Cuando llegaron los exploradores europeos en el s. XVI, estas tierras eran el hogar de más de 100 000 nativos americanos. Los conquistadores y sacerdotes españoles se adentraron en busca de una legendaria ‘ciudad de oro’ antes de crear misiones católicas y presidios. Tras independizarse de España, México gobernó California hasta su derrota por los bisoños EE UU, justo antes de descubrirse oro allí, en 1848. Desde entonces, olas de soñadores deslumbrados por California han llegado a esta orilla del Pacífico.
Hace milenios que llegan inmigrantes a California. Varios enclaves arqueológicos, desde grandes yacimientos de caracolas hasta zonas de fogatas en las Channel Islands, evidencian asentamientos humanos ya hace 13 000 años.
Los nativos californianos hablaban unas 100 lenguas y en su mayoría vivían en pequeñas comunidades; algunos migraban con las estaciones. Su dieta se basaba en bellotas, complementadas por pequeños animales, como conejos y ciervos, además de pescado y marisco. Eran hábiles artesanos, hacían ollas de loza, redes de pesca, arcos, flechas y lanzas con puntas de piedra astilladas. Muchas tribus desarrollaron la habilidad de tejer cestas con hierba y briznas de plantas, decoradas con motivos geométricos, y algunas tan ceñidas que podían cargar agua.
Las comunidades pesqueras de la costa norte, como los ohlone, los miwok y los pomo, construían casas redondas subterráneas y cabañas de sudar, donde celebraban ceremonias, narraban historias y apostaban. Entre los cazadores del norte estaban los hupa, los karok y los wiyot, que tenían casas grandes y piraguas de madera de secuoya, mientras que los modoc vivían en tipis de verano y refugios de invierno; y todos buscaban salmones en su época de remonte de los ríos. Las aldeas kumeyaay y chumash salpicaban la costa central, donde las tribus pescaban y remaban en canoas incluso hasta las Channel Islands. Más al sur, los mojave, los yuma y los cahuilla elaboraban cerámica sofisticada y desarrollaron sistemas de riego para cultivar en el desierto.
Cuando el capitán marino inglés sir Francis Drake arribó a una zona miwok al norte de San Francisco en 1579, los nativos creyeron que eran los muertos que regresaban del más allá, y los chamanes vieron en ello un anuncio del apocalipsis. Los augurios no se equivocaban tanto: un siglo después de la llegada de los colonos españoles en 1769, los indígenas de California se verían diezmados en un 80%, hasta solo 20 000 personas por enfermedades ajenas, trabajos forzados, violencia, hambre y choque cultural.
En el s. XVIII, mientras los tramperos rusos e ingleses empezaban a comerciar con valiosas pieles de Alta California, España ideó un plan de colonización. Por la gloria de Dios y de las arcas tributarias de España, se levantaban misiones en toda California, que a los 10 años pasarían a estar al mando de los conversos locales. El quijotesco oficial español José de Gálvez, de México, dio su consentimiento; tenía otros grandes proyectos, como controlar Baja California.
Casi inmediatamente después de su aprobación en 1769, el plan misionero empezó a fallar. El franciscano fray Junípero Serra y el capitán Gaspar de Portolá viajaron por tierra para fundar la Misión San Diego de Alcalá en 1769, pero tan solo la mitad de los marineros de sus barcos de avituallamiento sobrevivieron. Portolá había oído hablar de una mítica ensenada al norte, pero como no pudo reconocer la bahía de Monterey en medio de la niebla, desistió de su empeño y regresó.
Sin embargo, fray Junípero Serra no cedió y recabó apoyos para establecer presidios (puestos militares) junto a las misiones. Si los soldados no recibían sus pagas, se dedicaban a saquear las comunidades cercanas. El clero se oponía a tratar así a posibles conversos, pero dependía de los soldados para reclutar mano de obra para las misiones. A cambio del trabajo forzado, los nativos recibían una comida al día y un sitio en el Reino de Dios (que no tardaron en ocupar a causa de las enfermedades traídas por los españoles, como la viruela y la sífilis).
Como era de esperar, las tribus indígenas se rebelaban a menudo. Pese a ello, las misiones tuvieron cierto éxito con la agricultura y, en consecuencia, con cierta autosuficiencia, pero como medio para colonizar California y convertir a los indígenas fracasaron. La población española era pequeña, a los intrusos extranjeros no los disuadían bien y, al final, morían más nativos de los que se convertían.
España perdió California con la Guerra de Independencia de México (1810-1821). Mientras las misiones tuvieran los mejores pastos, los rancheros no podían competir en el mercado del cuero y el sebo (para jabón). Pero los colonos españoles, mexicanos y estadounidenses casados con nativas californianas formaban entonces ya un nutrido electorado y, juntos, estos ‘californianos’ convencieron a México para que secularizara las misiones en 1834.
Los californianos no tardaron en obtener los títulos de propiedad sobre las misiones. Como solo unas pocas docenas de ellos sabían leer, las disputas fronterizas se solventaban por la fuerza. Por ley, la mitad de las tierras debían destinarse a los nativos que trabajaban en las misiones, pero muy pocos de estos llegaron a recibir derechos de propiedad.
Vía el matrimonio y de otros vínculos, casi toda la tierra y la riqueza de California pertenecían en 1846 a 46 familias de rancheros. En aquella época, el tamaño de un rancho medio era de 6500 Ha; las casuchas de antaño se convirtieron en elegantes haciendas donde las mujeres permanecían recluidas por las noches. Pero las rancheras (las mujeres poseían algunos ranchos de California) no estaban dispuestas a dejarse dominar.
Entretanto, los estadounidenses llegaban al puesto comercial de Los Ángeles por el Old Spanish Trail (“viejo camino español”). Los puertos septentrionales de Sierra Nevada eran más traicioneros, como descubrió trágicamente en 1846 la expedición Donner.
No obstante, EE UU veía un gran potencial en California, y cuando el presidente Andrew Jackson ofreció al Gobierno mexicano 500 000 US$ por el territorio en 1835, la propuesta fue rechazada. Después de que EE UU se anexionara la mexicana Texas en 1845, México rompió relaciones diplomáticas y ordenó deportar a todos los extranjeros sin papeles de California.
La guerra entre México y EE UU se declaró en 1846 y duró dos años, aunque se libraron escasos combates en California. Las hostilidades terminaron con el Tratado de Guadalupe Hidalgo, por el que México perdía gran parte de su territorio norte (incluida Alta California) a EE UU. Pura suerte: pocas semanas después se descubrió oro.
Todo comenzó con un farol. Sam Brannan, especulador inmobiliario, mormón no practicante y editor de un tabloide, buscaba desprenderse de unos pantanales en 1848 cuando oyó rumores de que habían encontrado pepitas de oro cerca de Sutter’s Mill, en las estribaciones de Sierra Nevada. En la creencia de que esta noticia le ayudaría a vender periódicos y elevaría el valor del suelo, Brannan publicó el rumor como cierto.
En un principio, la historia de Brannan no generó gran entusiasmo; ya había aflorado oro en el sur de California en 1775. Así que difundió otra historia, ahora verificada por trabajadores mormones de Sutter’s Mill que le habían obligado a guardar el secreto. Brannan, por lo que parece, cumplió su palabra corriendo por las calles de San Francisco y exhibiendo el oro que le había sido confiado como diezmo al grito de: “¡Oro en el American River!”.
Otros periódicos tampoco se molestaron en comprobar los hechos y no tardaron en publicar historias sobre oro cerca de San Francisco. En 1850, año en que California solicitó su admisión como 31º estado de la Unión, la población foránea se había disparado de 15 000 a 93 000. Los primeros en llegar de todo el país y del mundo bateaban codo con codo, dormían en espacios pequeños, bebían vino de elaboración local y se alimentaban de comida china al wok, y cuando hacían fortuna, pedían una hangtown fry (tortilla con bacón y ostras).
Con cada oleada de recién llegados, los beneficios caían y se complicaban los hallazgos. En 1848, los buscadores ganaban el equivalente a unos 300 000 US$ de hoy; para 1849, la mitad, y en 1865, solo 35 000 US$. Cuando el oro en superficie escaseó, se recurrió al pico, la pala y la dinamita en las montañas. El trabajo era agotador y peligroso, la vida en los fríos y sucios campamentos mineros, carísima, y la escasez de médicos hacía que las heridas fuesen a menudo letales. Solo había una mujer por cada 4000 hombres en algunos campamentos, y muchos pagaban por compañía, alcohol y opio para consolarse.
Los buscadores de oro más afortunados fueron los que llegaron y se marcharon pronto. Quienes se quedaron mucho tiempo perdieron fortunas en busca de la siguiente pepita o fueron blanco de resentimientos. Los peruanos y chilenos que habían tenido éxito fueron acosados y se les denegaron las renovaciones de sus títulos mineros; la mayoría dejó California en 1855. A los peones nativos que ayudaron a los mineros a enriquecerse les pasó lo mismo, como a los chinos, aunque estos abrieron negocios de servicios que sobrevivieron a la quiebra minera. Entretanto, los delitos solían atribuirse a los australianos. El autoproclamado Comité de Vigilancia de San Francisco, creado en 1851, juzgó, condenó, linchó y deportó a la panda Sydney Ducks; cuando ese año empezó otra Fiebre del Oro en Australia, muchos volvieron diligentes a casa.
Las rivalidades entre etnias nublaron la competencia real, que no eran los compañeros, sino quienes controlaban los medios de producción: los barones del robo de California. Estos especuladores hicieron acopio del capital y la maquinaria industrial necesarios para la minería subterránea. Con su industrialización, se necesitaba menos mano de obra y los buscadores sin trabajo dirigieron su ira a un objetivo muy fácil: los chinos, que en 1960 eran el segundo grupo de población más grande de California, después de los mexicanos. Las leyes discriminatorias californianas que restringían la vivienda, el empleo y la nacionalidad a todos los nacidos en China quedaron reforzadas por la Ley de Exclusión China de 1882, vigente hasta 1943.
Estas leyes sirvieron a las necesidades de los barones del robo, que precisaban mano de obra barata para que el ferrocarril llegara hasta sus concesiones y los mercados de la Costa Este. Para horadar túneles a través de Sierra Nevada, los trabajadores eran bajados en cestos de mimbre por paredes verticales, colocaban cartuchos de dinamita encendidos en las hendiduras de las rocas y tiraban con rapidez de la cuerda para que los izaran. Los que sobrevivían a la jornada eran confinados en barracones con guardas armados en frías y apartadas regiones montañosas. Con pocas alternativas de empleo legal, se calcula que unos 12 000 trabajadores chinos perforaron Sierra Nevada, hasta encontrarse en 1869 con el extremo del ferrocarril transcontinental que se tendía hacia el oeste.
Durante la Guerra de Secesión (1861-1865), California no podía contar con los envíos de víveres procedentes de la Costa Este, por lo que empezó a cultivarlos. Con una propaganda desvergonzaba, California reclutó a hacendados del Medio Oeste para sembrar el Valle Central. “Hectáreas de tierras del Gobierno sin ocupar… para un millón de agricultores… salud y riqueza sin ciclones ni tormentas”, proclamaba un cartel promocional, que no mencionaba los terremotos ni las luchas por las tierras con los rancheros y los nativos. Más de 120 000 hacendados llegaron a California en las décadas de 1870 y 1880.
Estos se encontraron con los estragos que había dejado la minería del oro: montañas destripadas, vegetación, arrasada, arroyos colmatados y vertidos de mercurio en el agua. El cólera se extendió por las alcantarillas de los campamentos, mal drenadas, y se cobró muchas vidas; los hallazgos de menor importancia en las montañas del sur de California desviaron unos arroyos indispensables para los secos valles meridionales. Como las concesiones mineras otorgadas por el Gobierno se beneficiaban de sustanciosas exenciones fiscales, los fondos públicos resultaban insuficientes para acometer proyectos de limpieza o de alcantarillado.
Los frustrados agricultores al sur del Big Sur votaron para independizarse de California en 1859, pero el asunto quedó a un lado con la Guerra de Secesión. En 1884, los californianos del sur aprobaron una ley pionera que prohibía los vertidos en los ríos y, con el apoyo de incipientes negocios agropecuarios e inmobiliarios, emitieron bonos para construir acueductos y presas que permitieran la agricultura a gran escala y el desarrollo urbanístico. Llegado el s. XX, el tercio inferior del estado consumía dos tercios del agua disponible, lo cual auspició el deseo de secesión de la California norteña.
Entretanto, Edward Doheny, buscador de oro arruinado y especulador inmobiliario fracasado, descubrió petróleo en el centro de Los Ángeles, cerca del actual estadio de los Dodger, lo que marcó el inicio del gran boom petrolífero. Al cabo de un año generaba 40 barriles diarios y cinco años después había 500 pozos en activo en el sur de California. Para finales de la década, el estado producía cuatro millones de barriles de oro negro al año. El centro de Los Ángeles creció en torno al pozo de Doheny, y en 1900 ya era un núcleo industrial con más de 100 000 habitantes.
Mientras el bucólico sur de California se urbanizaba, los californianos del norte, testigos de la devastación medioambiental por la minería y la explotación forestal, iniciaron el primer movimiento ecologista del país. John Muir, naturalista de Sierra Nevada, escritor lírico y agricultor del área de la bahía de San Francisco, fundó el Sierra Club en 1892. Contra las enérgicas objeciones de Muir, se construyeron presas y oleoductos para beneficiar a las comunidades de los desiertos y costeras, como el embalse de Hetch Hetchy en Yosemite, que suministra agua a la zona de la bahía. En un territorio propenso a las sequías, aún arrecian las tensiones entre los explotadores de las tierras y los ecologistas.
El gran terremoto y el incendio que asolaron San Francisco en 1906 supusieron un punto de inflexión para California. Con los fondos públicos destinados a las cañerías principales y las bocas de riego desviados por los políticos corruptos, solo había una fuente de agua en toda San Francisco. Cuando se disipó el humo, una cosa quedó clara: era el momento de domar el Salvaje Oeste.
Mientras San Francisco se reconstruía a un ritmo de 15 edificios al día, los políticos reformistas se pusieron a trabajar en políticas municipales, estatales y nacionales, punto por punto. Los californianos preocupados por la salud pública y la trata de blancas presionaron para que se aprobase la Red Light Abatement Act de 1914, que cerró los burdeles del estado. La Revolución mexicana trajo entre 1910 y 1921 una nueva oleada de inmigrantes y de ideas revolucionarias, entre ellas el orgullo étnico y la solidaridad obrera. Con el crecimiento de los puertos de California, los sindicatos de estibadores protagonizaron una histórica huelga de 83 días en 1934 por toda la Costa Oeste que desembocó en unas condiciones de trabajo más seguras y un salario justo.
En el momento álgido de la Gran Depresión, en 1935, unas 200 000 familias de agricultores huyeron de las Grandes Llanuras, azotadas por la sequía del Bust Bowl, a California para hallar salarios escasos y unas condiciones de trabajo deplorables. Los artistas de California alertaron al ciudadano medio estadounidense sobre tales penurias, y la nación entera se congregó en torno a las fotografías de Dorothea Lange de familias hambrientas y al desgarrador relato de John Steinbeck Las uvas de la ira, de 1939. El libro se prohibió en muchos sitios, mientras que respecto a la versión cinematográfica de 1940, su protagonista Henry Fonda y el propio Steinbeck fueron acusados de comunistas. Pese a todo, logró el apoyo para los trabajadores del campo, lo que sentó las bases para la creación del sindicato United Farm Workers.
La población activa de California cambió para siempre durante la II Guerra Mundial, cuando se reclutó a mujeres y a afroamericanos para las industrias bélicas y se trajo a trabajadores mexicanos para cubrir la demanda de mano de obra. Los contratos en las comunicaciones militares y la aviación congregaron a una élite internacional de ingenieros, que lanzaron la industria de la alta tecnología. Una década después de la II Guerra Mundial, la población de California había crecido casi un 40% y superaba los 13 millones.
A principios del s. XX, la mayor exportación de California era la imagen de sol y salud que proyectaba al mundo a través del cine. El sur de California se convirtió en un lugar idóneo para rodar por su sol constante y variedad paisajística, aunque su papel se limitaba a remedar escenarios más exóticos y como telón de fondo a producciones de época como La quimera del oro (1925), de Charlie Chaplin. Poco a poco, California chupó más cámara en películas y series de TV icónicas, con sus palmeras y playas soleadas. Con el poder de Hollywood, domeñó su imagen del Salvaje Oeste y adoptó otra más comercial de chicos en la playa y rubias en biquini.
No obstante, los californianos del norte no se veían como extras de Beach Blanket Bingo (1965). Los marinos de la II Guerra Mundial dados de baja por insubordinación y homosexualidad en San Francisco se encontraban como en su casa en los clubes de bebop jazz de North Beach, los cafés bohemios y la librería City Lights. San Francisco se convirtió pronto en la ciudad de la libertad de expresión y del espíritu libertario, y no tardaron en producirse las detenciones: el poeta beat Lawrence Ferlinghetti por publicar el poema de Allen Ginsberg Aullido, el cómico Lenny Bruce por proferir obscenidades en el escenario y Carol Doda por ir en topless. Cuando la CIA utilizó al escritor Ken Kesey para probar drogas psicoactivas destinadas a crear al soldado perfecto, inauguró, sin querer, la era psicodélica. En el “Human Be-In” celebrado en el Golden Gate Park el 14 de enero de 1967, Timothy Leary, gurú de los trips, alentó a una multitud de 20 000 hippies a concebir un nuevo sueño americano y a “turn on, tune in, drop out” (“actívate, sintonízate y despréndete”). Al flower power le siguieron otras revoluciones en la zona de la bahía, como el black power y el orgullo gay.
Aunque entre los años cuarenta y sesenta fue la contracultura del norte de California la más llamativa, la inconformidad en el soleado sur removió los cimientos del país. En 1947, cuando el senador Joseph McCarthy intentaba limpiar de comunistas la industria del cine, a 10 escritores y directores que se negaron tanto a admitir dichas acusaciones como a facilitar nombres se les acusó de desacato al Congreso y se les prohibió trabajar en Hollywood. Sin embargo, la apasionada defensa de la Constitución de EE UU hecha por los Diez de Hollywood se escuchó en todo el país y, pese a todo, grandes figuras de Hollywood contrataron a talentos de la “lista negra”. Por fin, la justicia puso fin al macartismo a finales de la década de 1950.
La imagen de paraíso playero (y la industria petrolera) cambiaria definitivamente no por gracia de los directores de Hollywood, sino por los bañistas de Santa Bárbara. El 28 de enero de 1969, una plataforma petrolífera vertió 100 000 barriles de crudo al canal de Santa Bárbara, causando la muerte de delfines, focas y miles de aves. Contra todo pronóstico, aquella relajada comunidad playera organizó una protesta muy eficaz, que impulsó la creación de la US Environmental Protection Agency y la California Coastal Commission, además de la aprobación de importantes leyes estatales y nacionales contra la contaminación ambiental.
Cuando Silicon Valley presentó el primer ordenador personal en 1968, los anuncios proclamaban que la ‘ligera’ máquina de Hewlett-Packard (18 kg) podía resolver raíces de un polinomio de quinto grado, funciones de Bessel, integrales elípticas y análisis de regresión por tan solo 4900 US$ (más de 33 000 US$ actuales). Los consumidores no sabían qué hacer con los ordenadores, pero en su Whole Earth Catalog de 1969, el escritor Stewart Brand explicó que la tecnología empleada por los gobiernos otorgaría poder a la gente corriente. Con esta esperanza, Steve Jobs, de 21 años, y Steve Wozniak presentaron el Apple II en la Feria de Informática de la Costa Oeste en 1977, con 4 KB de memoria RAM y un microprocesador de 1 MHz. Pero la pregunta persistía: ¿qué iba a hacer la gente con todo ese poder informático?
A mediados de la década de 1990 floreció en Silicon Valley toda una industria de las puntocom; de pronto, la gente pudo acceder a todo (correo, noticias, política, comida para animales y sexo) en línea. Pero cuando ya no hubo beneficios de las puntocom, los fondos de capital riesgo se secaron y las fortunas en opciones financieras desaparecieron al estallar la burbuja de las puntocom y desplomarse el NASDAQ el 10 de marzo del 2000. De la noche a la mañana, vicepresidentes de 26 años y trabajadores del sector servicios de la bahía de San Francisco se encontraron sin trabajo. No obstante, conforme los usuarios buscaban más información en miles de millones de páginas web, se produjo un auge de los buscadores y los medios de comunicación social.
Por su parte, la industria de la biotecnología también despegaba. En 1976 se fundó en la zona de la bahía de San Francisco una empresa llamada Genentech, que se afanó en clonar insulina humana y presentar la vacuna para la hepatitis B. En el 2004, los votantes de California aprobaron unos bonos públicos por 3000 millones de US$ para la investigación con células madre, y en el 2008 California era el mayor proveedor de fondos en EE UU para dichas investigaciones, además del centro del nuevo índice de biotecnología del NASDAQ. Y seguro que a California le irá bien en sus futuros grandes planes, sin importar lo excéntricos que suenen al principio.