Historia de Filipinas

Los antiguos habitantes de lo que hoy es Filipinas vivieron relativamente aislados en sus islas hasta el s. XVI, cuando Fernando de Magallanes reclamó la región para España y empezó el proceso de evangelización. El dominio hispano duró más de tres siglos, hasta la supuesta independencia del país en 1898. Supuesta, porque, de inmediato, los estadounidenses invadieron el archipiélago y, aunque los filipinos se sublevaron, perdieron. De las cenizas de la II Guerra Mundial surgió una república libre. Sin embargo, el momento decisivo en la historia moderna del país fue el derrocamiento del dictador Ferdinand Marcos con la Revolución del Poder del Pueblo en 1986.

Una historia de gente ‘diferente’

Los primeros pobladores de las islas llegaron en barco desde el norte, el sur y el oeste, y establecieron una pequeña red de asentamientos con poco contacto entre ellos. Ya desde el principio, la idea de una identidad común era bastante tenue. Si el viajero hubiera llegado al norte de Luzón hace 1000 años, se hubiera topado con los ifugao cuidando de sus espectaculares arrozales en terrazas, que siguen fascinando a los turistas actuales en los alrededores de Banaue. Se cree que los ancestros de los ifugao llegaron hace 15 000 años de China y Vietnam.

Si hubiera llegado por la misma época al sur de Luzón o a las llanuras de las Bisayas, hubiera encontrado principalmente animistas de origen malayo, mientras que en las regiones sureñas de Mindanao y Joló el islam ya se estaría expandiendo gracias a la llegada de inmigrantes de Brunéi. Por otro lado, los habitantes originales del archipiélago, los negrito (también llamados aeta, dumagat o ati), estaban por todas las islas, como sus descendiente hoy día.

Todas estas comunidades dispares, raramente sedentarias, daban vueltas por las islas cazando, recolectando, pescando y cultivando alimentos básicos, como arroz. Formaban pequeños barangays (llamadas así por las barcas en las que llegaron los malayos) bajo el liderazgo de un datu (jefe). Estas sencillas barangays representaban la unidad política más alta. La región no poseía ni un gobierno centralizado ni una cultura o religión común.

Este fue el panorama que encontraron los españoles al llegar, con la misión singular de unificar las islas Filipinas bajo el cristianismo. Sorprendentemente, tuvieron éxito, y durante varios siglos empezó a emerger una especie de identidad única filipina, que combinaba rasgos culturales tradicionales y españoles.

Llegada del catolicismo

A principios del s. XVI, el islam estaba empezando a extenderse por toda la región. Se habían convertido barangays hasta en el norte, a la altura de Manila, y todos los indicios apuntaban a que el archipiélago iba a adoptar esta religión a gran escala. Sin embargo, el 16 de marzo de 1521 el explorador portugués Fernando de Magallanes cambió el curso de la historia filipina al desembarcar en Sámar y reclamar las islas para la Corona española. Magallanes introdujo el catolicismo en las islas y empezó a ganarse el favor de varios jefes tribales. Sin embargo, el navegante luso murió en una batalla contra el jefe Lapu-Lapu de la isla de Mactán (junto a Cebú).

La Corona española, decidida a hacerse con el territorio tras cederle un enclave de mayor importancia estratégica a Portugal (las islas Molucas), envió cuatro expediciones a Filipinas: Ruy López de Villalobos, comandante de todas ellas, rebautizó las islas con el nombre del entonces heredero al trono español, Felipe, hijo de Carlos I. El ya monarca Felipe II envió luego otra flota liderada por Miguel López de Legazpi, que zarpó de la Nueva España (México) hacia las islas en 1564, con órdenes estrictas de colonizarlas y cristianizarlas. En 1565, Legazpi regresó al lugar donde murió Magallanes, en Cebú, y venció a la tribu local. Tras la derrota, el datu Tupas firmó un pacto con Legazpi que convertía a todo su pueblo en súbdito de la monarquía hispana.

Legazpi, sus soldados y un grupo de monjes agustinos no tardaron en establecer un asentamiento (donde hoy se encuentra la ciudad de Cebú); el fuerte de San Pedro es una reliquia que ha sobrevivido de esa época. Legazpi pronto descubrió que su pacto con Tupas era absurdo, ya que el datu no tenía autoridad sobre las numerosas otras tribus de las islas. Así que Legazpi tuvo que conquistarlas una a una.

Tras subyugar a la población local, estableció una fortaleza vital en Panay (cerca de la actual Roxas) en 1569. El resto de las tribus cayó como fichas de dominó. La presa más grande fue Manila, que le fue arrebatada al jefe musulmán Rajah Sulayman en 1571. Legazpi rápidamente proclamó Manila como capital de las islas Filipinas, y construyó lo que más tarde se convertiría en el fuerte Santiago, sobre el antiguo kuta (fuerte) de Sulayman.

El territorio lo regentaba un gobernador español, que respondía ante la ciudad de México, sede de poder del Virreinato de la Nueva España, del que dependía la capitanía general de Filipinas. Pero fuera de Manila, el verdadero poder lo tenían los frailes católicos. Los misioneros intentaron trasladar a la población de los barangays a pueblos más grandes y centralizados, construyendo imponentes iglesias de madera en el centro de cada uno de ellos; aún se conservan muchas de estas iglesias. Los frailes eran el único poder en lo que, en esencia, eran feudos rurales.

La independencia de Filipinas

A medida que España se debilitaba y los frailes incrementaban la represión, los nativos empezaron a rebelarse. A finales del s. XVII se produjeron varias revueltas de campesinos, aplacadas fácilmente. En el s. XIX cambió la cara de la resistencia, cuando empezó a emerger una clase pudiente de mestizos (filipinos con sangre española o china) educados en la propia España y con tendencias nacionalistas. El más célebre de ellos fue el doctor José Rizal, médico, poeta, novelista, escultor, pintor, lingüista, naturalista y aficionado a la esgrima. Rizal, que fue ejecutado por los españoles en 1896, se convirtió en la personificación de la lucha de los filipinos por la independencia.

Al ejecutar a figuras así, los españoles no hicieron sino avivar los rescoldos de la rebelión. Andrés Bonifacio lideró un movimiento muy agresivo conocido como Katipunan (o K.K.K.), que creó en secreto un gobierno revolucionario en Manila, con una red de consejos provinciales igualmente clandestinos. Los miembros del Katipunan (tanto hombres como mujeres) utilizaban contraseñas, máscaras y bandas de colores para indicar su rango; se calcula que a mediados de 1896 llegaron a ser 30 000. En agosto, los españoles se enteraron de la incipiente revuelta y los líderes del Katipunan se vieron obligados a huir de la capital.

Agotados, frustrados y desprovistos de armamento, se instalaron en la cercana Balintawak, un barangay de Caloocan, y decidieron pasar a la acción. La guerra comenzó al grito de “Mabuhay ang Pilipinas!” (“¡larga vida a Filipinas!”), que ha pasado a la historia patria como el Grito de Balintawak.

Tras 18 meses de cruentos combates, se firmó un acuerdo de paz y, en diciembre de 1897, el general rebelde Emilio Aguinaldo aceptó exiliarse en Hong Kong. Como era previsible, nadie cumplió las exigencias del pacto: ni los españoles implantaron reformas políticas ni los filipinos dejaron de conspirar.

Entretanto, otra de las magras posesiones que aún tenía España en ultramar, Cuba, era también escenario de revueltas nacionalistas, azuzadas en este caso por EE UU, que había puesto sus ojos en la isla caribeña. Los estadounidenses usaron como excusa el hundimiento de su acorazado Maine en el puerto de La Habana para declarar la guerra a España, y Filipinas se vio envuelta en el conflicto. Al poco, una escuadra norteamericana al mando de George Dewey llegó a la bahía de Manila y derrotó a la flota española. Para ganarse el apoyo filipino, Dewey recibió con los brazos abiertos al exiliado general Aguinaldo, aunque, eso sí, se cuidó de supervisar la revolución que colocó a este como presidente de la primera república de Filipinas. La bandera filipina ondeó por primera en Cavite el 12 de junio de 1898, cuando Aguinaldo proclamó la independencia del país.

La Guerra Filipino-estadounidense

Con la firma del Tratado de París en 1898, la Guerra Española-estadounidense llegaba a su fin y EE UU se adueñaba de Filipinas, junto con Guam y Puerto Rico, por 20 millones de dólares. En EE UU se desató un acalorado debate sobre lo que debía hacerse con este nuevo territorio. La derecha proponía conservar las islas por motivos estratégicos y ‘humanitarios’, mientras que los liberales ‘anti-imperialistas’ despreciaban moralmente la subyugación de un pueblo extranjero y advertían de que la batalla por la ocupación de Filipinas podía durar muchos años (en esto no les faltaba razón).

El presidente William J. McKinley, en principio contrario a la colonización, cedió ante los halcones de su partido, el Republicano, y acordó hacerse cargo de las islas. Con una imperialista prepotencia dijo que, puesto que los filipinos “no estaban capacitados para autogobernarse”, no tenía otra opción que ocuparse de las islas y civilizarlas. No opinaban lo mismo los filipinos liderados por Aguinaldo, que establecieron una capital provisional en Malolos, a las afueras de Manila, desafiando a los estadounidenses. Estos a su vez hostigaron a los filipinos y en febrero de 1899 estalló la guerra.

EE UU no logró la rápida victoria que esperaba, al quedar neutralizada su superioridad militar por la guerra de guerrillas que dirigían Aguinaldo y otros insurgentes como Gregorio del Pilar y Apolinario Mabini. Pese a la captura de Aguinaldo en marzo de 1901, la guerra se prolongó, causando muchas bajas en ambos bandos y una creciente oposición pública en EE UU. El enconamiento alcanzó su punto más alto en septiembre de 1901 tras la Masacre de Balangiga. Por fin, el 4 de julio de 1902 EE UU se declaró vencedor, si bien durante años siguió habiendo focos de guerrilla que hostigaba a los americanos. En la guerra murieron en combate o de enfermedad unos 200 000 civiles y 20 000 soldados filipinos, así como más de 4000 soldados estadounidenses.

La época estadounidense

Los americanos se apresuraron a implantar su estilo de vida. Instituyeron una reforma total de la educación, destacando al país cientos de maestros para iniciar una colonización cultural que comenzó por imponer el inglés como lengua obligatoria, en lugar de mantener y fomentar los idiomas autóctonos, como habían hecho los españoles. El resultado fue que 25 años después el índice de analfabetismo había bajado al 50% y el 27% de la población había olvidado su idioma materno y el español a favor del inglés.

También construyeron puentes, carreteras y redes de alcantarillado. Metieron en vereda a los moros de Mindanao y cristianizaron a las tribus de La Cordillera, grupos a los que los españoles habían dejado a su aire. También implantaron un sistema político a imagen y semejanza de la metrópoli.

Obviamente, tanta benevolencia no era sino una forma de instaurar su hegemonía económica en las islas y establecer una cabeza de puente para la expansión de su influencia en Asia. Así, EE UU aprobó la Mancomunidad Filipina en 1935, además de una Constitución de estilo norteamericano y convocó las primeras elecciones nacionales. Al menos sobre el papel, al fin había en Filipinas democracia y libertad. Pronto la II Guerra Mundial lo cambiaría todo.

La destrucción de Manila

Cuando en diciembre de 1941 Japón bombardeó Pearl Harbor (Hawái), otras fuerzas atacaron Clark Field, sorprendiendo de improviso al general Douglas MacArthur, a pesar de haber sido advertido varias horas antes. Esto desencadenó una serie de acontecimientos que condujeron a la invasión japonesa de Filipinas entre 1942 y 1945.

En 1944 cumplió su promesa de regresar, desembarcando en Leyte con la determinación de echar a los japoneses. El escenario de batalla principal de esta arremetida fue Manila, cuyos residentes indefensos sufrieron horriblemente en el fuego cruzado durante el mes de febrero de 1945. Para cuando MacArthur entró en la ciudad, la combinación de atrocidades japonesas y fuego de artillería estadounidense había acabado con la vida de al menos 150 000 civiles. Una de las ciudades más bellas de Asia había quedado completamente destruida.

Aún hoy sigue habiendo una fuerte polémica sobre quién fue el culpable de semejante devastación. La artillería de EE UU causó la gran mayoría de las víctimas civiles, pero muchos argumentan que, al no abandonar Manila ni declararla ciudad abierta, los japoneses no dejaron otra opción a MacArthur. Sea como fuere, Manila pertenece al grupo de las ciudades más dañadas durante la II Guerra Mundial, junto con Varsovia, Hiroshima, Dresde y Hamburgo.

La era Marcos

En 1965 Ferdinand Marcos, un antiguo abogado de una prominente familia de políticos de Ilocos, fue elegido cuarto presidente de Filipinas tras la II Guerra Mundial, bajo el seductor eslogan de “Esta nación puede volver a ser grande”. Al principio, fue efectivamente una nueva era, y Marcos y su mujer (la carismática Imelda) trataron de recuperar la energía que tenía Manila antes de la guerra. En 1970, la pobreza extendida, la inflación creciente, una financiación pública lamentable y una corrupción flagrante desataron una oleada de protestas en Manila. Varios manifestantes murieron a manos de la policía delante del palacio presidencial de Malacañang, y la credibilidad de Marcos se volatizó.

En 1972, Marcos impuso la ley marcial en todo el país, aduciendo el auge de grupos estudiantiles de izquierda y del Nuevo Ejército Popular (NPA) comunista, aunque sus intenciones encubiertas eran mantenerse en el poder (al no permitirle la Constitución presentarse para un tercer mandato) y proteger sus intereses económicos en el extranjero. Se impuso el toque de queda, los medios de comunicación fueron silenciados o manipulados, se prohibieron los viajes internacionales y se encerró en campos militares a miles de sospechosos de oponerse al Gobierno. Se estima que se encarceló, exilió o mató a 50 000 oponentes. La ley marcial no se derogó hasta 1981.

Ferdinand Marcos murió en el exilio en 1989. Imelda, famosa por su extraordinaria colección de zapatos, pronto volvió a Filipinas. Pese a las pruebas de que ella y su esposo habían saqueado miles de millones de dólares del erario público, Imelda vive sin trabas en Manila y en el 2016 fue elegida congresista por cuarta vez (una vez por Leyte y tres por Ilocos Norte).

El nacimiento del Poder Popular

El Poder Popular nació en las calles de Manila en febrero de 1986. Ante los ojos del mundo, millones de filipinos armados solo de coraje y fe religiosa se echaron a la calle para desafiar el poderío militar del régimen de Ferdinand Marcos.

Pese a la impopularidad del dictador a mediados de los años ochenta, puede que el Poder Popular no hubiera existido jamás a no ser por el asesinato de Ninoy Aquino, personaje sumamente popular de la oposición. Con su muerte, los filipinos perdieron la esperanza de un retorno pacífico a la democracia.

Tal hecho fue el acelerador del rápido declive y caída de la dictadura de Marcos. En 1986 le retiró su apoyo hasta EE UU, tras años de respaldo por su papel de paladín contra el comunismo en el sureste asiático. Ante las crecientes críticas exteriores y el aumento del malestar, Marcos convocó elecciones adelantadas el 7 de febrero de 1986. Corazón “Cory” Aquino, la viuda de Ninoy, se convirtió en bandera (inicialmente, a su pesar) de la oposición a instancias de la Iglesia católica. Marcos ganó las elecciones, pero el pueblo sabía que había habido fraude electoral y ya no iba a quedarse callado.

El 26 de febrero una marea humana se congregó en Camp Aguinaldo y Camp Crame, a lo largo de Epifanio de los Santos Ave (más conocida como EDSA), donde se habían refugiado dos ex ministros de Marcos que se habían pasado al bando opositor, Juan Ponce Enrile y Fidel Ramos. Cantaron, rezaron, compartieron comida y bebida entre ellos y con las fuerzas gubernamentales, que se negaron a disparar al gentío y acabaron pasándose a su bando. Al caer la noche, la multitud amenazaba con asaltar el palacio presidencial. En ese momento EE UU aconsejó a Marcos que abandonara. El matrimonio se subió a un avión estadounidense rumbo al exilio en Hawái.

El pueblo filipino había protagonizado la primera revolución incruenta exitosa del mundo, que sirvió de inspiración en otros países.

Lo mismo de siempre

La primera década del s. XXI fue muy movida para la política filipina. Empezó con el proceso para destituir al presidente Joseph Estrada, acusado de corrupción. Millones de filipinos se echaron a la calle en la segunda revuelta del Poder Popular en 15 años. A Estrada le sucedió su vicepresidenta, Gloria Macapagal Arroyo (su padre Diosdado fue vicepresidente y luego presidente desde finales de los años cincuenta a mediados de los sesenta), cuyo mandato, de casi una década, estuvo salpicado de escándalos, como el fraude en su reelección del 2004 y en las elecciones al Congreso del 2007, la malversación de fondos públicos y acusaciones generales de saqueo y corrupción.

En las elecciones presidenciales del 2010 el país halló la cara nueva que buscaba en Benigno “Noynoy” Aquino III, el hijo de Corazón Aquino, héroe de la primera Revolución del Poder Popular en 1986. Ayudado por el dolor de la nación tras la muerte de su madre en el 2009, Aquino obtuvo el 42% de los votos, una victoria aplastante sobre el resto de los candidatos, que incluían al ex presidente Estrada.

Incluso durante el rápido crecimiento de la economía filipina (aunque hay que tener en cuenta que casi el 10% se basaba en transferencias monetarias del extranjero), empezaron a correr rumores sobre impugnar a Aquino después de que instituyera el Programa de Aceleración de Desembolsos (DAP), que esencialmente era un modo para que el presidente eludiera la legislatura y (según él) acelerar un necesario paquete de estímulo. En un ajuste de cuentas descorazonador, Aquino amenazó con impugnar a los jueces del Tribunal Supremo que declararon inconstitucional el DAP.

La presidencia de Aquino sí hizo algunos progresos en su intento de acabar con décadas de conflicto armado en zonas de Mindanao y el archipiélago de Joló. En el verano del 2014 el Gobierno y el Frente Islámico de Liberación Mora (FILM), uno de los principales grupos rebeldes en pos de un territorio musulmán autónomo, firmaron el acuerdo marco de Bangsamoro. Pero otros grupos le ponen objeciones, y la violencia periódica aún continúa.

Un camino distinto

Al acercarse las elecciones presidenciales del 2016, empezó a disminuir la confianza en Aquino y la política tradicional. Se produjo el asedio de Zamboanga, el ataque a campesinos en la Hacienda Lucita, la toma de rehenes de Luneta, los recortes en servicios sociales y una falta general de mejoras en transportes e infraestructuras energéticas. Sin embargo, Aquino no era el único que caía en desgracia. La investigación de Nopales, en la que una influyente mujer de negocios fue acusada de hacer llegar sobornos a destacados líderes de la oposición, desveló numerosas irregularidades.

Las tensiones con China por la soberanía en el mar de China Meridional se hacían más pronunciadas. Y en otro ejemplo de cómo los políticos de Filipinas resucitan cuales ave fénix, tras una larga odisea legal (que incluyó un arresto ‘hospitalario’), la antigua presidenta Macapagal Arroyo fue absuelta por el Tribunal Supremo en el 2016. Incluso estando todavía investigada, fue reelegida en el Congreso.

Rodrigo Duterte, el antiguo alcalde de la ciudad sureña de Dávao, prometió acabar con la corrupción y el crimen y restablecer las relaciones con China. Duterte superó a su principal rival por más de seis millones de votos en las elecciones presidenciales del 2016.

 

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