Viendo el aspecto que hoy tiene Las Vegas, resulta difícil creer que este lugar fuera, a principios del s. XX, un simple rancho rodeado de cáctus.
Fue en 1931, cuando para paliar los efectos de la Gran Depresión sucedería algo que cambiaría Las Vegas para siempre: se legalizó el juego en el estado de Nevada. El futuro estaba escrito. No pasarían muchos años hasta que el hotelero Thomas Hull abriera el primer Hotel Casino, El Rancho Vegas, y que otra especie animal distinta a las serpientes empezaran a frecuentar el desierto de Mojave: los actores de Hollywood. En un afán de repartirse el exquisito pastel que suponían los dólares de las celebrities, otros siguieron la idea de Hull. Y así, durante los años 50 –la década de oro de la ciudad–, el North Strip se vestiría con el glamour más añejo. Primero se inauguró el Casino Flamingo y después el Sahara (1952) y el famosísimo Riviera (1955) pasarían a iluminar las noches de Nevada. Fue entonces cuando la leyenda de Las Vegas se hizo grande: Elvis Presley o Frank Sinatra asistirían con sospechosa frecuencia a las mesas de juego de la ciudad, y tras ellos, millones de americanos.
No me gusta el juego, ni las grandes multitudes, pero tengo que reconocer que Las Vegas tiene su magnetismo kitch. Mi lugar favorito en la ciudad es el Downtown y, más concretamente, esa esquina en la que todo empezó: la formada por las calles Freemont y Mai —conocida como Glitter Gulch— donde se colocaría el primer cartel fluorescente en 1929. La estética retro aun se respira en esta zona, especialmente en los primeros casinos que se abrieron, como el Golden Nugget o el Golden Gate, que aun compiten en colorido y luminosidad con sus vecinos más recientes. Se dice que al Downtown acuden los jugadores más experimentados, aquellos que no necesitan torres Eiffel para decorar sus apuestas al Black Jack. Mi conocimiento de los juegos de cartas es prácticamente nulo, así que acudo a uno de mis museos favoritos en el mundo: el Neon Museum, que conserva los carteles más antiguos de la Fabulous Las Vegas. Cuando un casino, un hotel o un restaurante muere en la ciudad, aquí se guarda, a modo de epitafio, su cartel de neón.
Pero a pesar del colorido vintage y de la tensión que se acumula en las Poker Rooms de sus casinos más veteranos, hay algo que atrae a los turistas al Downtown como moscas a la miel: el Freemont Experience. 427 metros de pantalla y más de 12 millones de LEDs colocados a modo de techo semicircular sobre el tramo peatonal de la calle Freemont, fue la apuesta más acertada para que esta parte de la ciudad no cayera en el olvido. A cada hora en punto desde que se pone el sol un despliegue de luz y sonido —y más de 550.000 watios— deja literalmente hechizados a quienes en aquel momento se encuentran paseando por esta vía. En mi caso, hasta compro palomitas para el espectáculo.
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