Historia de Canadá

La historia humana de Canadá se inició hace unos 15 000 años, cuando los aborígenes de la zona forjaron prósperas comunidades en la exuberante naturaleza. Pero todo cambió cuando a finales del s. XV llegaron los europeos y empezaron a arrogarse derechos; ello generó conflictos y acabó configurando una nueva y extensa nación. Hoy puede verse gran parte de este pintoresco patrimonio en más de 950 lugares históricos nacionales que van desde fuertes a campos de batalla o casas famosas.

Los primeros habitantes

Los primitivos pobladores de Canadá probablemente fueran cazadores nómadas asiáticos que, persiguiendo por necesidad caribúes, uapitíes y bisontes, cruzaron el puente de tierra que unía Siberia y Alaska. Cuando la Tierra se calentó y los glaciares se retiraron, aquellos pueblos emigrantes se expandieron progresivamente por todo el continente.

Hace unos 4500 años, una segunda oleada migratoria procedente de Siberia llevó a los ancestros del pueblo inuit hasta Canadá. Los recién llegados, viendo aquella nevera llena de deliciosos pescados y focas, decidieron quedarse. Los primitivos inuit formaban parte de la cultura Dorset, llamada así porque sus primeros restos se excavaron en Cape Dorset, en la isla de Baffin. Alrededor del 1000 d.C. existió una cultura inuit diferente, la de los cazadores y balleneros thule del norte de Alaska, que empezó a desplazarse hacia el este a través del Ártico canadiense. Los thule son los antepasados directos de los inuit actuales.

A finales del s. XV, cuando llegaron los primeros europeos, los pueblos aborígenes se hallaban distribuidos en cuatro asentamientos principales por todo Canadá: el Pacífico, las Llanuras, la zona sur de Ontario/río San Lorenzo y los bosques del noreste.

Los vikingos y los exploradores europeos

El famoso vikingo Leif Eriksson y su tribu de marineros escandinavos fueron los primeros europeos no solo en llegar a las costas de Canadá, sino en pisar América del Norte. Hacia el 1000 d.C. rodearon la costa oriental de Canadá fundando campamentos de invierno y estaciones para reparar los barcos y aprovisionarse, como el de L’Anse aux Meadows en Terranova. Las tribus autóctonas no los recibieron con los brazos abiertos, y los vikingos, cansados de tanta hostilidad, regresaron a su tierra. Durante los siguientes 300 o 400 años no hubo más incursiones extranjeras en el territorio.

Pero las cosas cambiaron a finales del s. XV. En 1492, con el respaldo de la Corona española, Cristóbal Colón partió en busca de una ruta marítima occidental hacia Asia y se topó con unas pequeñas islas en las Bahamas. Otros reyes europeos, impactados con tal “descubrimiento”, no tardaron en patrocinar sus propias expediciones. En 1497, Giovanni Caboto (John Cabot), navegando bajo bandera británica, llegó más al oeste, hasta Terranova y Cape Breton.

Cabot no encontró el paso hacia China, pero sí bacalao, un producto muy codiciado en Europa. Al poco tiempo, centenares de navíos surcaban las aguas entre Europa y aquellos nuevos y fértiles caladeros. No tardaron en acudir balleneros vascos del norte de España y varios de ellos se establecieron en Red Bay (Labrador), que se convirtió en el principal puerto ballenero mundial durante el s. XVI.

El rey Francisco I de Francia miró a sus vecinos, se acarició la barba, chasqueó los dedos y ordenó que Jacques Cartier se presentara ante él. Por entonces, no solo buscaban el Paso del Noroeste sino también oro, dados los hallazgos de los conquistadores españoles en territorios azteca e inca. El rey contaba con encontrar riquezas similares en el gélido norte.

Al llegar a Labrador, Cartier solo halló “piedras y unas horribles y escarpadas rocas”, según anotó en su diario de 1534. Pero siguió explorando y pronto desembarcó en la península de Gaspé (Quebec), cuyas tierras reclamó para Francia. Los nativos iroqueses aceptaron a Cartier hasta que este secuestró a dos hijos del jefe y se los llevó consigo a Europa. Los devolvió un año más tarde, cuando remontaba el río San Lorenzo hacia Stadacona (actual ciudad de Quebec) y Hochelaga (actual Montreal). Allí tuvo noticias de una tierra llena de oro y plata llamada Saguenay, que en 1541 motivó su tercer viaje, pero las míticas riquezas se le resistieron de nuevo.

El auge de las pieles

Francisco I empezaba a hartarse de que su lejana colonia no produjera los bienes deseados. Pero su interés se renovó unas décadas más tarde cuando los sombreros de pieles se pusieron de moda. Las gentes importantes lucían uno y, como los expertos en moda sabían, no había chapeau más refinado que el de castor. Puesto que los castores escaseaban en el Viejo Mundo, la demanda del producto de ultramar era alta.

Cuando en 1588 la Corona francesa otorgó el primer monopolio mercantil en Canadá, otros comerciantes se apresuraron a cuestionar tal derecho. Así empezó la pugna por el control del comercio de pieles. No hay que subestimar la importancia económica de esta empresa ni su papel en el desarrollo de la historia canadiense, pues fue la razón principal de la colonización europea, el origen de la lucha por la hegemonía entre franceses y británicos, y la fuente de conflictos y discordias entre los grupos aborígenes.

Para hacerse con el control de aquellas lejanas tierras, primero había que llevar personal europeo. En el verano de 1604, un grupo de pioneros franceses fundaron un asentamiento provisional en Île Ste-Croix (un islote en el río, en la actual frontera de EE UU en Maine) y a la primavera siguiente se trasladaron a Port Royal (actual Annapolis Royal) en Nueva Escocia. Estos emplazamientos, difíciles de defender, no eran buenos para controlar el comercio de pieles con el interior. Remontando el río San Lorenzo, los futuros colonos finalmente dieron con un sitio que su jefe, Samuel de Champlain, consideró un terreno idóneo: el lugar donde hoy se asienta la ciudad de Quebec. En 1608 “Nueva Francia” se hizo realidad.

Franceses contra ingleses

Los franceses disfrutaron de su lujoso monopolio peletero durante varias décadas, pero en 1670 los británicos les echaron un pulso cuando dos exploradores franceses desilusionados, Radisson y Des Groseilliers, les contaron que la mejor zona para las pieles se hallaba al norte y al oeste del lago Superior, y que su acceso era fácil por la bahía de Hudson. El rey Carlos II creó enseguida la Hudson’s Bay Company y le otorgó un monopolio comercial sobre todas las tierras cuyos ríos y arroyos desembocasen en la bahía. Este inmenso territorio, llamado Rupert’s Land, comprendía cerca del 40% del Canadá actual, incluidos Labrador, el oeste de Quebec, el noroeste de Ontario, Manitoba, gran parte de Saskatchewan y Alberta, así como una zona de los Territorios del Noroeste.

Los ingleses sulfuraron a los franceses con tales movimientos, y estos siguieron respondieron estableciéndose más hacia el interior. Ambos países se atribuían derechos sobre las tierras, pero cada uno aspiraba a dominar la región entera. Se enzarzaron en hostilidades que eran un reflejo de la situación en Europa, donde las guerras en la primera mitad del s. XVIII fueron devastadoras.

El punto crítico llegó con el Tratado de Utrecht, que ponía fin a la Guerra de la Reina Ana (1701-1713) en ultramar. En virtud de sus disposiciones, los franceses tuvieron que reconocer los derechos británicos sobre la bahía de Hudson y Terranova, y ceder toda Nueva Escocia (llamada entonces Acadia), excepto la isla de Cape Breton.

El conflicto se mantuvo latente durante varias décadas hasta que se reavivó con una fuerza inusitada en 1754, cuando ambos países se enfrentaron en la Guerra de los Siete Años. Pero la balanza no tardó en inclinarse a favor de los británicos cuando conquistaron la fortaleza de Luisburgo, que les permitió controlar la estratégica entrada del río San Lorenzo.

En 1759, los británicos asediaron Quebec y escalaron los acantilados para lanzar un ataque por sorpresa que derrotó a los aturdidos franceses. Fue una de las batallas más famosas y sangrientas de Canadá, en la que murieron los generales al mando de ambos ejércitos. Francia cedió Canadá a Gran Bretaña por el Tratado de París (1763).

Los problemas crecen

La gestión del territorio recién adquirido supuso un gran desafío para los británicos. De entrada, tuvieron que sofocar los levantamientos de las tribus aborígenes, como el ataque del jefe ottawa Pontiac a Detroit. El Gobierno británico decretó la Proclamación Real de 1763, que impedía a los colonos asentarse al oeste de los Apalaches y regulaba las compras de tierras aborígenes. Aunque llena de buenas intenciones, la proclamación apenas fue acatada.

Los francocanadienses fueron el siguiente dolor de cabeza. Las tensiones surgieron cuando los nuevos gobernantes impusieron la ley británica que limitaba severamente los derechos de los católicos romanos (franceses), incluido el derecho a votar y a ejercer cargos. Los británicos esperaban que su política discriminatoria provocara un éxodo masivo de colonos, lo que facilitaría la labor de anglicanización. Pero el plan no funcionó: los franceses impasibles, se mantuvieron en sus trece.

Como si las tribus y los franceses no fueran ya suficiente problema, las colonias americanas del sur empezaron a rebelarse. El gobernador británico Guy Carleton llegó a la sabia conclusión de que ganarse la lealtad política de los colonos franceses era mejor que acostumbrarles a beber té, y de ahí salió la Ley de Quebec de 1774, que validaba el derecho de los francocanadienses a su religión, les permitía ejercer cargos políticos y restauraba el uso del derecho civil francés. Así, durante la Revolución estadounidense (1775-1783) la mayoría de los francocanadienses se negaron a empuñar las armas por la causa americana, aunque tampoco fueron muchos los que defendieron de buena gana a los británicos.

Tras la revolución, la población anglófona de Canadá aumentó exponencialmente gracias a 50 000 emigrantes de los recién independizados EE UU. Muchos de estos colonos, llamados lealistas del Imperio Unido por su supuesta lealtad a Gran Bretaña, estaban más motivados por la tierra barata que por el amor al rey y a la Corona. La mayoría terminaron en Nueva Escocia y New Brunswick, mientras que un grupo más pequeño se estableció en la orilla norte del lago Ontario y en el valle del río Ottawa, donde formaron el núcleo del futuro Ontario. Y unos 8000 se trasladaron a Quebec para crear la primera comunidad anglófona importante en el bastión francófono.

Una nación dividida: Alto y Bajo Canadá

En parte por satisfacer los intereses de los colonos lealistas, el Gobierno británico aprobó la Ley Constitucional de 1791 que dividía la colonia en Alto Canadá (actual sur de Ontario) y Bajo Canadá (actual sur de Quebec). El Bajo Canadá conservó las leyes civiles francesas, pero ambas provincias se rigieron por el código penal británico.

La Corona británica colocó un gobernador al mando de cada colonia, que designaba a los miembros de su “gabinete” o Consejo Ejecutivo. El poder legislativo estaba formado por un Consejo Legislativo nombrado y una Asamblea elegida que teóricamente representaba los intereses de los colonos. En realidad, la Asamblea tenía escaso poder, pues el gobernador ostentaba el derecho de veto. No es de extrañar que todo ello fuera motivo de fricciones y antipatías, sobre todo en el Bajo Canadá, donde un gobernador inglés y un Consejo dominado por ingleses controlaban una Asamblea de mayoría francesa.

El nepotismo empeoró la situación. Los miembros de la élite mercantil conservadora británica que dominaban los consejos Ejecutivo y Legislativo mostraban escaso interés por los problemas francocanadienses. Conocidos como Family Compact en el Alto Canadá y Château Clique en el Bajo Canadá, entre sus filas se contaban John Molson y el fundador de la universidad James McGill. La influencia del grupo creció sobre todo tras la guerra de 1812, un intento infructuoso de EE UU para invadir a su vecino del norte.

En 1837, la frustración generada por estas élites enquistadas llegó a un punto crítico. El líder del Partido Canadiense, Louis-Joseph Papineau, y su homólogo del Alto Canadá y líder del partido Reformista, William Lyon Mackenzie, impulsaron sendas rebeliones abiertas contra el Gobierno. Aunque ambas fueron pronto sofocadas, el incidente demostró a los británicos que el statu quo no podría mantenerse por más tiempo.

Unión con reservas

Los británicos enviaron a John Lambton, conde de Durham, a investigar las causas de las rebeliones. Lambton observó que el fondo del problema eran las tensiones étnicas y describió a los franceses y a los británicos como “dos naciones luchando en el seno de un único estado”. Se ganó el apodo de “Jack el Radical” al afirmar que la cultura y la sociedad francesas eran inferiores y un obstáculo para la expansión y la grandeza; opinaba que solo mediante la asimilación de las leyes, el idioma y las instituciones británicas se acabaría con el nacionalismo francés y se alcanzaría una paz duradera para las colonias. Estas ideas se recogieron en la Ley de la Unión de 1840.

El Alto y el Bajo Canadá no tardaron en fusionarse en la provincia de Canadá, gobernada por un único órgano legislativo: el nuevo Parlamento de Canadá. Cada una de las ex colonias tenía el mismo número de representantes, hecho que no era justo para el Bajo Canadá (es decir, Quebec), cuya población era muy superior. Lo positivo fue que el nuevo sistema de gobierno responsable limitó los poderes del gobernador y erradicó el nepotismo.

Aunque la mayoría de los anglocanadienses aceptaron el nuevo sistema, los franceses no quedaron convencidos. Más bien al contrario, el objetivo subyacente de la unión de destruir la cultura, el idioma y la identidad francesa unió aún más a los francófonos. Las disposiciones de la ley dejaron profundas heridas que hoy no se han cerrado del todo.

Así pues, la provincia se reunificó sobre un terreno resbaladizo. La década siguiente estuvo marcada por la inestabilidad política y por gobiernos que se sucedieron de forma bastante rápida. Entretanto, EE UU se había convertido en una potencia económica, mientras la Norteamérica británica todavía era un mosaico impreciso de colonias independientes. La guerra de Secesión (1861-1865) y la compra de Alaska a Rusia por parte de EE UU en 1867 suscitó el temor de una anexión. Cuando se hizo evidente que solo un sistema político menos inestable evitaría estos problemas, el movimiento hacia la unión federal cobró fuerza.

Confederación

En 1864, Charlottetown (Isla del Príncipe Eduardo o PEI) fue la sala de partos donde vería la luz el moderno Canadá. Los “Padres de la Confederación” (grupo de representantes de Nueva Escocia, New Brunswick, PEI, Ontario y Quebec) se reunieron en la Province House de la ciudad para elaborar el marco de una nueva nación. Tras dos reuniones más, el Parlamento aprobó la Ley de la Norteamérica Británica de 1867, dando inicio al estado moderno y autónomo de Canadá, denominado inicialmente Dominio de Canadá. El día en que la ley se hizo oficial, el 1 de julio, se celebra la fiesta nacional canadiense; se llamó Día del Dominio hasta 1982, cuando pasó a denominarse Día de Canadá.

La conquista del oeste

La primera tarea del Dominio fue incorporar las tierras y colonias restantes de la Confederación. Bajo el mandato del primer ministro, John A. Mac donald, el Gobierno compró en 1869 a la Hudson’s Bay Company el extenso territorio de Rupert’s Land por la irrisoria cantidad de 300 000 £ (unos 11,5 millones de dólares actuales). Estas tierras que hoy se denominan Territorios del Noroeste (NWT) estaban muy poco pobladas, había sobre todo aborígenes de las llanuras y varios millares de métis, una mezcla racial de cree, ojibwe o saulteaux y comerciantes de pieles francocanadienses o escoceses, cuya lengua principal era el francés. Su mayor asentamiento fue la Red River Colony de Fort Garry (actual Winnipeg).

El Gobierno canadiense no tardó en enfrentarse a los métis por los derechos de uso de las tierras; de ahí que los métis constituyeran un Gobierno provisional dirigido por el carismático Louis Riel. En noviembre de 1869, Riel se apoderó de Upper Fort Garry y obligó a Ottawa a negociar. Pero cuando su delegación ya estaba en camino, en un arrebato Riel ejecutó a un prisionero canadiense retenido en el fuerte. Aunque el asesinato provocó indignación en Canadá, el Gobierno estaba tan interesado en absorber al oeste que aceptó casi todas las exigencias de Riel, incluidas las de proteger la lengua y la religión de los métis. Así pues, en julio de 1870, la entonces pequeña provincia de Manitoba abandonó los Territorios del Noroeste para integrarse en el Dominio. Macdonald envió tropas en busca de Riel, pero este consiguió huir a EE UU y en 1875 se le impuso un exilio de cinco años.

La Columbia Británica (BC), creada en 1866 por la fusión de las colonias de Nueva Caledonia y la isla de Vancouver, fue la siguiente frontera. El descubrimiento de oro en el río Fraser en 1858 y en la región de Cariboo en 1862 provocó una gran afluencia de colonos a las ciudades de la fiebre minera, como Williams Lake y Barkerville. Pero cuando las minas de oro se agotaron, la Columbia Británica se hundió en la pobreza. En 1871 se incorporó al Dominio a cambio de que el Gobierno canadiense asumiera toda su deuda y prometiera conectarla con el este mediante un ferrocarril transcontinental en un plazo de 10 años.

La construcción del Canadian Pacific Railway fue uno de los capítulos más extraordinarios de la historia canadiense. Macdonald consideró que el ferrocarril sería crucial en la unificación del país y estimularía la inmigración, los negocios y la manufactura. Fue una empresa costosa, dificultada aún más por lo escarpado del terreno. Para atraer a los inversores, el Gobierno les ofreció importantes beneficios, como extensas concesiones de tierras en el oeste de Canadá.

Para llevar la ley y el orden al “salvaje oeste”, el Gobierno creó en 1873 la Policía Montada del Noroeste (NWMP), más tarde convertida en la Real Policía Montada de Canadá (RCMP). Los apodados mounties son todavía la policía nacional canadiense. A pesar de su eficacia, la NWMP no pudo evitar que surgieran problemas en las praderas, donde los pueblos nativos de las llanuras no tardaron en cuestionar su situación.

Entretanto, muchos métis se habían trasladado a Saskatchewan para establecerse en Batoche. Al igual que en Manitoba, pronto chocaron con los inspectores del Gobierno sobre cuestiones relacionadas con la tierra. En 1884, después de que fueran desoídas sus reiteradas apelaciones a Ottawa, convencieron a Louis Riel para que volviera del exilio a defender su causa. Al ser rechazado, Riel respondió de la única forma que sabía: formando un Gobierno provisional y conduciendo a los métis a la revuelta. Riel contaba con el respaldo de los cree, pero los tiempos habían cambiado: con el ferrocarril casi terminado, el ejército gubernamental llegó en cuestión de días. Riel se rindió en mayo y aquel mismo año fue ahorcado por traición.

Soltando amarras

Canadá entró con optimismo en el s. XX. La industrialización estaba en pleno apogeo, se había encontrado oro en el Yukón y los recursos canadienses, desde el trigo a la madera, eran cada vez más demandados. Además, el nuevo ferrocarril había abierto las compuertas a un torrente inmigratorio.

Entre 1885 y 1914 llegaron a Canadá unos 4,5 millones de personas. Entre ellas había numerosos grupos extranjeros que acudían a trabajar a las praderas. Reinaba un clima de optimismo y el primer ministro Wilfrid Laurier declaró: “El siglo xix fue el siglo de los EE UU. Creo que podemos afirmar que Canadá será el protagonista del xx”. Esta nueva confianza puso al país en el camino de la independencia, sobre todo al estallar la I Guerra Mundial.

Como miembro del Imperio británico, Canadá se vio automáticamente envuelto en el conflicto. En los primeros años de la guerra, más de 300 000 voluntarios marcharon a los campos de batalla europeos, pero mientras la guerra se prolongaba el alistamiento se estancó. Con la intención de reponer los diezmados efectivos militares, en 1917 el Gobierno presentó un proyecto de reclutamiento obligatorio. Fue una medida muy impopular, sobre todo entre los francocanadienses. Miles de quebequeses se lanzaron a las calles en protesta: el problema dejó a Canadá dividido y a los canadienses llenos de desconfianza hacia el Gobierno.

Cuando finalmente en 1918 los cañones enmudecieron, la mayoría de los canadienses estaban hartos de luchar por Gran Bretaña en guerras lejanas. Bajo el Gobierno de William Lyon Mackenzie King, hombre excéntrico que se comunicaba con los espíritus y rendía culto a su madre muerta, Canadá empezó a reivindicar su independencia. Mackenzie dejó muy claro que Gran Bretaña ya no podría recurrir automáticamente al ejército de Canadá, empezó a firmar acuerdos sin el consentimiento de los británicos y envió a un embajador canadiense a Washington. Tal contundencia desembocó en el Estatuto de Westminster, aprobado por el Parlamento británico en 1931, que formalizó la independencia de Canadá y otros países de la Commonwealth, si bien Gran Bretaña conservó el derecho de aprobar enmiendas a sus constituciones.

Este derecho siguió vigente durante un siglo y no se eliminó hasta la Ley de Canadá de 1982, ratificada por la reina Isabel II el 17 de abril en Parliament Hill de Ottawa. Hoy, Canadá es una monarquía constitucional con un Parlamento compuesto por una cámara alta designada o Senado, y una cámara baja electa o de los Comunes. El monarca británico sigue siendo el jefe de Estado, aunque su papel es testimonial y no menoscaba la soberanía canadiense. En Canadá, el representante de la monarquía es un gobernador general designado.

El Canadá actual

El período posterior a la II Guerra Mundial trajo otra oleada de expansión económica e inmigración procedente de Europa.

Terranova terminó por unirse a Canadá en 1949. Joey Smallwood, el político que convenció a la isla de la adhesión, sostenía que ello conllevaría prosperidad económica y cuando se convirtió en primer ministro de Terranova impulsó un programa de reubicación de los ciudadanos. A las gentes que vivían en pequeños núcleos de pesca aislados se les animaba a mudarse tierra adentro con escuelas, sanidad y otros servicios de forma más económica. Otro método fue eliminar los servicios de ferri; así las aldeas quedaban incomunicadas al no existir carreteras.

La única provincia que se rezagó durante el auge de la década de 1950 fue Quebec. Había permanecido un cuarto de siglo en manos del ultraconservador Maurice Duplessis y su partido Union Nationale, con el apoyo de la Iglesia católica y varios empresarios. No empezó a ponerse al día hasta la “Revolución tranquila” de los sesenta, en que se expandió el sector público, se invirtió en educación pública y se nacionalizaron las hidroeléctricas. Aun así, el progreso no fue lo bastante rápido para los nacionalistas radicales, para quienes la única forma de garantizar los derechos de los francófonos era la independencia. Quebec ha pasado los años subsiguientes coqueteando con el separatismo.

En 1960, los pueblos aborígenes de Canadá obtuvieron la nacionalidad canadiense y en las décadas siguientes afloraron los problemas relacionados con los derechos sobre la tierra y la discriminación. En 1990, la frustración de los nativos llegó a un punto crítico con la crisis de Oka que enfrentó al Gobierno y un grupo de activistas mohawk cerca de Montreal. El conflicto se desencadenó por una atribución de tierras, cuando la población de Oka proyectó la ampliación de un campo de golf en unas tierras consideradas sagradas para los mohawk. Ello desembocó en una confrontación que duró 78 días y en la que murió un policía. El caso conmocionó al país.

Después de Oka, una Comisión Real sobre los Pueblos Aborígenes emitió un informe que recomendaba revisar íntegramente las relaciones entre el Gobierno y los pueblos indígenas. En 1998, el ministerio de Asuntos Indígenas y del Norte dictó una Declaración de Reconciliación por la que aceptaba la responsabilidad de las injusticias cometidas a los pueblos aborígenes. En 1999, el Gobierno resolvió la mayor demanda sobre tierras creando el nuevo territorio de Nunavut, que entregó a los inuit que habían vivido durante largo tiempo en la región del norte. Otras disputas más recientes se han centrado en el cambio de denominación de lugares emblemáticos como el Mount Douglas, cerca de Victoria (BC).

En 1985, Canadá se convirtió en el primer país del mundo en aprobar una ley multicultural de ámbito nacional. Hoy, más del 20% de la población canadiense ha nacido en el extranjero. La Columbia Británica posee una larga historia de acogida de inmigrantes japoneses, chinos y surasiáticos. Las provincias de las praderas tradicionalmente han sido el destino de un gran número de ucranianos, y Ontario cuenta con una numerosa población caribeña y rusa, además de acoger al 60% de los musulmanes.

El nuevo milenio se ha portado bien con Canadá. El loonie despegó en el 2003 gracias al petróleo, los diamantes y otros recursos naturales, y la tolerancia marcha viento en popa con la legalización de la marihuana terapéutica y el matrimonio homosexual. El país mostró al mundo su exuberante riqueza al organizar con éxito los Juegos Olímpicos de Invierno 2010 en Vancouver.

 

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