Los coreanos comparten una historia ininterrumpida en el mismo territorio que se remonta miles de años atrás. La península actual, dividida políticamente, es un reflejo de épocas remotas como el período de los Tres Reinos (57 a.C.-668), durante el cual las dinastías Goguryeo, Silla y Baekje compitieron por el control de un dominio que se adentraba en Manchuria. La relación de Corea con poderosos vecinos como China y Japón ha condicionado tradicionalmente su destino, mientras que los vínculos con Occidente añaden aún más complejidad a la conciencia nacional.
La nación coreana nació supuestamente el III milenio a.C., cuando el mítico rey Dangun fundó la dinastía Joseon (o Choson), que sigue siendo el nombre del país en Corea del Norte (y el empleado por China: Cháoxiǎn). Los surcoreanos, por su parte, prefieren el término Daehanminguk (Hánguó en chino), que data de la década de 1890.
Real o no, Dangun ha sido una presencia constante desde su época hasta el presente; una regia tierra repleta de pueblos diversos en épocas distintas que obtuvo su legitimidad de este imperecedero linaje. Durante el mandato de su primer presidente, p. ej., Corea del Sur empleaba un calendario en el que el nacimiento de Dangun constituía el año uno, fijando la fecha en el 2333 a.C. Las dos Coreas tienen muchas discrepancias –incluido el nombre de su país–, pero Dangun no es una de ellas.
Lamentablemente, no hay documentos escritos hasta el s. II a.C., y esa historia fue narrada por escribas chinos. Sin embargo, existen pruebas arqueológicas que corroboran la presencia de seres humanos en esta península desde hace miles de años, y demuestran que un pueblo avanzado habitó en ella hace 7000 o 8000 años. Estos pueblos neolíticos practicaban la agricultura en una asentada vida comunitaria, y se cree que los clanes familiares eran su agrupamiento social básico.
En torno a la época de Jesucristo surgieron tres reinos en la península: Baekje (o Paekche), Goguryeo (Koguryŏ) y Silla (Shilla).
La península se halla dividida por una extensa cordillera que recorre unas tres cuartas partes del territorio, sobre el paralelo 37. Esta cadena montañosa enmarcó el dominio histórico de Baekje al suroeste, al igual que hizo con Silla al este. Goguryeo, por su parte, abarcaba una indómita región que formaban el noreste de Corea y el este de Manchuria, lo que ha alimentado la aspiración actual de una “gran Corea” en zonas pertenecientes a China y Rusia. Mientras Corea del Sur se identifica con el esplendor de Silla –que afirma unificó la península en el año 668–, Corea del Norte lo hace con Goguryeo y sostiene además que el país no estuvo realmente unido hasta la fundación de esa dinastía.
Baekje era un estado centralizado y aristocrático que fusionaba influencias chinas y autóctonas. Hacia el s. III, su poder le permitió acabar con sus rivales y ocupar la actual zona central, en torno a Seúl. El reino controlaba gran parte de la Corea occidental hasta Pionyang y, según ciertos documentos no exentos de polémica, también regiones costeras del noreste de China.
Sin embargo, cuando trasladó su capital a Chungnam, se hallaba rodeado. Su centro de poder, Hanseong (en la actual región de Seúl), había caído en manos de Goguryeo, y en el 475 tuvo que desplazar su capital a Gongju (entonces Ungjin), cuyas montañas le servían de baluarte y ofrecían cierta protección.
La dinastía prosperó de nuevo, cultivando relaciones con Japón y China. En el 538 el rey Seong llevó la capital más al sur, hasta Buyeo (entonces Sabi), pero sus aliados de Silla le traicionaron y lo mataron en combate. Baekje inició su declive y cayó finalmente en el 660 ante un ejército combinado de Silla y la dinastía Tang china, aunque durante años perduraron reductos de resistencia.
Goguryeo conquistó una gran franja de territorio en el 312 y se expandió en todas direcciones, sobre todo hacia el río Taedong, que atraviesa Pionyang. En el s. XV ostentaba la supremacía en la península, y monarcas guerreros como Gwanggaeto el Grande [391-412] y su hijo Jangsu [413-419], controlaron vastas extensiones de Manchuria.
Silla emergió victorioso en la península en el 668, pero a costa de someterse a la larga al influjo de la gran dinastía china Tang (618-907). En esa época se consolidaron el arte de gobierno chino, la filosofía budista y confuciana, las prácticas confucianas sobre la educación de los jóvenes y el chino escrito.
Silla envió a muchos estudiantes a escuelas Tang, y su elevado grado de civilización le permitió ser considerada “la tierra próspera del este” por parte de China. Gyeongju, su capital, era conocida como “la ciudad de oro”, y su aristocracia poseía una vasta cultura y disfrutaba de desmesurados lujos.
Según los historiadores chinos, los oficiales de élite poseían miles de esclavos, y cantidades parecidas de caballos, ganado y cerdos. Sus esposas lucían tiaras de oro macizo y pendientes de delicada e intrincada filigrana. Los eruditos estudiaron los clásicos confucianos y budistas y desarrollaron avanzados métodos sobre astronomía y ciencia calendárica. El budismo de la Tierra Pura, una sencilla doctrina, cohesionó a la plebe, cuyos miembros podían convertirse en adeptos mediante la repetición de sencillos cánticos.
Artistas de Goguryeo y Baekje perfeccionaron además un arte mural hallado en las paredes de las tumbas y lo llevaron a Japón, donde influyó poderosamente en el arte funerario y de los templos. No obstante, es la prosperidad de Silla lo que sigue asombrando a quienes hoy visitan Corea, y lo que convierte a su antigua capital, Gyeongju, en uno de los destinos turísticos más fascinantes del este de Asia.
Pese a la destreza y poderío militar de Silla, vastos territorios del reino de Goguryeo permanecían sin conquistar, y un sector de la élite de Goguryeo fundó un estado sucesor conocido como Balhae (Parhae), al norte y al sur de los ríos Yalu y Tumen, que conforman hoy la frontera entre China, Rusia y Corea. Su persistente solidez obligó a Silla a levantar una muralla al norte en el 721 y contuvo a su ejército bajo una línea que iba desde la actual Pionyang, en el este, hasta la costa oeste.
Al igual que Silla, Balhae siguió bajo el fuerte influjo de la dinastía Tang, y envió estudiantes a la capital Cháng’ān (hoy Xī’ān, provincia de Shaanxi), en la que se inspiró la suya propia (los japoneses también crearon Kioto a imagen de Cháng’ān).
Wang Geon, imponente líder militar que había derrotado a Silla y lo que quedaba de Baekje en el 930, fundó Goryeo, una próspera dinastía de la que procede el nombre de Corea. El país se hallaba ahora totalmente unificado, con más o menos las mismas fronteras que ostenta en la actualidad. Considerándose descendiente directo del rey de Goguryeo, Wang –que fue un magnánimo unificador– aceptó a los supervivientes de Silla, esposó a una de sus princesas y trató a su aristocracia con generosidad. Su dinastía reinó durante casi 500 años, y en su época dorada llegó a ser una de las sociedades más avanzadas del mundo. Entre sus logros culturales se cuenta el Jikj (1377), texto budista y el libro más antiguo impreso con tipos móviles de metal que se conserva, y que precede a la Biblia de Gutenberg en 78 años. A ello se suman el auge de la cerámica –sobre todo del celadón– y la Tripitaka Koreana, una de las mayores tablillas de textos budistas del mundo, custodiada hoy en el templo de Haein-sa.
Desde su capital en Kaesong, la variopinta élite de Goryeo forjó una tradición de continuidad aristocrática que se prolongó hasta la era moderna. En el s. XIII existían dos agrupaciones gubernamentales: los oficiales civiles y los militares. Estos últimos eran más fuertes, pero desde entonces se les conoció a ambos como yangban (las dos órdenes), el término coreano que designaba a la aristocracia. Por debajo de la aristocracia hereditaria estaba el pueblo llano, compuesto por campesinos y comerciantes. En un plano inferior se hallaban grupos de marginados, integrados por carniceros, curtidores y artistas (cheonmin), sometidos al sistema de castas, a menudo segregados del resto en pueblos distintos, y cuya posición social se transmitía también a los hijos. La esclavitud era hereditaria (por línea materna), y los esclavos constituían hasta el 30% de la sociedad de Goryeo.
La aristocracia admiraba e interactuaba con la espléndida civilización china surgida durante la coetánea dinastía Song (960-1279). Delegaciones oficiales y simples mercaderes llevaban oro, plata y ginseng coreano a China a cambio de seda, porcelana y libros grabados en bloques de madera. La refinada porcelana de Song estimuló a los artesanos coreanos a producir un tipo de celadón con incrustaciones aún más bello, sin parangón en el mundo antes o después, por la impecable limpidez de su vidriado verde azulado y sus delicados retratos con incrustaciones.
El budismo era la religión oficial, pero coexistió con el confucianismo durante el período Goryeo. Los sacerdotes sistematizaron la práctica religiosa trasladando la versión coreana del canon budista a colosales ediciones grabadas en bloques de madera, conocidas como Tripitaka. La primera, culminada en el 1087 tras toda una vida de trabajo, se perdió. Otra, –la Tripitaka Koreana– fue completada en 1251.
Este apogeo de la cultura de Goryeo coincidió con el caos interno y el ascenso de los mongoles, cuyo poder barrió buena parte del mundo conocido durante el s. XIII. Corea no fue una excepción, y los soldados de Kublai Khan invadieron Goryeo y arrasaron a su ejército en 1231, forzando al Gobierno a retirarse a la isla de Ganghwado, un ardid que se aprovechó del temor de los jinetes mongoles al agua.
En 1254, tras una incursión aún más devastadora, saldada con muchas víctimas y unos 200 000 prisioneros, Goryeo sucumbió a la dominación mongol y sus reyes se casaron con princesas mongolas. Los mongoles reclutaron entonces a miles de coreanos para las fatídicas invasiones de Japón de 1274 y 1281, en barcos construidos por los mejores carpinteros coreanos. Cuenta la leyenda que el shogunato Kamakura contuvo ambas invasiones con la ayuda de oportunos tifones conocidos como kamikaze (“viento divino”).
El derrocamiento de los mongoles a manos de la dinastía Ming en China (1316-1644) hizo que cada vez más grupos de soldados coreanos se disputaran el poder. Uno de ellos, Yi Seong-gye, tomó la iniciativa y derrocó a los líderes Goryeo, fundando la última dinastía de Corea, a la postre la más duradera (1392-1910). El nuevo estado se denominó Joseon, en alusión al reino homónimo que le precedió 15 siglos antes, y su capital se levantó en Seúl.
El general Yi anunció la nueva dinastía movilizando a unos 200 000 peones para rodear la nueva capital con una gran muralla, finalizada en 1396. Casi un 70% sigue en pie hoy, incluidas Sungnyemun (Namdaemun; Gran Puerta Sur) y Heunginjimun (Dongdaemun; Gran Puerta Este).
Los intelectuales instaron al rey a acabar con la profunda influencia que el budismo ejerció sobre la dinastía anterior, y monjes y discípulos tuvieron que exiliarse en las montañas, razón por la cual muchos templos budistas coreanos se localizan en áreas montañosas.
Los influyentes intelectuales de la dinastía Joseon eran ideólogos que querían devolver la sociedad coreana a la que, según ellos, era su senda correcta, empleando la virtud para dominar intereses y pasiones. Durante décadas lograron una profunda confucianización de la sociedad Joseon. La reforma llegó en nombre del neoconfucianismo y de Chu Hsi, padre chino de esta doctrina. Así, gran parte de lo que hoy se considera “tradición” o “cultura coreana” surgió de la sustancial reorganización social llevada a cabo por los ideólogos del s. XV, conscientes de poseer una identidad propia.
El general Yi Seong-gye fundó su dinastía al negarse a enviar a sus tropas a batallar contra un ejército chino, utilizándolas en cambio para derrocar a su propio Gobierno y convertirse en rey. No es, pues, de extrañar que recibiera las bendiciones y el apoyo del emperador, y que Corea se convirtiera en el estado tributario ideal de China, y tomara como modelo su cultura y arte de gobierno.
Entre 1637 y 1881, Corea envió un total de 435 misiones y embajadas especiales a China. El emperador, por su parte, también era pródigo en obsequios, pero la generosa hospitalidad que se dispensaba a los emisarios chinos a su llegada a Seúl podía absorber hasta el 15% de los ingresos del Gobierno.
En general, los chinos dejaban que Corea gestionara sus propios asuntos, y Corea consideraba a China el centro de la única civilización mundial de importancia, una política conocida como sadae (“servir a los grandes”). Fruto de esta singular relación, cuando Japón atacó el país en la década de 1590, los chinos enviaron soldados a repeler la agresión; en una sola batalla murieron 30 000 de ellos.
Hasta la era moderna no estuvo claro qué pensaba el pueblo llano sobre China. La gran mayoría eran analfabetos en un país que distinguía a su élite según su grado de alfabetización... en chino. Los aristócratas, entusiastas confucionistas, adoptaron la pintura, poesía, música, arte de gobierno y filosofía chinas. Durante el período Joseon, el complejo alfabeto chino se usaba en prácticamente todas las actividades oficiales y culturales, aunque el hangeul –el alfabeto autóctono coreano– poseía una gran versatilidad y constituyó un notable logro cultural.
Muchos de los atractivos culturales de la Corea actual –como los palacios de Seúl– son vestigios imperiales de la longeva dinastía Joseon, ventanas a una época de la historia nacional en la que reinaban monarcas absolutos. La pompa y el ritual eran un aspecto básico del poder de la realeza, y la atención al ritual y al protocolo derivaron en una forma de arte. En el s. XX el país pareció romper abruptamente con este sistema, pero basta una mirada al régimen norcoreano, o a las familias que dirigen muchas de las grandes empresas de Corea del Sur para atestiguar la vigencia de la familia y los principios hereditarios del antiguo régimen.
En los tiempos democráticos actuales cuesta hacerse una idea de la riqueza, poder y estatus de los reyes Joseon. El palacio principal, Gyeongbokgung (경복궁), contenía 800 edificios y más de 200 puertas; en 1900, p. ej., sus gastos suponían el 10% del presupuesto estatal. La casa real albergaba 400 eunucos, 500 damas de honor, otras 800 damas de la corte y 70 gisaeng (cantantes y bailarinas expertas). Solo a las mujeres y los eunucos se les permitía residir en palacio: criados, guardas, oficiales y visitantes debían abandonarlo al atardecer.
La mayoría de las mujeres vivía enclaustrada y nunca salía de palacio. Una mujer yangban tenía que llevar años casada antes de poder entrar en sociedad, y entonces solo lo hacía cubierta de la cabeza a los pies, y en un palanquín cerrado portado por sus esclavos. A finales del s. XIX, los extranjeros pudieron ver a estas damas de clase alta, totalmente tapadas y con un manto verde semejante al chador sobre sus cabezas, cuyos pliegues caían sobre el rostro, dejando apenas los ojos al descubierto. Por lo general, salían tras el toque de queda nocturno, después de que sonaran las campanas y se cerraran las puertas de la ciudad por miedo a los tigres, y en la oscuridad hallaban un poco de libertad.
Los eunucos (내시; naesi), únicos miembros del personal masculino autorizados a vivir en los palacios, conocían todos los secretos del estado y eran muy influyentes, pues servían al rey y a la familia real a todas horas. En su calidad de guardaespaldas reales, responsables de la seguridad de su señor, todo acercamiento al monarca pasaba por ellos. Se trataba de una forma fácil de ganar dinero y solían explotarla al máximo. Curtidos por un severo régimen de entrenamiento en artes marciales, hacían las veces de criados personales del rey y hasta de cuidadores de sus hijos. Eran tantas sus funciones que su vida debía resultar muy estresante, sobre todo si se tiene en cuenta que cualquier error podía traducirse en horrendos castigos corporales.
Aunque a menudo analfabetos e incultos, varios llegaron a ser destacados consejeros reales, alcanzando altos cargos en el Gobierno y amasando una gran riqueza. Casi todos procedían de familias desfavorecidas y su codicia era motivo de escándalo nacional. Su misión era servir al rey con devoción absoluta, como los monjes a Buda, sin pensar jamás, supuestamente, en asuntos mundanos como el dinero o el estatus.
Sorprendentemente, solían casarse y adoptar a eunucos jóvenes a los que educaban para seguir sus pasos. El eunuco encargado de la salud del rey, p. ej., solía transmitir sus conocimientos médicos a su ‘hijo’. Bajo el régimen confuciano, los eunucos debían contraer matrimonio. El sistema continuó vigente hasta 1910, año en que los nuevos gobernantes japoneses los convocaron a todos en Deoksugung y los apartaron del servicio al estado.
En 1592, 150 000 soldados japoneses bien armados, divididos en nueve ejércitos, arrasaron Corea, saqueando, violando y masacrando a sus habitantes. Palacios y templos quedaron reducidos a escombros y preciados tesoros culturales fueron destruidos o robados. Pueblos enteros de alfareros fueron deportados a Japón, y en un túmulo se apilaron miles de orejas rebanadas de coreanos fallecidos, cubiertas y conservadas hasta la era moderna como recordatorio de esta guerra.
Una serie de brillantes victorias navales del almirante Yi Sun-sin contribuyeron a cambiar el curso de la contienda contra los nipones. En Yeosu, Yi perfeccionó el geobukseon (거북선; “barco tortuga”), un buque de guerra reforzado con planchas de hierro y pinchos que hizo frente a las tácticas de abordaje japonesas. El típico buque de guerra coreano era el panokseon (판옥선), de fondo plano, dos niveles y propulsado por dos velas y esforzados remeros. Era más resistente y manejable que los japoneses y tenía más cañones. Con estas ventajas, astutas tácticas y un profundo conocimiento de los complejos patrones de las mareas y corrientes que operaban en las numerosas islas y angostos canales de la costa sur, Yi fue capaz de hundir cientos de buques japoneses y frustrar sus ambiciones de tomar Corea y utilizarla como base para conquistar China.
De China llegaron también las tropas Ming, y en 1597 los japoneses tuvieron que retirarse. Una tenaz resistencia por tierra y mar malogró sus aspiraciones de dominar Asia, pero a costa de la destrucción masiva y el caos económico de Corea.
La pretensión japonesa de tomar Corea resurgió a finales del s. XIX, cuando inició su veloz transformación para convertirse en la primera potencia moderna industrializada de Asia. Aprovechando la revuelta campesina coreana de Donghak, Japón instigó la guerra con China, derrotándola en 1895. Tras una nueva década de rivalidad imperial por el control de la península, Japón fulminó a Rusia con ataques relámpago por tierra y por mar, asombrando a Occidente, que hasta entonces miraba a los asiáticos como pueblos a los que subyugar.
Japón estaba ahora bien pertrechado para hacer realidad sus ambiciones territoriales con respecto a Corea, convertida en protectorado japonés en 1905. Tras la abdicación del rey Gojong en 1907, en 1910 Corea pasó a ser colonia japonesa a todos los efectos, con el consentimiento de todas las grandes potencias, pese a que voces progresistas abogaban ya por desmantelar el sistema colonial. De hecho, Corea reunía los principales requisitos –identidad étnica, idioma y cultura comunes, y fronteras nacionales reconocidas desde el s. X– para devenir una nación independiente antes que muchas otras en zonas colonizadas del planeta.
Una vez asumido el control, Japón trató de destruir el sentimiento de identidad nacional coreano: una élite gobernante nipona reemplazó a los funcionarios-eruditos yangban coreanos, la moderna educación japonesa sustituyó a los clásicos confucianos, el capital y la pericia japonesas se impusieron a los coreanos, el talento japonés al coreano, y con el tiempo, hasta el idioma japonés al local.
Pocos agradecieron estos cambios, o reconocieron avances sociales. Más bien consideraban que Japón les arrebataba el antiguo régimen, su soberanía e independencia, su modernización autóctona y, sobre todo, su dignidad nacional. Para la mayoría, el dominio japonés resultaba ilegítimo y humillante. La gran proximidad geográfica entre ambas naciones, sus mutuas influencias y las cotas de desarrollo obtenidas hasta el s. XIX, no hicieron sino aumentar los agravios e introducir una peculiar dinámica odio/respeto en sus relaciones.
La colonización no estuvo exenta de episodios de resistencia por parte coreana. La festividad nacional de Corea del Sur recuerda el 1 de marzo de 1919, día en que la muerte del rey Gojong y la lectura de una declaración de independencia provocaron masivas manifestaciones proindependentistas en todo el país. Aunque fuertemente reprimidas, las protestas se prolongaron durante un mes; a su término, los japoneses reconocieron 500 muertos, 1400 heridos y 12 000 detenidos, pero las estimaciones coreanas multiplicaban por 10 esas cifras.
Dada la implacable naturaleza del régimen colonialista, un cierto grado de colaboracionismo con Japón era inevitable. Además, cuando en la última década del gobierno colonial la expansión japonesa por toda Asia provocó la escasez de expertos y profesionales en todo el imperio, se echó mano de coreanos cultos y con ambiciones.
En la década de 1920, el estallido consumista mundial hizo que los coreanos compraran en grandes almacenes japoneses, trabajaran con bancos nipones, bebieran cerveza japonesa, viajaran en ferrocarriles operados por japoneses y a veces aspiraran a estudiar en una universidad de Tokio.
Los más ambiciosos hallaron nuevas oportunidades profesionales en el momento más opresivo de la historia colonial, cuado se vieron obligados a cambiarse de nombre y renunciar a su idioma, y millones de coreanos eran empleados como mano de obra móvil por los japoneses. Los coreanos constituían casi la mitad de la detestada Policía Nacional, y jóvenes oficiales –como Park Chung-hee, que se hizo con el poder en 1961, y Kim Jae-gyu, que, como jefe de inteligencia, le asesinó en 1979– engrosaron las filas del agresivo ejército japonés en Manchuria. A los yangban pro-japoneses se les premió con títulos especiales, y algunos de los primeros nacionalistas coreanos de renombre, como Yi Gwang-su, debieron mostrar su apoyo público al imperio nipón.
Este colaboracionismo nunca fue penado o debatido en profundidad en Corea del Sur, y el problema se fue enconando, hasta que en el 2004 el Gobierno acabó por impulsar una investigación oficial al respecto. A ello se sumaron estimaciones según las cuales más del 90% de la élite surcoreana anterior a 1990 poseía vínculos con individuos o familias colaboracionistas.
El Gobierno colonial puso en marcha medidas que potenciaron la industria y modernizaron la administración, pero siempre favoreciendo sus intereses. En consecuencia, surgieron modernas industrias textiles, siderúrgicas y químicas, así como nuevas vías férreas, autopistas y puertos. Pese al resentimiento de los coreanos, en 1945 el país gozaba de un nivel de desarrollo mucho mayor que otros bajo el dominio colonial, como Vietnam bajo los franceses.
En 1940 los japoneses poseían el 40% de la tierra y 700 000 de ellos vivían y trabajaban en Corea, un número considerable en comparación con otros países. Aun así, entre los grandes terratenientes se contaban coreanos y japoneses, y el grueso de los campesinos eran arrendatarios que cultivaban su tierra. Más de tres millones de coreanos de ambos sexos fueron arrancados de sus hogares y convertidos en mineros, peones agrícolas, obreros y soldados en el extranjero, sobre todo en Japón y Manchukuo, la Manchuria colonial japonesa.
En Japón, más de 130 000 mineros coreanos –hombres y mujeres–, malnutridos y controlados por brutales capataces, porra en mano, realizaban turnos de 12 h a cambio de salarios muy inferiores a los de los japoneses. La peor parte de esta movilización masiva, sin embargo, se la llevaron las cientos de miles de jóvenes coreanas obligadas a trabajar como esclavas sexuales para el ejército japonés, conocidas como “mujeres de solaz”.
Pese a ello, durante este período, el más negro para el país, los guerrilleros coreanos no dejaron de combatir a Japón en Manchukuo y, aunque aliados con la guerrilla china, seguían siendo con mucho el grupo étnico más numeroso. Aquí es donde surgió la figura de Kim Il-sung, que ya luchó contra los japoneses en 1932, durante la proclamación del estado títere de Manchukuo, y que prosiguió con su lucha a principios de la década de 1940. Tras las mortíferas campañas contra la insurgencia (en las que participaron muchos coreanos), los guerrilleros no superaban los 200 efectivos. En 1945, de vuelta en Corea del Norte, conformaron la élite que sigue gobernando en la actualidad.
La rendición de Japón frente a los Aliados en 1945 abrió un nuevo capítulo en la tormentosa relación entre los dos países. Gracias al generoso apoyo estadounidense, Japón inició un veloz crecimiento a principios de la década de 1950 y Corea del Sur hizo lo propio a mediados de la de 1970. Hoy, empresas de ambos países compiten en la construcción y fabricación de los mejores barcos, automóviles, productos siderúrgicos, microchips, smartphones, TV de pantalla plana y otros dispositivos electrónicos. Esta reciente rivalidad se traduce en una incesante competencia por el control de los mercados mundiales.
Varias generaciones se han sucedido desde el final de la II Guerra Mundial, y Japón y Corea del Sur son hoy democracias, aliados y socios comerciales. Aun así, entre ambos países sigue vivo un alto grado de desconfianza y animadversión mutua. Entre los escollos principales se citan las sensibilidades derivadas de los hechos acaecidos durante el período colonial y las disputas territoriales sobre las islas de Dokdo/Takehima. En el 2015, un centro de estudios de Tokio descubrió que el 52,4% de los japoneses comparte una valoración negativa de Corea, y que el 72,5% de los coreanos siente lo mismo hacia Japón. Según un sondeo de Corea del Sur, Shinzo Abe, primer ministro conservador de Japón, es menos popular que el líder norcoreano Kim Jong-un.
Inmediatamente después de la destrucción de Nagasaki, tres estadounidenses del Departamento de Guerra (entre ellos Dean Rusk, más tarde Secretario de Estado) trazaron la fatídica línea del paralelo 38, que delimitaría las zonas en que las tropas de EE UU y la Unión Soviética recibirían la rendición japonesa. Sin embargo, Rusk admitió posteriormente que no se fiaba de los rusos y quería incorporar Seúl, centro neurálgico del país, al sector estadounidense. Esta decisión, no consultada con los coreanos, los aliados y ni tan siquiera con el presidente de EE UU, fue el resultado de tres años de planificación del Departamento de Estado, que opinaba que una ocupación parcial o total de Corea por parte estadounidense era crucial para la seguridad de Japón y el Pacífico durante la posguerra. EE UU impulsó entonces un gobierno militar de tres años en el sur de Corea que configuró profundamente la historia de posguerra del país.
Los soviéticos llegaron con planes menos específicos y les costó más crear una administración. Creyeron que Kim Il-sung sería un buen ministro de Defensa en un nuevo gobierno, pero intentaron conseguir que él y otros comunistas trabajaran con figuras nacionalistas cristianas como Jo Man-sik. Pronto, sin embargo, la rivalidad de la Guerra Fría lo eclipsó todo; EE UU recurrió a Rhee Syngman (anciano patriota que había residido en EE UU durante 35 años) y los soviéticos a Kim Il-sung.
En 1948 Rhee y Kim habían creado sendas repúblicas, y a finales de ese año los soldados soviéticos se retiraron definitivamente. Las tropas de combate de EE UU partieron en junio de 1949, dejando tras de sí a un grupo militar asesor formado por 500 efectivos. Por primera vez en su breve historia desde 1945, Corea del Sur poseía control operativo sobre su propio Ejército, pero luego estallado la guerra, EE UU retomó el control y ya nunca lo volvió a ceder.
En 1949 ambos bandos buscaron apoyo externo para librar una guerra entre sí, y el norte tuvo más éxito que el sur. Su mayor fuerza la aportaron las decenas de miles de coreanos que, enviados a luchar a la guerra civil de China, regresaron a Corea del Norte en 1949 y 1950. Kim Il-sung enfrentó asimismo a Stalin y Mao Zedong para lograr apoyo militar y un espacio independiente crítico para sí mismo, de forma que si la invasión salía mal pudiera contar con una o ambas potencias para sacarle de apuros. Tras años de guerra de guerrillas en el sur (donde los combatientes eran casi todos autóctonos) y frecuentes escaramuzas en la frontera durante 1949, el 25 de junio de 1950, en plenas maniobras de verano, Kim lanzó una invasión sorpresa tras apropiarse de varias divisiones; muchos oficiales de alto rango no estaban al corriente de este plan bélico. Seúl cayó en tres días, y Corea del Norte no tardó en estar en guerra con EE UU.
La respuesta estadounidense fue lograr la condena de la ONU y obtener compromisos por parte de otros 16 países, aunque EE UU casi siempre se llevó la peor parte de los combates, y solo las fuerzas de combate británicas y turcas tuvieron un papel destacado. Al principio, la guerra se torció para la ONU, y sus tropas fueron rápidamente confinadas a un pequeño reducto en torno a Busan (Pusan). Pero tras un audaz desembarco en Incheon (Inchon) a las órdenes del general MacArthur, el ejército norcoreano fue expulsado por encima del paralelo 38.
La cuestión era entonces si el conflicto había terminado: se había restaurado la soberanía de Corea del Sur y los líderes de la ONU querían verlo como una victoria. Sin embargo, el año anterior altos cargos de la administración Truman habían considerado una estrategia de compromiso más ‘efectiva’ que la contención –la liberación del territorio–, y por eso Truman decidió invadir el norte y derrocar el régimen de Kim. Las tradicionales relaciones de Kim con los comunistas chinos le solucionaron el problema cuando Mao envió un amplio contingente de soldados, pero ello implicaba que EE UU estaba en guerra con China.
A principios de 1951, las tropas estadounidenses fueron desplazadas por debajo del paralelo 38 y los comunistas estaban a punto de lanzar una ofensiva para retomar Seúl; tal amenaza sacudió a EE UU y a sus aliados: Truman declaró el estado de emergencia y una nueva contienda mundial parecía a la vuelta de la esquina. Sin embargo, Mao no deseaba un conflicto generalizado con EE UU y no intentó expulsar al ejército de EE UU de la península. Así, en la primavera de 1951, los combates se habían estabilizado en las fronteras del final del conflicto. En medio de una masiva guerra de trincheras, las conversaciones de alto el fuego se prolongaron durante dos años. De estos combates surgió la Zona Desmilitarizada (DMZ).
Al final de la contienda, Corea estaba en ruinas. Seúl había cambiado de manos hasta en cuatro ocasiones y se hallaba muy castigada, pero muchos edificios se mantenían en pie y pudieron reconstruirse según su aspecto anterior. La Fuerza Aérea de EE UU bombardeó el norte durante tres años hasta que todas sus ciudades fueron destruidas –algunas incluso borradas del mapa–, obligando a sus habitantes a vivir, trabajar y escolarizarse bajo tierra. Millones de coreanos murieron (probablemente tres millones, dos tercios de ellos en Corea del Norte), otros tantos perdieron su hogar, se destruyeron industrias y el país entero acusó una gran desmoralización, pues el baño se sangre solo sirvió para restaurar el statu quo. En cuanto a los soldados de la ONU, 37 000 murieron (unos 35 000 eran estadounidenses) y 120 000 resultaron heridos.
La década de 1950 fue un período de estancamiento para el sur, pero de rápido crecimiento industrial para el norte. Durante los 30 años siguientes, los sectores industriales de ambas Coreas crecieron a gran velocidad. De mediados de la década de 1950 a mediados de la de 1970, el ritmo de crecimiento del norte fue de los más rápidos del mundo, y a principios de la década de 1980 su PIB per cápita igualaba casi el del sur. Pero a partir de entonces Corea del Sur tomó una delantera que pronto resultaría insalvable, y en la década de 1990 surgirían enormes disparidades económicas. Corea del Norte sufrió un acusado estancamiento que desembocó en una hambruna y una gran mortandad, mientras el sur se revelaba como una potencia económica mundial.
En 1953, al final de la guerra, Rhee Syngman siguió con su régimen dictatorial hasta que en 1961 él y su esposa huyeron a Hawái tras las manifestaciones generalizadas en su contra, integradas, entre otros, por los profesores universitarios que marcharon por las calles de Seúl. El pueblo tenía al fin vía libre para vengarse de los odiados policías que habían servido a los japoneses. Ese mismo año, tras un golpe militar, Park Chung-hee gobernó con mano de hierro hasta que la administración Kennedy le exigió la convocatoria de elecciones. Ganó por la mínima tres de ellas –en 1963, 1967 y 1971–, a costa de repartir ingentes cantidades de dinero (los campesinos recibían sobres llenos por ir a votar).
Pese a ello, en 1971 el activista prodemocrático Kim Dae-jung obtuvo el 46% de los sufragios y casi le derrotó. La respuesta de Park fue declarar la ley marcial y autonombrarse presidente vitalicio. En 1979, en el marco de manifestaciones masivas, su jefe de inteligencia, Kim Jae-gyu, le mató de un disparo en el transcurso de una cena, en un episodio que nunca se aclaró del todo. A ello siguieron cinco meses de debate democrático hasta que Chun Doo-hwan, protegido de Park, asumió todo el poder.
Como respuesta, el 18 de Mayo de 1980 los habitantes de Gwangju se echaron a las calles, en un incidente conocido hoy como el Levantamiento Democrático del 18 de mayo. Con el pretexto de sofocar una revuelta comunista, el ejército fue movilizado. Los soldados no tenían balas, pero con sus bayonetas acabaron con la vida de docenas de manifestantes y transeúntes desarmados. Civiles airados asaltaron arsenales y comisarías y utilizaron las armas arrebatadas para expulsar a las tropas de la ciudad.
Durante más de una semana, grupos de ciudadanos partidarios de la democracia mantuvieron el control, pero la brutal respuesta del ejército llegó nueve días más tarde, el 27 de mayo, cuando soldados armados con rifles y apoyados por helicópteros y tanques tomaron de nuevo la ciudad. La mayoría de los manifestantes, tachados de comunistas, fueron ejecutados de forma sumaria. Al menos murieron 154 civiles y otros 74 se dieron por desaparecidos, presumiblemente muertos. Además, hubo 4141 heridos y más de 3000 fueron detenidos, muchos de ellos torturados.
En 1992, tras ganar las elecciones presidenciales, el civil Kim Young-sam empezó a forjar una verdadera democracia. Aunque miembro fundador de los viejos grupos gobernantes, en la década de 1960 Kim renunció a su escaño en la Asamblea Nacional cuando Rhee intentó reformar la Constitución, y desde entonces fue, junto con Kim Dae-jung, una piedra en el zapato para los gobiernos militares. Algunas de sus primeras medidas como presidente fueron impulsar una cruzada anticorrupción, liberar a miles de prisioneros políticos y juzgar a Chun Doo-hwan.
La condena por traición y corrupción masiva al ex presidente fue una gran victoria para el movimiento democrático. Surgió entonces uno de los movimientos obreros más poderosos del mundo, y cuando el antiguo disidente Kim Dae-jung resultó elegido a finales de 1997, parecía que las protestas, padecimientos y muertes habían logrado finalmente provocar un cambio.
Kim se hallaba en una posición ideal para resolver la profunda recesión que castigó a Corea en 1997, en el marco de la crisis financiera asiática. El Fondo Monetario Internacional (FMI) exigió reformas de los chaebol a cambio de un rescate económico. Kim, por su parte, ya había solicitado la reestructuración de los conglomerados de empresas y el cese del amiguismo con los bancos y el Gobierno. En 1999 la economía volvía a crecer.
En 1998 Kim empezó a desplegar la “Política del Sol”, que buscaba la reconciliación con Corea del Norte, si no la reunificación. La respuesta de Pionyang llegó en menos de un año, iniciándose diversos intercambios económicos y culturales, hasta que en junio del 2000 los dos presidentes se vieron las caras por primera vez en una cumbre desde 1945. Aunque vista por sus detractores como un mero intento de apaciguamiento del norte, esta política de compromiso se basaba en el principio realista de que, como Corea del Norte no iba a desaparecer, habría que aceptarla tal como era. Por su parte, los norcoreanos no se opondrían a la presencia permanente de soldados estadounidenses en el sur, durante el largo proceso de reconciliación, si EE UU normalizaba sus relaciones con ellos, algo que Kim Jong-il reconoció en su histórica cumbre con Kim Dae-jung en junio del 2000.
Entre el 2000 y el 2008, año en que la administración de Lee Myung-bak dejó en suspenso la política, decenas de miles de surcoreanos pudieron viajar al norte y visitar brevemente a familiares a los que no veían desde hacía 50 años. Destacadas firmas de Corea del Sur crearon empresas mixtas, empleando a trabajadores norcoreanos en un complejo industrial de Kaesong creado a este fin. En el 2000, la implementación de la Política del Sol le valió a Kim Dae-jung el Premio Nobel de la Paz.
Cuando, cumplidos sus cinco años de mandato, Kim dejó la presidencia, su partido eligió a Roh Moo-hyun, un abogado autodidacta y virtualmente desconocido que había defendido a numerosos disidentes durante los períodos más oscuros de la década de 1980. Para sorpresa de muchos, incluidos altos funcionarios de EE UU, ganó las elecciones del 2002 por un estrecho margen, representando el ascenso al poder de una generación sin vínculo alguno con el sistema político surgido en 1945 (incluso Kim Dae-jung había estado activo en la década de 1940). Se trataba de una generación de mediana edad, que había cursado estudios en la década de 1980 con las indelebles imágenes de conflicto en los campus y el apoyo estadounidense a Chun Doo-hwan. Como consecuencia se produjo un creciente distanciamiento entre Seúl y Washington.
Roh continuó con la política de Kim de colaboración con el norte, pero su deficiente gestión económica y la decisión de enviar soldados surcoreanos a Iraq provocaron el desplome de su apoyo público. La oposición intentó destituirlo cuando, antes de las elecciones parlamentarias del 2004, declaró su apoyo al nuevo Partido Uri, una vulneración técnica de una disposición constitucional, que prescribe la neutralidad del presidente. La destitución no llegó a hacerse efectiva, pero su popularidad siguió cayendo y, tras sufrir varias derrotas por sus vínculos con el presidente, el Partido Uri decidió distanciarse de él y reformarse como Partido Democrático.
El resultado último fue un giro a la derecha y la elección como presidente en el 2007 de Lee Myung-bak, candidato del Gran Partido Nacional, así como la retirada de Roh a un pueblo de Bongha, su condado natal en la provincia de Gyeongsangnam-do. Un año y medio más tarde, cuando la investigación por corrupción apuntaba directamente a su familia y ex asesores, Roh se suicidó arrojándose por un precipicio. El impacto nacional de este giro de los acontecimientos acabó afectando al presidente Lee, que ya sufría el rechazo ciudadano por abrir al país a las importaciones de ternera estadounidense.
El presidente Lee completó sus cinco años de mandato, y en las elecciones generales de diciembre del 2012 fue sucedido por Park Geun-hye, hija del dictador Park Chung-hee y primera mujer en acceder a la presidencia de Corea del Sur. Nacida en 1952, Park ejerció como primera dama en la década de 1970, tras el asesinato de su madre en 1974 y antes del de su padre en 1979. Tras disculparse públicamente por los padecimientos de los activistas prodemócratas durante el régimen dictatorial de su padre, en 1998 fue elegida diputada por primera vez. Al margen de su posición política, Park no estaba casada, lo que en la conservadora sociedad surcoreana aumentaba aún más la trascendencia de su victoria.
En octubre del 2011, Park Won-soon, antiguo abogado pro derechos humanos y candidato independiente, fue elegido alcalde de Seúl, poniendo fin a una década de dominio conservador en la capital. En febrero del 2012 Park se afilió al Partido Democrático Unido (DUP), y en el 2014 logró un segundo mandato en el puesto de mayor poder en el país después del presidente. Ese mismo año, el DUP se fusionó con el Partido de la Nueva Visión Política, formando la Nueva Alianza Política para la Democracia, pero no obtuvo buenos resultados en las elecciones parciales del 2015.
Otros asuntos sucesorios dominaron la península de Corea. En diciembre del 2011, al norte de la frontera, Kim Jong-un fue saludado como el “gran sucesor” tras la muerte de su padre, Kim Jong-il. En esa época poco se sabía sobre el tercer miembro de la dinastía familiar que gobernaba el represivo Estado de partido único desde 1948. Existían dudas sobre su año de nacimiento (1982 o 1984), aunque se sabía que había sido educado en Suiza, un período en el que, según sus compañeros de clase, desarrolló un gran apego por las zapatillas deportivas Nike. Los analistas se esforzaban por interpretar fragmentos de noticias de este hermético país, como las apariciones en público de Ri Sol-ju, reconocida oficialmente como la esposa de Kim, y la ejecución pública de su tío Jang Sung-taek, que se creía había controlado los resortes del poder entre bastidores.
En abril del 2015, la presidenta surcoreana Park sufrió otro revés cuando el primer ministro Lee Wan-koo, presentó su dimisión tras apenas dos meses en el cargo, debido a las acusaciones de sobornos por parte de un magnate empresarial que dejó una carta detallando supuestos episodios de corrupción antes de suicidarse. Lee era el quinto de sus primeros ministros desde el 2013, y los cargos presentados contra él llegaron poco después de que el Gobierno anunciara su “guerra sin cuartel” a la corrupción.Todo esto no fue sino un mero maquillaje para el deshonroso final de Park Geun-hye, destituida y desalojada del cargo en el 2017 por abuso de poder y corrupción, y condenada a 24 años de prisión en el 2018. Fue sucedida por Moon Jae-in, antiguo abogado pro derechos humanos y miembro del Partido Democrático, cuyo inicio en la presidencia estuvo en gran medida marcado por el acercamiento a Corea del Norte en el 2018.
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