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En Belém la brisa atlántica, los grandes monumentos y los barcos que surcan el ancho Tajo transportan al viajero a la era de los descubrimientos, cuando buena parte del mundo conocido estaba bajo el influjo de Portugal. Al atardecer, cuando hay menos gente y una luz suave y dorada baña las torrecillas manuelinas del monasterio, este barrio ribereño recupera el sosiego y el encanto a veces empañado por las masas de turistas.