculcado la historia y tradiciones británicas y le gustaba desempeñar el papel de monárquico sentimental. También fue un acérrimo anticomunista. Al ver que Asia sucumbía a la Guerra Fría, Australia y Nueva Zelanda firmaron una alianza militar con EE UU, el pacto de seguridad Anzus, de 1951. Cuando EE UU descargó su furia en Vietnam, Menzies envió fuerzas australianas a la batalla e impuso el servicio militar obligatorio en el extranjero. Al año siguiente Menzies se retiró y dejó a su sucesor un amargo legado. El movimiento antibélico dividió a Australia.

Muchos artistas, intelectuales y jóvenes tenían la sensación de que la Australia de Menzies se había convertido en un país apagado y displicente más enamorado de la cultura estadounidense y británica que de sus propios talentos e historia. El Partido Laborista subió al poder en 1972 con el liderato de un brillante e idealista abogado llamado Gough Whitlam en un clima de rebelión juvenil y nuevo nacionalismo. En solo cuatro años su Gobierno cambió el país. Puso fin al servicio militar obligatorio y suprimió las tasas universitarias. Implantó una cobertura sanitaria universal gratuita, el divorcio amistoso, el principio de derecho a la tierra de los aborígenes y la igualdad de salario para las mujeres. La política de la Australia blanca había ido cayendo gradualmente en desuso y con Whitlam finalmente se abandonó. Para entonces habían llegado cerca de un millón de inmigrantes de países no anglófonos que habían inundado el país con nuevos idiomas, culturas, comidas e ideas. Gracias a Whitlam esa realidad se aceptó como “multiculturalismo”.

En 1975, el Gobierno de Whitlam se empezó a tambalear, afectado por altos niveles de inflación y escándalos varios. A finales de año, fue destituido de forma controvertida por el gobernador general, el representante de la reina en Australia. Pero sus sucesores dieron continuidad al impulso de las reformas sociales de Whitlam. Los derechos territoriales de los indígenas crecieron, desde 1970 aumentó la inmigración asiática, y el multiculturalismo se convirtió en ortodoxia. Además, China y Japón reemplazaron a Europa como principal socio comercial; el futuro económico de Australia estaba en Asia.

Nuevos retos

Hoy Australia se enfrenta a nuevos desafíos. En la década de 1970 el país empezó a desmantelar la estructura proteccionista. Una nueva eficiencia aportó una nueva prosperidad. Al mismo tiempo, los salarios, las condiciones de trabajo, que en tiempos estaban protegidos por un tribunal independiente, se volvieron más vulnerables conforme el igualitarismo daba paso a la competencia. Tras dos siglos de desarrollo, la presión ejercida sobre el medioambiente empezó a hacerse patente en el suministro de agua, los bosques, el suelo, la calidad del aire y los mares.

Con el conservador John Howard, el segundo primer ministro que más tiempo estuvo en el cargo en Australia (1996-2007), el país se acercó más que nunca a EE UU y participó en la Guerra de Irak. El duro trato del Gobierno a los solicitantes de asilo, su rechazo a admitir la realidad del cambio climático, las reformas antisindicales y la falta de empatía con los aborígenes del primer ministro consternaron a los australianos más liberales. Pero Howard presidió un período de crecimiento económico que hizo hincapié en los valores de la independencia y le procuró un apoyo continuo en el interior del país.

En el 2007 el Partido Laborista de Kevin Rudd, un ex diplomático que inmediatamente hizo pública una disculpa formal ante los aborígenes por las injusticias que habían sufrido en los dos siglos anteriores, derrotó a Howard. A pesar de prometer amplias reformas en medio ambiente y educación, el Gobierno de Rudd tuvo que enfrentarse a una crisis cuando la economía mundial se hundió en el 2008; algo que, en el 2010, le costó el cargo. La nueva primera ministra, Julia Gillard, junto con otros líderes mundiales, se enfrentó a tres desafíos relacionados entre sí: el cambio climático, la disminución del suministro de petróleo y una economía en desaceleración. Ese difícil panorama, su decreciente popularidad y la continua exigencia de que Rudd volviera a ocupar su cargo derrocaron a Gillard y rehabilitaron a Rudd en el 2013. Apenas tres meses más tarde, Rudd perdió las elecciones federales del 2013, derrotado por Tony Abbott, de la Coalición Liberal Nacional. Abbot perdería una votación por el liderazgo de su partido en el 2015; Malcolm Turnbull, el ganador y su compañero en el Partido Liberal, pasó entonces a ocupar la jefatura del Gobierno.

 

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