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Al principio puede agobiar –el polvo en los ojos, los incesantes bocinazos, los empujones de la gente–, pero al final uno se adaptará y, cuando lo consiga, disfrutará cada vez más de las joyas de la vida callejera de la India: los carros de exquisitos tentempiés fritos, la fragancia de las flores que se venden en las aceras, los automóviles, los rickshaws, las motocicletas y las bicicletas bailando un curioso ritmo que solo escuchan ellas y, por supuesto, las vacas que avanzan a paso lento, aparentemente impasibles, entre el alboroto urbano.