Este país tan bien educado es trabajador, muy organizado, ordenado, obediente (¿alguien ha visto a un peatón suizo cruzar la calle cuando tiene su semáforo en rojo?), prudente y muy eficiente. O quizá no tanto…
Los suizos se consideran distintos y lo son. Los cuatro idiomas que se hablan en sus territorios (alemán, francés, italiano y el retorrománico del cantón de los Grisones, con sus numerosos dialectos que solo entienden los habitantes de cada uno de sus valles) se traducen en una gran diversidad cultural y de idiosincrasias. Es evidente que el Sonderfall Schweiz (literalmente “caso especial de Suiza”) en un país con tantas diferencias no encaja en un único modelo.
Por otra parte, a los suizos les gusta innovar: tienen desde antiquísimas tradiciones alpinas bastante primitivas, como la lucha libre y el tiro de piedra, hasta los trabajadores de Google en Zúrich que bajan a la oficina por una barra de bomberos; desde joyeros ginebrinos que fabrican relojes exclusivos con polvo lunar o ceniza del volcán islandés Eyjafjallajökull, hasta treintañeros a la moda que lucen bolsos hechos con lonas de camión recicladas.
Y no es solo eso: tienen una determinación que complementa su creatividad, demostrada hábilmente tanto por su dedicación infatigable al deporte como por el extraordinario e independiente espíritu con el que los agricultores suizos trabajan la tierra para ganarse la vida de forma sostenible. El aura del Sonderfall Schweiz quizá no brille tanto como hace unas décadas, pero sin duda en Suiza aún reluce.
Es una suerte nacer en Suiza, pues el país cuenta con asistencia sanitaria universal, educación de calidad y una economía fuerte (por no mencionar el fabuloso patio de recreo formado por tantísimos lagos y montañas). Una autoridad como la Economist Intelligence Unit declaró a Suiza el mejor país del mundo para nacer en el 2012 y 2013, basándose en 11 indicadores, entre ellos el PIB per cápita, la geografía, la seguridad laboral y la estabilidad política. Además, varias ciudades suizas (como Zúrich, Ginebra y Berna) figuran habitualmente en las listas de “mejores ciudades del mundo”. En el informe de calidad de vida elaborado por Mercer Consulting en el 2014, las tres ciudades mencionadas aparecían en 2º, 8º y 10º lugar respectivamente.
Aun así, su estilo de vida no es muy distinto del de otros occidentales, pero lo disfrutan más. Su pequeño país, uno de los 10 más ricos del mundo en cuanto a PIB per cápita, les proporciona unos servicios sanitarios excelentes, un transporte público eficiente y una seguridad total. La práctica del deporte, una dieta cuidada y su atención por el medio ambiente son indicativos de algo más profundo: el deseo de sacar el máximo partido a la vida.
La vida suiza no consiste solo en ir al chalé los fines de semana y alternar en las pistas de esquí. Las regiones rurales –en particular Appenzellerland, Valais y Jura– no se rigen por el glamour y el dinero, sino por una cultura tradicional en la que las estaciones se señalan con vetustas tradiciones y rituales locales, como las fiestas de la vendimia en otoño o la subida del ganado a los pastos de montaña en primavera, engalanado con flores y cencerros.
Su geografía le confiere una faceta deportiva y justifica el amor de los suizos por las actividades al aire libre. Y también es su gran atractivo turístico. En el s. xix, la época dorada del alpinismo, los picos alpinos cautivaron a los escaladores británicos. Alfred Wills coronó por primera vez el Wetterhorn (3692 m), en las alturas de Grindelwald, en 1854, seguido de una oleada de ascensiones a otras cumbres, como la famosa expedición de Edward Whymper al Cervino en 1865. Esta actividad pionera en los Alpes suizos desembocó en la fundación del primer club de alpinismo del mundo, el Alpine Club, en Londres en 1857, seguido por el Club Alpino Suizo en 1863.
Con la construcción del primer refugio de montaña en Tödi (3614 m) ese mismo año y el surgimiento de St Moritz y su seductor “clima de champán” un año después, como el lugar de moda para pasar el invierno entre la aristocracia europea, nacía el turismo alpino invernal. Se construyeron hoteles, vías férreas y teleféricos y, cuando en St Moritz se celebraron los segundos Juegos Olímpicos de Invierno en 1928, Suiza era el destino soñado por todos para las vacaciones en la nieve. Un año después, la primera escuela de esquí de Suiza abría sus puertas en St Moritz.
Entre los deportes autóctonos de Suiza se cuenta el Hornussen, un juego de origen medieval en el que participan dos equipos de entre 16 y 18 personas. Uno lanza una Hornuss (pelota, literalmente “avispón”) de 78 g al campo, mientras el otro intenta evitar que toque el suelo con una Schindel, una pala de 4 kg que parece una señal de carretera. Para darle un toque aún más peculiar, el lanzador se coloca sobre una rampa de acero agarrando una especie de fusta flexible, al final de la cual está la Hornuss, y gira sobre sí mismo. El otro equipo para la bola (a 85 m/s) o la lanza al aire con la Schindel.
El Schwingen es la versión suiza del sumo. Dos luchadores vestidos con pantalones de arpillera se enfrentan en un círculo de serrín. Mediante una complicada combinación de agarres (entrepierna incluida), tirones, fintas y otras maniobras, los luchadores intentan poner al rival de espaldas. Es posible verlo en ferias de montaña y festivales alpinos.
De hecho, tienen más patentes registradas y premios Nobel (sobre todo en disciplinas científicas) per cápita que ningún otro país.
Albert Einstein desarrolló su teoría de la relatividad mientras trabajaba en Berna (entre 1903 y 1905). Nacido en Alemania, estudió en Aarau y luego en Zúrich, donde se formó como profesor de física y matemáticas. Consiguió la nacionalidad suiza en 1901 y, como no encontraba empleo de profesor, estuvo trabajando como funcionario de baja categoría en la oficina de patentes de Berna. Obtuvo el doctorado en 1905 y después dio clases en Zúrich. Vivió en Suiza hasta 1914, cuando se trasladó a Berlín. El museo bernés Einstein-Haus explica toda la historia.
El día de Navidad de 1990, internet nacía en Ginebra, en la Organización Europea para la Investigación Nuclear, más conocida como CERN. El genio inventor de la herramienta para compartir información a nivel global fue Tim Berners-Lee, un licenciado en Oxford que trabajaba como consultor de software en el CERN y que empezó creando un programa para que los científicos de este centro pudieran compartir sus experimentos, datos y hallazgos. Dos años después había crecido notablemente y era mucho más potente de lo que nadie se podía imaginar. También notable, grande y potente es el Gran Colisionador de Hadrones del CERN, donde los científicos juegan a ser Dios con experimentos sobre el Big Bang. La visita guiada por sus instalaciones es del todo recomendable.
Otros grandes viajes científicos suizos son las revolucionarias investigaciones sobre los glaciares que llevaron a cabo valientes científicos del s. xix en el glaciar de 23 km de Aletsch (Alto Valais), y el primer “viaje ácido” (con dietilamida de ácido lisérgico, LSD) en el que se embarcó sin querer el químico Albert Hofmann en Basilea en 1943.
La contribución suiza a la arquitectura moderna es fundamental gracias a Le Corbusier (1887-1965), nacido en un pueblecito del Jura: La Chaux-de-Fonds. Famoso por su economía radical de diseño, por su formalismo y su funcionalismo, Le Corbusier trabajó sobre todo en Francia, pero dotó a su país natal de sus primeras y últimas creaciones.
Los arquitectos suizos siguen innovando. En Basilea, los socios Jacques Herzog y Pierre de Meuron son los más prestigiosos. Entre sus obras se cuentan la Tate Modern de Londres y el estadio principal de los Juegos Olímpicos de Pekín del 2008. En Suiza, puede admirarse su obra en una galería de arte de Basilea y, con suerte en la próxima década, en Davos, en forma de un lápiz de 105 m de alto que girará sobre el mítico hotel Schatzalp, si se termina algún día el debate sobre si construirlo o no.
El otro gran arquitecto suizo es natural de Tesino. Mario Botta es conocido a escala internacional por haber diseñado el Museo de Arte Moderno de San Francisco. Más cerca de su casa, su Chiesa di San Giovanni Battista de Mogno (en el Valle Maggia de Tesino), y el hotel-balneario estilo catedral de Tschuggen Bergoase (en Arosa, en los Grisones), son obras que transmiten serenidad, mientras que su futurista reforma del románico schloss (castillo) Leuk (Alto Valais) no puede ser más estrambótica. Su última obra suiza es el Mineralbad & Spa Rigi Kaltbad (balneario de aguas minerales y spa, 2012) con unas vistas magníficas del lago Lucerna desde las alturas del monte Rigi, en la Suiza Central.
También destaca el galardonado Therme Vals de Peter Zumthor, oriundo de Basilea, el Kirchner Museum de Davos, de los zuriqueses Annette Gigon y Mike Guyer, y un grupo de hoteles de Zermatt diseñados por el arquitecto vanguardista Heinz Julen.
Los arquitectos suizos contemporáneos no se limitan al medio urbano. Cada vez se centran más en los refugios de montaña y en cómo modernizarlos sin alterar la naturaleza, la ecología y el medioambiente. Entre sus sorprendentes edificaciones se cuentan la Tschierva Hütte (2753 m) del valle de la Engadina, Chetzeron, una estación de teleférico de hormigón de los años 1970 convertida en un bar a la última moda al pie de las pistas de Crans-Montana, y, la más significativa de todas, la visionaria Monte Rosa Hütte (2883 m), en Monte Rosa.
Gracias a una película de Shirley Temple de la década de 1930, la novela Heidi, de Johanna Spyri, se convirtió en la obra más famosa de la literatura suiza. La historia de una huérfana que vivía con su abuelo en los Alpes suizos, y a la que luego se le obligó a vivir en la ciudad, es de un sentimentalismo descarado y atípico en las letras suizas, que se caracterizan más bien por su seriedad y un cierto pesimismo.
Un ejemplo de la tónica general podría ser Hermann Hesse (1877-1962), nacido en Alemania pero nacionalizado suizo. Este Premio Nobel fusionó el misticismo oriental con la psicología de Ernst Jünger para defender la teoría de que la civilización occidental está condenada a menos que el ser humano recupere su propia y esencial humanidad, como expone en Siddhartha (1922) y El lobo estepario (1927). En novelas posteriores, como El juego de los abalorios (1943), explora la tensión entre la libertad individual y los controles de la sociedad.
Ich bin nicht Stiller (No soy Stiller; 1954), del zuriqués Max Frisch (1911-1991), es una historia oscura y kafkiana de identidades equivocadas. Resulta más accesible Friedrich Dürrenmatt (1921-1990), muy prolífico en el género de la novela negra.
Enrique el Verde (1854), de Gottfried Keller (1819-1900), es un relato sobre los recuerdos de un estudiante de Zúrich y está considerada una obra maestra de la literatura germánica.
El yodel y el cuerno de los Alpes son las expresiones por excelencia de la música tradicional suiza. El yodel nació en los Alpes para poder comunicarse entre las montañas, y luego se dividió en dos disciplinas. Una de ellas, el Juchzin, consta de gritos breves con distintos significados, tales como “a cenar” o “estamos regresando”. En la otra, el Naturjodel, una o varias voces cantan una melodía sin letra. El yodel está imponiéndose en los círculos urbanos más de moda, en gran parte gracias a cantantes folclóricos de tanto éxito como Nadja Räss.
“Dr Schacher Seppli” es una canción tradicional reinterpretada por el cantante de yodel, granjero y quesero más famoso de Suiza, Rudolf Rymann (1933-2008). Otra es Sonalp, un grupo formado por nueve personas de la región de Gruyères/Château d’Œx, cuya vibrante mezcla étnico-folclórica de yodel, cencerros, sierra musical, violín clásico y diyiridú resulta muy contagiosa.
El cuerno de los Alpes es la trompa que usaban los pastores para reunir al rebaño en las montañas, un instrumento de viento, de 2 a 4 m de largo, con una base curva y una boquilla de taza. Cuanto más corto es, más complicado resulta tocarlo. Si se puede, hay que intentar ver una sinfonía de más de cien cuernos sonando a la vez sobre el “escenario” (normalmente al aire libre y siempre a orillas de un lago entre montañas). Las fechas clave son el festival Alphorn In Concert en septiembre (www.alphorninconcert.ch), en Oesingen cerca de Solothurn, y el International Alphorn Festival en julio (www.nendaz.ch), en el incomparable marco junto a orilla alpina del Lac de Tracouet, en Nendaz, 13 km al sur de Sion (Valais); para que la experiencia alpina sea completa hay que subir caminando o en teleférico.
A los que prefieran el pop con toques de jazz y folk les gustará la voz frágil de la bernesa Sophie Hunger, que canta en inglés, alemán y alemán suizo. Sus recientes discos 1983 (2010) y The Danger of Light (2012) tuvieron gran éxito. Son mucho más duros los ritmos de Stress, el artista de hip hop más de moda en Suiza, conocido por sus letras a veces políticas y controvertidas.
A excepción del dadaísmo, en Suiza hay poca representación en cuanto a movimientos artísticos. Desde el punto de vista de los “temas” suizos, Ferdinand Hodler (1853-1918) pintó a héroes tradicionales como Guillermo Tell y hechos históricos como la primera iniciativa popular de Suiza. A diferencia de muchos de sus compatriotas, el bernés Hodler no marchó del país. Vale la pena buscar sus coloridos paisajes del lago Lemán y los Alpes en los museos suizos.
El artista suizo más famoso es el pintor abstracto y especialista en el color Paul Klee (1879-1940). Aunque pasó casi toda su vida en Alemania, parte de ella con la escuela de la Bauhaus, la mayor colección de su obra se expone en el fascinante Zentrum Paul Klee de Berna. Del mismo modo, el escultor Alberto Giacometti (1901-1966) nació en los Grisones y trabajó en París, pero muchas de sus características figuras estilizadas (que a menudo están de pie o andando) pueden verse en la Kunsthaus de Zúrich . Las peculiares esculturas metamecánicas de Jean Tinguely (1925-1991), que vivió en París, se agrupan en Basilea (donde hay un museo dedicado a su obra) y Friburgo.
Los suizos son excelentes en diseño gráfico. Los “nuevos grafismos” de Josef Müller-Brockmann (1914-1996) y Max Bill (1908-1994) siguen gozando de gran prestigio, al igual que la obra de Karl Gerstner (n. 1930) para IBM y la tipografía del estudio Búro Destruct, incluidas en las carátulas de muchos discos.
En diseño industrial e instalaciones artísticas también hay grandes figuras. De la mano de Pipilotti Rist (n. 1962) aquí nació el mayor salón urbano de Europa, en San Galo (Suiza Nororiental); también la Cow Parade, los desfiles de vacas de fibra de vidrio pintado, de tamaño natural, que recorrieron todo el mundo. El primer rebaño de 800 cabezas circuló por Zúrich en 1998 y todavía quedan reses desperdigadas por todo el planeta.
En la tierra de Heidi los platos son generosos. La gastronomía suiza es mucho más que el chocolate, el queso y el rösti suizo-alemán. Y no solo importa la excelencia culinaria sino también lo excepcional de la experiencia, como comer en otoño platos de caza y carnes secadas en una granja con vacas rumiando y unas vistas magníficas, o saborear una ‘fondue’ en un bosque después de bajar por un tobogán entre árboles y a la luz de las estrellas, o disfrutar de un barquillo dulce, a rebosar de una nata densa, en un chalé de montaña, rodeado de “cuatromiles”. Son los momentos culinarios que dejan un recuerdo imborrable.
Si la tradición alpina aporta a la comida suiza su alma y su resistencia, la geografía le añade este giro imprevisto. Los urbanitas elegantes se regalan con platos de pasta, bolas de pasta rellenas, strudel y tapas; la cocina suiza es muy rica y variada gracias al trío de sólidas cocinas vecinas. Los chefs de los cantones francófonos toman ejemplo de Francia, las cocinas de Tesino se inspiran en Italia y buena parte del país se dirige a Alemania y Austria en busca de recetas. El resultado es una gastronomía novedosa, con profundas raíces en la tierra y en las estaciones, y con unos postres fabulosos.
La cerveza fluye sobre todo en la Suiza de habla alemana, pero son los amantes del vino los que se llevan la mejor parte.
Ante todo, hay que aclarar que no todos los quesos suizos tienen agujeros. El emmental, el queso duro del valle del Emme (al este de Berna), sí los tiene, al igual que su primo el tilsiter, del mismo valle. Pero la mayoría de los 450 tipos de queso (käse en alemán, fromage en francés, formaggio en italiano) de Suiza carecen de agujeros, p. ej., el conocido queso gruyère, elaborado en el pueblo de Gruyères, próximo a Friburgo, o el aromático appenzeller que se emplea en unos platos igual de sabrosos y olorosos en el pueblo homónimo de la Suiza Nororiental, o el sbrinz, el queso duro más antiguo de Suiza y antepasado transalpino del parmesano italiano, madurado durante 24 meses para conseguir ese sabor tan característico: se come tal cual, en láminas finas tipo carpaccio o rallado sobre los espárragos de primavera.
Otro queso típico que no tiene ni un solo orificio es el Tête de Moine (literalmente “cabeza de monje”) del Jura, fuerte y con sabor a nueces, que se corta en virutas con un movimiento circular realizado con un instrumento especial llamado girolle (un regalo perfecto para llevarse de vuelta; se encuentra en supermercados).
También es único L’Etivaz que, siguiendo una tradición alpina antiquísima, solo se hace en los altos pastizales veraniegos de los Alpes vaudoises (del cantón de Vaud). Mientras las vacas pastan afuera, en el interior de sus centenarios chalets d’alpage (cabañas de montaña) los pastores calientan la leche de la mañana en un caldero de cobre típico sobre un fuego de leña. Este producto de temporada, con Appellation d’Origine Contrôllée (AOC o denominación de origen controlada) solo puede confeccionarse entre mayo y principios de octubre con leche de vacas que hayan pastado en la montaña y a una altitud comprendida entre los 1000 y los 2000 m.
Por supuesto que no es el único queso que se hace a gran altura y con métodos tradicionales; cuando se pase por el Valais, los Alpes berneses, Tesino y otras zonas rurales en verano, hay que fijarse en las señales que indican granjas aisladas donde elaboran y venden fromage d’alpage (queso de pastos alpinos, hobelkäse en alemán, formaggio d’Alpe en italiano).
En la frontera con Italia, el Zincarlìn es una especie de requesón con forma de taza.
La principal aportación francesa a la cocina suiza es la fondue (del verbo francés fondre, “fundir”), una cazuela de pegajoso queso derretido, que se coloca en el centro de la mesa y se mantiene caliente mientras los comensales sumergen en ella trocitos de pan duro ensartados en largas varillas. Quien pierda su pan en el queso tiene que pagar la ronda siguiente de bebidas o, si está en Ginebra, lo arrojarán al lago. Es tradición comer este plato en invierno (los suizos solo lo toman cuando hay nieve), no como los turistas.
La fondue clásica de Suiza es una mezcla a partes iguales de queso emmental y gruyère, rallados y mezclados con vino blanco y un chorrito de kirsch (aguardiente de cereza), y espesado ligeramente con patata o harina de maíz. Se sirve con una cesta de trocitos de pan y casi todo el mundo pide un acompañamiento de embutidos y pepinillos. En la fondue moitié moitié (“mitad mitad”) se mezcla el gruyère con vacherin de Friburgo, y la fondue savoyarde contiene partes iguales de quesos comté, beaufort y emmental. En las variaciones más corrientes se añaden ingredientes tales como setas o tomate.
El otro plato de queso característico de Suiza, todo un festín por sí solo, es la raclette. A diferencia de la anterior, la raclette –que es el nombre del plato y del queso– se come todo el año. Se enrosca un trozo de queso en un aparato especial que funde la parte plana de arriba. A medida que se va fundiendo, el queso se coloca en bandejas para consumirlo inmediatamente con patatas cocidas, embutidos y cebolletas o pepinillos en vinagre.
Si se habla con algún habitante del Valais, seguro que le explica la diferencia entre el queso raclette fabricado de forma industrial con leche pasteurizada en cualquier parte de Suiza, y el raclette du Valais, elaborado en el Valais con lait cru (leche cruda) desde el s. xvi. En el 2007, el raclette du Valais –siempre de 29 a 31 cm de diámetro, de 4,8 a 5,2 kg– consiguió su propia denominación de origen, para espanto de los fabricantes de otros cantones, que argumentaron, en vano, que la palabra raclette (del verbo francés racler, “raspar”) hace alusión al plato y no al queso, por lo que no debería restringirse a una región.
El almuerzo suizo por antonomasia es tomar una fuente de carne de buey seca, una verdadera exquisitez de los Grisones que se ahúma, se corta en finas lonchas y se sirve con el nombre de Bündnerfleisch. Se aconseja comerla sola o en Capuns, un guiso consistente de masa Spätzli con carne de buey seca, jamón y hierbas, que se corta en pedacitos, se envuelve en espinacas y se mezcla con más Spätzli (un cruce germánico entre la pasta y las bolitas de masa). Las mismas lonchas finas de viande séchée (carne seca) se sirven como tapa en el Val d’Hérens, un valle maravillosamente remoto del Valais de tierras fértiles donde pastan las vacas negras Hérens y los gourmets locales cocinan un filete de carne de Hérens tiernísimo, servido de todas las formas imaginables. Los restaurantes Au Vieux Mazot de Evolène y Au Cheval Blanc de Sion son dos sitios sencillos pero magníficos para probar esta carne local.
Al ir hacia el este, las Würste (salchichas) se convierten en las protagonistas del almuerzo. Lo típico es servirlas con el plato estrella suizo-alemán: el rösti (aunque no lleve huevo ni cebolla, recuerda a la tortilla de patatas aunque mucho más compacta, porque se fríe en una sartén), a veces coronado con un huevo frito. En la Suiza francófona lo fríen en aceite, mientras que los suizo-alemanes utilizan mantequilla o manteca de cerdo. Es un plato corriente y barato, pero hay que probarlo en los restaurantes de montaña auténticos; las versiones envasadas al vacío que venden en los supermercados no son comparables. Frita hasta quedar crujiente, a menudo en un horno de leña, la patata troceada se mezcla con setas de temporada y pedacitos de beicon para crear un almuerzo perfecto, que solo se acompaña con una sencilla ensalada verde.
La ternera goza de mucho prestigio y se sirve en finas lonchas bañadas en una salsa cremosa en Zúrich: el geschnetzeltes Kalbsfleisch. También se come carne de caballo. Hay dos embutidos suizos lo suficientemente escasos como para figurar en la lista de Slow Food de alimentos del mundo en peligro de extinción (www.slowfoodfoundation.com). Se trata del sac (elaborado con especias, carne, hígado y manteca de cerdo, que se deja curar 12 meses) y la fidighèla (cuando es recta va envuelta en tripas de ternera; cuando es curva en intestino de cerdo, que se deja curar durante 2-3 semanas).
Para los verdaderos amantes de la carne la mejor estación es el otoño, cuando en los restaurantes guisan las Wildspezialitäten/chasse/cacciagione (platos de caza). El venado y el jabalí tienen mucha difusión.
El pescado es la especialidad de las poblaciones situadas a orillas de lagos. Los filetes de perca (perche en francés) y de corégono (féra) son muy corrientes, pero que nadie piense que todos los filets de perche anunciados en las pizarras de todos los restaurantes del lago Lemán proceden del lago; la mayoría de los cocinados en sus orillas, Ginebra incluida, vienen congelados del Europa del Este.
El otoño, con la caza fresca, la abundancia de setas silvestres, castañas y vendimias, es una estación para gourmets exquisitos en Suiza. Cebado en verano, el cerdo familiar –que solía sacrificarse el día de San Martín (11 de noviembre) para señalar el final de las labores agrícolas en los campos y el principio del invierno– está listo para el carnicero. Desde hace varios siglos, después de la matanza se salaba la carne y se hacían salchichas. Terminada la tarea, la gente celebraba con alegría el gran esfuerzo del día. El plato principal de la fiesta: el cerdo.
Especialmente en el francófono Jura, la tradición festiva asociada a la Fête de la Saint Martin se vive con una energía y entusiasmo particulares en Porrentruy. Los bares y restaurantes locales organizan fiestas durante varios fines de semana seguidos de octubre y noviembre. Un festín de cerdo típico consta de una serie de siete abundantes platos: puede empezar con una gelée de ménage, una gelatina de cerdo. Después vienen el boudin, purée de pommes et racines rouges (morcilla negra, compota de manzanas y verduras rojas) y montañas de salchichas acompañadas de rösti y atriaux (mezcla de grasa de cerdo, salchicha e hígado fritos en grasa muy caliente). A continuación llega el plato principal, con rôti, côtines et doucette (cerdo asado, chuletas y ensalada verde). Para ayudar a digerir, a veces luego viene un sorbete con licor, seguido de una ración de choucroute (chucrut con trocitos de beicon). Por último, se sirve el postre tradicional, algo así como striflate en sauce de vanille (rosquillas fritas en salsa de vainilla).
El Rippli (un puchero de costillas de cerdo guisadas con beicon, patatas y alubias) de Berna y alrededores, es un plato de cerdo que se come todo el año y, en el cantón de Vaud, el papet vaudois (estofado de patatas, puerros, repollo y salchichas) y el taillé aux greubons (una especie de empanadilla rellena de cubitos de cerdo). En la Engadina, las salchichas se asan con cebollas y patatas para hacer el pian di pigna.
Qué listos son los suizos: no solo se comen los lustrosos albaricoques, ciruelas, peras y dulces moras del Valais, que cubren sus huertos de bonitos capullos blancos en abril y mayo. También secan, conservan y destilan sus abundantes frutos para crear fuertes aguardientes, compotas de invierno y jarabes tan densos como la miel, para cocinar o untar en el pan.
El eau-de-vie de Berudge se hace con las ciruelas Berudge cultivadas en las laderas del monte Vully, en el cantón de Friburgo, y las cerezas de los alrededores de Basilea acaban en el denso jarabe de Chriesimues y en el dulce kirsch –el ingrediente que da a la exquisita Zuger Kirschtorte (tarta de cereza hecha con masa, galleta, pasta de almendras y crema de mantequilla, todo regado con aguardiente de cereza) de Zug ese toque tan especial. El kirsch suizo genuino cada vez es más difícil de encontrar, pues los agricultores sustituyen las antiguas variedades de cereza por equivalentes modernas menos aromáticas. El zumo de manzana o de pera se hierve a fuego lento 24 horas para hacer el vin cuit (un concentrado denso que se utiliza en tartas y otros postres de frutas) de Friburgo y el raisinée de Vaud; el Buttemoscht es un equivalente menos común elaborado con los frutos del escaramujo o rosal silvestre.
La pera Botzi que se cultiva por Gruyères es tan exquisita que tiene su propia denominación de origen. Se puede comer tal cual sale del árbol o acompañada de la crème de Gruyères, una crema densísima, que se suele comer con cucharada y acompañada de merengues muy dulces. Las cuisses de dame (muslos de dama) son unos buñuelos fritos con azúcar de forma alargada, que se encuentran en los cantones francófonos junto a las amandines (tartas de almendra). Aparte del omnipresente Apfelstrudel (tarta de manzana), generalmente servido con salsa de vainilla líquida, en los cantones germánicos cocinan los Vermicelles, un invento con crema de castañas que recuerda vagamente a los espaguetis.
Luego, por supuesto, está el chocolate…