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La capital de Quebec tiene más de 400 años. Sus murallas de piedra, catedrales y cafés empapados de jazz le impregnan de romanticismo, melancolía, excentricidad e intriga a la par que cualquier ciudad europea. Lo mejor es pasear por el laberinto de callejuelas de la ciudad vieja y perderse entre los artistas callejeros y las tabernas, parando de vez en cuando a tomarse un café au lait, un hojaldre o un plato de poutine (patatas fritas bañadas en queso y salsa de carne).