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Hay algo cautivador en la capital de Bosnia, Sarajevo. En parte porque en ella confluyen Oriente y Occidente, por su arquitectura que enlaza el Imperio otomano con el austríaco, y por el embriagador aroma del café bosnio y de los mejores burek (pastel denso relleno de carne o queso) y ćevapi (tiras de carne picada servidas con pan) del país, que impregnan las callejuelas de Baščaršija, de la época turca. Y también por la dilatada historia de la ciudad como singular crisol etnorreligioso. Al margen de la guerra,
Sarajevo es encantadora.