Con una cultura indígena que nació hacia el 12 000 a.C., seguida mucho después por sus primeros años como colonia inglesa en el s. xvi y por las exploraciones y asentamientos españoles en gran parte del sur, hasta llegar a potencia mundial en el s. xx, la historia estadounidense ha sido muy movida. La guerra contra los ingleses, la expansión al Oeste, la esclavitud y su abolición, la Guerra de Secesión y la reconstrucción, la Gran Depresión, el auge de postguerra y los recientes conflictos del s. xxi… Todo ello ha sido clave en la formación de la complicada identidad nacional.
Entre las civilizaciones precolombinas más importantes de lo que hoy es EE UU se encuentra la llamada cultura de los montículos, que habitó en los valles de los ríos Ohio y Misisipi entre los años 3000 a.C. y 1200 d.C. Las enigmáticas montañas de tierra que dejó a su paso eran tumbas de sus líderes y posiblemente también estuvieran dedicadas a sus dioses. El yacimiento de Cahokia, en Illinois, fue en su día una metrópolis habitada por 20 000 personas, la mayor población de la Norteamérica precolombina. En todo el este de EE UU se pueden ver montículos parecidos, entre ellos varios en la Natchez Trace (Misisipi).
Cuando llegaron los primeros europeos, en la zona vivían varios grupos amerindios, como los wampanoag en Nueva Inglaterra, los calusa en el sur de Florida y los shawnee en Illinois. Dos siglos más tarde habían desaparecido. Los europeos dejaron enfermedades a su paso para las que los indios no estaban inmunizados. Las epidemias causaron más estragos que la guerra, la esclavitud o el hambre, devastando la población nativa en un 50-90%.
En 1492 Cristóbal Colón llegó a las costas de lo que hoy son las Bahamas. Muchos otros le siguieron. Buena parte del sur y el suroeste de lo que hoy es EE UU fue explorada por españoles como Ponce de León o Álvar Núñez Cabeza de Vaca. Los franceses se centraron en Canadá y Nueva Inglaterra, mientras que los holandeses y los ingleses recorrían la costa noreste.
La primera ciudad fundada por los europeos en lo que hoy es EE UU fue San Agustín, hoy Saint Agustine, en Florida, donde los españoles se instalaron en 1565; es la población habitada continuamente más antigua del país. En 1607, un grupo de ingleses fundó Jamestown, más al norte, el primer emplazamiento angloamericano permanente. Las colonias inglesas anteriores habían acabado mal y Jamestown casi tuvo la misma suerte: sus habitantes tuvieron la brillante idea de instalarse en una zona pantanosa y plantaron sus cosechas tarde y mal. Pronto empezaron a sufrir hambre y enfermedades; si no llega a ser por los indígenas de la zona, que les ayudaron, todos habrían muerto.
1619 sería un año vital para Jamestown y para el futuro de la región. La colonia estableció una asamblea representativa de ciudadanos que decidirían las leyes locales. Ese mismo año llegó el primer barco negrero, con 20 esclavos africanos. En 1620 un grupo de religiosos puritanos desembarcó en lo que luego sería Plymouth, Massachusetts. Los peregrinos huían de la persecución religiosa en Inglaterra y vieron en el Nuevo Mundo una oportunidad divina para crear una sociedad que fuera un ejemplo moral y religioso. Para ello, firmaron el Pacto del Mayflower, uno de los textos fundacionales de la democracia nacional, para gobernarse por consenso.
Durante los dos siglos siguientes, las potencias europeas se enfrentaron por toda Norteamérica, desde las Antillas hasta Canadá. Con el paulatino dominio de la Marina Real británica sobre el Atlántico, Inglaterra empezó a beneficiarse de sus colonias y a cosechar pingües beneficios con sus productos: tabaco de Virginia, azúcar y café del Caribe. Durante los ss. xvii-xviii se fue legalizando paulatinamente la esclavitud en las Américas hasta convertirse en la base de la economía de plantación. A principios del s. xix, una de cada cinco personas era esclava.
Mientras tanto, Gran Bretaña dejó que los colonos se gobernaran solos. Se extendieron las asambleas representativas, en las que los ciudadanos (es decir, los hombres blancos con suficiente riqueza) debatían problemas comunitarios y votaban sobre leyes e impuestos. Al terminar la Guerra de los Siete Años en 1763, Gran Bretaña empezaba a notar la presión de dirigir un imperio; llevaba un siglo luchando contra Francia y España, y tenía colonias esparcidas por todo el mundo. Había llegado el momento de recaudar más fondos.
Obviamente, las colonias se quejaron de las nuevas leyes y del aumento de los impuestos. La tensión estalló con el Motín del Té de Boston, en 1773. Gran Bretaña reaccionó con mano dura, cerrando el puerto de la ciudad y aumentando su presencia militar. En 1774 representantes de las 12 colonias americanas celebraron el Primer Congreso Continental en el Independencia Hall de Filadelfia para poner en común sus quejas y prepararse para una guerra inevitable.
En abril de 1775 las tropas británicas se enfrentaron a colonos armados en Massachusetts, que estaban listos para el combate gracias al famoso aviso de Paul Revere. Así empezó la Guerra de la Independencia. George Washington, un rico agricultor esclavista de Virginia, fue elegido para liderar el ejército rebelde. El problema era que a Washington le faltaba pólvora y dinero (los colonos eran reacios a pagar impuestos incluso para su propio ejército) y sus tropas eran un caterva heterogénea y mal armada de granjeros, cazadores y mercaderes; algunos desertaban y volvían a su trabajo por falta de paga. Por contra, los casacas rojas británicos formaban parte del ejército más poderoso del mundo. El inexperto general Washington se vio obligado a improvisar, a veces retirándose prudentemente, a veces lanzando ataques furtivos y de dudosa ética. Con todo, durante el invierno de 1777-1778, el ejército americano se refugió, presa del desánimo y el hambre, en Valley Forge, Pensilvania.
Mientras tanto, el Segundo Congreso Continental intentaba concretar los motivos por los que se estaba luchando. En enero de 1776, Thomas Paine publicó su popular ensayo Sentido común, en el que defendía apasionadamente la independencia de Inglaterra. Pronto, la idea empezó a parecer no solo lógica, sino noble y necesaria. El 4 de julio de 1776 se firmó la Declaración de Independencia, escrita en gran parte por Thomas Jefferson. El documento era una declaración universal de derechos individuales y gobierno republicano.
Sobre el papel todo era muy bonito, pero para triunfar, el general Washington necesitaba ayuda. En 1778 Benjamin Franklin convenció a Francia (siempre dispuesta a enfrentarse con Inglaterra) para que se aliara con los rebeldes. Francia proporcionó las tropas, armamento y barcos que contribuyeron a la victoria. Los británicos se rindieron en Yorktown, Virginia, en 1781. Dos años más tarde se firmaba el Tratado de París, que reconocía formalmente la existencia de los Estados Unidos de América. Al principio, el país era una confederación de estados díscolos y contenciosos que poco tenían de unidos. Los fundadores volvieron a encontrarse en Filadelfia en 1787 y redactaron una nueva Constitución, una versión mejorada en la que se asignaba el gobierno del país a un centro federal más fuerte, con controles y contrapesos entre sus tres brazos principales. Para evitar el abuso del poder centralizado, en 1791se aprobó una Declaración de Derechos.
Por muy radical que fuera, la Constitución también preservaba el statu quo económico y social. Los ricos terratenientes conservaban sus propiedades, lo cual incluía sus esclavos. Los indios, por supuesto, quedaban completamente excluidos de la nación y las mujeres, de la política. Algunas de estas obvias injusticias fueron resultado de concesiones pragmáticas, por ejemplo para contar con el apoyo de los estados del Sur, que se basaban en la esclavitud, pero también reflejaban la mentalidad dominante.
A principios del s. xix reinaba el optimismo en la joven nación. Se estaba industrializando la agricultura y crecía el comercio. En 1803 Thomas Jefferson compró a Napoleón Bonaparte Luisiana, incluida Nueva Orleans. EE UU ocupaba ya toda la franja al este del Misisipi hasta la costa atlántica. Había llegado el momento de conquistar el Oeste.
A pesar del intenso comercio, las relaciones entre EE UU y Gran Bretaña seguían siendo tensas. En 1812 EE UU volvió a declarar la guerra a Inglaterra. Fue un conflicto de dos años que terminó sin demasiadas ganancias para ninguno de los bandos.
En las décadas de 1830 y 1840 creció el fervor nacionalista y los sueños de expansión continental. Muchos estadounidenses creían que era su “destino manifiesto” hacerse con todas las tierras de Norteamérica. La Indian Removal Act (1830) se redactó como excusa para expulsar a los indígenas de sus territorios inmediatamente al oeste del Misisipi. Por supuesto, la mayoría se negó a irse. El Gobierno les amenazó e intentó sobornarles, pero como esto tampoco funcionó, recurrió a las armas. Mientras tanto, la construcción del ferrocarril conectaba el Medio Oeste y el Oeste con los mercados de la costa este.
Aunque el destino de los indios no le importara a nadie, el de otra raza sí planteaba dudas morales. El debate sobre la abolición o el mantenimiento de la esclavitud fue un punto sin retorno para el futuro del país.
La Constitución no abolió la esclavitud, pero daba al Congreso la capacidad de permitirla o no en los nuevos estados. Hubo debates públicos constantes sobre la cuestión, especialmente porque en ella se basaba el equilibrio económico entre el norte industrial y el sur agrario.
Desde su fundación, los políticos del Sur dominaron el gobierno y defendieron la esclavitud como algo “normal y natural”, lo que un editorial del New York Times de 1856 calificó de “locura”. El factor económico de la esclavitud era indiscutible. En 1860 había más de cuatro millones de esclavos en EE UU. La mayoría en las plantaciones sureñas, donde se producía el 75% del algodón del mundo, que suponía más de la mitad de las exportaciones del país. La economía sureña era uno de los pilares del país y para que fuera rentable se necesitaban esclavos. Las elecciones presidenciales de 1860 se convirtieron en un referéndum sobre este tema. Ganó un joven político de Illinois que estaba a favor de limitar la esclavitud: Abraham Lincoln.
La contienda empezó en abril de 1861, cuando la Confederación atacó el fuerte Sumter de Charleston (Carolina del Sur), y duró cuatro años. Fue el enfrentamiento más espantoso que había conocido el mundo hasta entonces, con un balance total de 600 000 muertos (una generación entera de jóvenes). Las plantaciones y las ciudades del Sur fueron saqueadas y quemadas (especialmente Atlanta). El poder industrial del norte resultó decisivo, pero la victoria no fue fácil; tuvo que lucharse batalla a batalla.
A medida que avanzaba la guerra, Lincoln comprendió que si no acababa completamente con la esclavitud, la victoria sería inútil. Su Proclamación de Emancipación de 1863 amplió los objetivos de la guerra y liberó a todos los esclavos. En abril de 1865, el general confederado Robert E. Lee se rindió ante el unionista Ulysses S. Grant en Appomattox, Virginia. Se había mantenido la Unión, pero a un alto coste.
En octubre de 1929 los inversores, preocupados ante un panorama económico global muy sombrío, empezaron a vender acciones. Viendo que los demás vendían, todo el mundo entró en pánico hasta haberlo vendido todo. Se hundió la bolsa y la economía de EE UU se vino abajo como un castillo de naipes.
Así empezó la Gran Depresión. Los bancos, asustados, exigieron el reembolso de sus préstamos. La gente no podía pagar y los bancos también se derrumbaron. Millones de personas perdieron sus ahorros y luego, sus hogares, granjas y empresas. En 1932, el demócrata Franklin D. Roosevelt fue elegido presidente bajo la promesa de un New Deal (“nuevo acuerdo”) para rescatar el país. Lo hizo, con un éxito abrumador. Cuando en 1939 volvió a estallar la guerra en Europa, el sentimiento aislacionista del país era más fuerte que nunca. Sin embargo, el popular presidente Roosevelt, que en 1940 fue elegido por tercera vez consecutiva (algo sin precedentes), comprendió que EE UU no podía permitir la victoria de un régimen fascista. Roosevelt envió ayuda a Gran Bretaña y logró convencer a un Congreso reticente.
El 7 de diciembre de 1941, Japón lanzó un ataque sorpresa a Pearl Harbor (Hawái). Murieron más de 2000 estadounidenses y se hundieron varios barcos. De la noche a la mañana, el aislacionismo de EE UU se transformó en indignación. De repente, Roosevelt tenía todo el apoyo que necesitaba. Alemania también declaró la guerra a EE UU, que se unió a los Aliados contra Hitler y el Eje.
La guerra duró dos años más, tanto en Europa como en el Pacífico. Los Aliados dieron el golpe de gracia a Alemania con el desembarco del Día D en Francia, el 6 de junio de 1944. Alemania se rindió en mayo de 1945, pero Japón siguió luchando. El recién elegido presidente Harry Truman decidió zanjar la cuestión con una nueva bomba, fruto de una investigación alto secreto llamada “Proyecto Manhattan”. En agosto de 1945 dos ojivas atómicas arrasaron Hiroshima y Nagasaki, causando más de 200 000 muertes. Japón se rindió unos días más tarde. Había empezado la era nuclear.
El país gozó de una prosperidad sin precedentes en las décadas que siguieron a la II Guerra Mundial, pero no en paz. La Unión Soviética comunista y los EE UU capitalistas, a pesar de haber sido aliados en la guerra, competían por el control global. Las dos superpotencias se enfrentaron en dos guerras subsidiarias: la de Corea (1950-1953) y la de Vietnam (1954-1975). Lo que evitaba un enfrentamiento directo era la amenaza mutua de aniquilación nuclear.
Como las guerras se libraban lejos de casa y la industria prosperaba, el país vivió un período de plenitud. En la década de 1950 se vivió una época de migración en masa de las ciudades del interior hacia las afueras, donde se construyeron montones de casas unifamiliares a buen precio. Los estadounidenses conducían coches baratos que consumían gasolina barata por nuevas carreteras interestatales. Se relajaban con la televisión y con las comodidades de la tecnología moderna, y se produjo un baby boom. Al menos entre los blancos de clase media. Los afroamericanos seguían segregados, pobres y excluidos de la fiesta. Los indios, por supuesto, seguían siendo invisibles. La SCLC (Conferencia Sur de Liderazgo Cristiano), liderada por el predicador Martin Luther King Jr., intentó acabar con la segregación y ‘salvar el alma’ de América: conseguir justicia, igualdad racial y oportunidades económicas para todos.
En los años cincuenta, King empezó a predicar y organizó resistencia no violenta a base de boicots, desfiles y sentadas, especialmente en el Sur. Frecuentemente, las autoridades blancas solían reaccionar a estas protestas con mangueras de agua y porras, y las manifestaciones acababan en violencia.
Con la Ley de Derechos Civiles de 1964, los afroamericanos empezaron a beneficiarse de una legislación que acababa con la legislación racista y sentaba las bases para una sociedad más igual y justa.
Los años sesenta fue una década agitada socialmente: el rock and roll generó rebelión adolescente y las drogas provocaron una nueva visión. El presidente John F. Kennedy fue asesinado en Dallas en 1963, seguido por el asesinato de su hermano, el senador Robert Kennedy (en 1968) y de Martin Luther King Jr. (en Memphis). La fe de los estadounidenses en sus líderes y su gobierno tembló ante los bombardeos y brutalidades de la Guerra de Vietnam, retransmitida por televisión, que dio lugar a muchas protestas estudiantiles. El presidente republicano Richard Nixon había sido elegido en 1968 en parte con la promesa de poner un fin ‘honorable’ a la guerra. Pero en lugar de ello, aumentó la presencia militar y bombardeó en secreto Laos y Camboya.
En 1972 estalló el escándalo Watergate cuando se descubrió que el Gobierno estaba espiando al Partido Demócrata. En 1974 Dixon se convirtió en el primer presidente de EE UU en dimitir.
Los tumultuosos años sesenta y setenta también fueron el momento de la revolución sexual, la liberación de la mujer y otros acontecimientos que desafiaban el orden establecido.
En 1969 se produjeron los disturbios de Stonewall en Greenwich Village, Nueva York; los clientes del bar gay Stonewall Inn se rebelaron contra una redada policial. Pedían igualdad de derechos y que acabara de una vez la constante persecución de los homosexuales. El incidente espoleó la aparición de un nuevo movimiento reivindicativo. Unos meses más tarde, Woodstock se convirtió en epítome de la era hippy: paz, amor, LSD y rock and roll.
El gobernador republicano de California, el ex actor Ronald Reagan, se presentó en 1980 a la presidencia con la promesa de hacer que los ciudadanos volvieran a sentirse orgullosos de su país. El afable Reagan ganó fácilmente y su elección marcó un pronunciado desplazamiento a la derecha en la política nacional. Los gastos militares y recortes de impuestos generaron enormes déficits federales, que obstaculizaron la presidencia del sucesor de Reagan, George H. W. Bush. A pesar de ganar la Primera Guerra del Golfo (liberando Kuwait en 1991 tras la invasión iraquí), Bush perdió en las elecciones presidenciales de 1992 ante el demócrata sureño Bill Clinton.
El 11 de septiembre del 2001, unos aviones secuestrados por terroristas islámicos pertenecientes a la organización Al-Qaeda, liderada por Osama Bin Laden, se estrellaron contra el World Trade Center de Nueva York y el Pentágono, en Washington. Este terrible ataque unió a los estadounidenses en el apoyo a su presidente, George W. Bush, cuando prometió venganza y declaró la “guerra contra el terror”. Bush pronto atacó Afganistán en una búsqueda infructuosa de células terroristas. Luego atacó Irak en el 2003 y derrocó a Saddam Hussein, pero dejó al país sumido en el caos y la guerra civil.
En el 2008 el país necesitaba un cambio. Se plasmó en la elección de Barack Obama, su primer presidente afroamericano. Se enfrentaba a un panorama difícil. Económicamente, EE UU vivía la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión: lo que empezó como el estallido de la burbuja inmobiliaria en el 2007 acabó haciendo temblar las principales instituciones financieras. Las guerras de Afganistán e Irak, iniciadas una década antes, mantenían sus secuelas. En el 2011, en una operación secreta aprobada por el presidente Obama, las fuerzas de operaciones especiales irrumpieron en el escondite de Osama Bin Laden en Paquistán y mataron al líder de Al-Qaeda, acabando así con el mayor enemigo público del país.
Tras anunciar sobriamente el ataque, los índices de aprobación de Obama subieron un 11%. Y sin duda el presidente lo necesitaba: la economía seguía en mal estado y el ambicioso paquete de incentivos de 800 000 millones de dólares aprobado por el Congreso en el 2009 no había dado muchos frutos a ojos de los ciudadanos. Aunque los economistas estimaban que estos incentivos suavizaron el golpe de la recesión, que hubiera podido ser mucho más grave. Al final de su primer mandato, sus índices de aprobación se acercaban al 49%.
Ante la perspectiva de pérdida de empleo, hipotecas sobrevaloradas y poca ayuda, millones de estadounidenses se encontraron a la deriva. De esta recesión no se podía salir gastando, como había sugerido el predecesor de Obama. La gente estaba alterada y se reunía en masa para protestar. Esto dio lugar al Tea Party, un movimiento de republicanos conservadores que postulaba que las ayudas gubernamentales destruirían la economía y acabarían con el país.
Pese a la oposición, Obama fue reelegido en el 2012, aunque su retorno a la Casa Blanca generó menos esperanzas e ilusiones. Cuando Obama juró el cargo en el 2013, la tasa de desempleo, que rondaba el 8%, se encontraba al mismo nivel que en su primer mandato, a pesar del crecimiento económico.
En otros frentes, Obama consiguió resultados dispares. Sacó a EE UU del avispero de Irak pero, a pesar de la retirada de las tropas de Oriente Medio, se dispararon las muertes totales de civiles causadas por ataques con drones: según los datos ofrecidos por el Gobierno en el 2016, los drones y otros ataques aéreos durante el mandato de Obama mataron de 64 a 116 civiles, pero según ONG como el Bureau of Investigative Journalism, el número de civiles muertos fue mucho mayor.
Lo que podría haber sido su legado más perdurable, el proyecto de ley de asistencia sanitaria conocida como “Obamacare”, se convirtió en ley en el 2010, pero no se hizo efectivo hasta el 2014 y, con la llegada de la administración Trump, parece que tendrá una vida muy corta. Antes de Trump, los demócratas señalaron que gracias al Obamacare se había conseguido que millones de estadounidenses tuvieran seguro médico, mientras que los republicanos insistían que el programa era un fracaso desde el inicio y citaban menos opciones de cobertura para los consumidores y un aumento de costes para los empresarios.
Cuando Donald J. Trump, magnate inmobiliario y ex presentador del programa de telerrealidad The Apprentice, anunció que se presentaba a la presidencia en junio del 2015 el mundo pensó que era un truco publicitario. Lo que vino a continuación solo puede definirse como circo mediático: la cobertura de la larguísima campaña, que enfrentó a Trump, sin experiencia política, contra Hillary Clinton, ex secretaria de Estado (2009-2013) y ex primera dama, fue implacable. Las frases lapidarias y los insultos gratuitos de Trump destacaron en las primarias republicanas, proporcionando jugosos titulares, mientras que las primarias de los demócratas en seguida se redujeron a Clinton y al candidato populista Bernie Sanders.
En cuanto se anunció que la carrera por la presidencia enfrentaría a Trump contra Clinton dio comienzo una campaña muy conflictiva. Trump se negó a presentar su historial tributario, algo común entre los candidatos a presidente. El 7 de octubre, Access Hollywood filtró una grabación en la que Trump admitía haber abusado de mujeres. En cuanto a Clinton, sus contrincantes recordaron los ataques de Bengasi y sus lazos con Wall Street. Una semana antes de las elecciones, el jefe del FBI, James Comey, alimentó las teorías conspiratorias que rodeaban a Hillary Clinton anunciando al Congreso en una carta que sus correos electrónicos, que guardaba en un servidor privado, en contra de las recomendaciones de seguridad, seguían siendo investigados. Aun así, las encuestas daban una enorme ventaja a Clinton y, la noche de las elecciones, el país se preparó para celebrar la victoria de la primera mujer en llegar a la presidencia de EE UU. Y ciertamente Clinton ganó el voto popular, pero el sistema electoral la condenó. El 9 de noviembre admitió la derrota con un emocionante discurso en el que recordó “a todas las niñas que hoy ven esto, no dudéis de vuestra valía y vuestra fuerza porque os merecéis todas las oportunidades del mundo para perseguir y conseguir vuestros sueños”.
En su discurso tras la victoria, Trump declaró: “Seré el presidente de todos los estadounidenses”, aunque muchos no tienen claro cuál es su definición de estadounidense. De hecho, la incertidumbre parece ser el rasgo distintivo de la presidencia Trump. Durante sus 100 primeros días, la Administración ha estado rodeada de escándalos y polémicas en las que la integridad democrática del país se ha puesto en duda a causa de los conflictos de intereses entre lo público y lo privado. El paisaje sociopolítico ha estado marcado por las continuas manifestaciones, empezando por la Marcha de las Mujeres al día siguiente de la investidura, la mayor manifestación de un solo día de la historia de EE UU, con una participación de cuatro millones de personas en 653 ciudades de todo el país.
Los medios de comunicación de todo el mundo han hablado mucho sobre el uso inmediato e indiscriminado de Trump de su derecho a aprobar órdenes ejecutivas, lo que permite al presidente saltarse al Congreso para fijar políticas. En su primer día Trump firmó la primera, para debilitar la ley de salud de Obama.
Las órdenes ejecutivas existen para permitir al presidente actuar con rapidez en caso de guerra o crisis. Su autoridad, respaldada por la fuerza del procedimiento jurídico, está definida por la Constitución. Cuando un presidente firma una orden ejecutiva obliga a que las agencias federales (todas las ramas del Gobierno) destinen inmediatamente sus recursos de una manera específica. La anulación de una orden ejecutiva es muy lenta y tiene que pasar por el Congreso y por un procedimiento judicial.
Trump no es el primer presidente en usar estas órdenes para aprobar algo que suele hacerse a través de la legislación normal. Por ejemplo, Obama firmó órdenes para aumentar en 3 US$ el salario mínimo de los trabajadores federales y para detener la deportación de miles de inmigrantes ilegales llegados a EE UU cuando eran menores de edad. Pero la rapidez con la que Trump ha aprovechado esta política y la manera en que la ha desplegado ha aumentado las tensiones.