Historia de Italia

Italia existe como estado desde 1861; antes de esta fecha, solo estuvo unificada como parte integrante del Imperio romano. Su influencia como capital del catolicismo ha sido poderosa, y las dinámicas ciudades-estado de Italia impulsaron la modernidad con el Renacimiento. La unidad de Italia se ganó con sangre: norte y sur se fundieron en un matrimonio mal avenido pero duradero. Incluso hoy, Italia se muestra como un conjunto de regiones dispares, un presente con profundas raíces en el pasado.

Etruscos, griegos, gemelos y una loba

De las muchas tribus que surgieron durante la Edad de Piedra, los etruscos fueron quienes dominaron la península Itálica en el s. VII a.C. Etruria estaba formada por ciudades-estado concentradas principalmente entre los ríos Arno y Tíber, como Caere (la moderna Cerveteri), Tarquinii (Tarquinia), Veii (Veio), Perusia (Perugia), Volaterrae (Volterra) y Arretium (Arezzo). El nombre del territorio etrusco se conserva en el topónimo Toscana, donde estaba (y sigue estando) el grueso de sus asentamientos.

Casi todo lo que se sabe de los etruscos se debe a los objetos y pinturas exhumados en sus necrópolis, especialmente en Tarquinia, cerca de Roma. Persiste la polémica sobre si los etruscos emigraron desde Asia Menor, y su lengua apenas ha sido descifrada. Guerreros y marinos, carecían de cohesión y disciplina.

Los etruscos cultivaban la tierra y extraían metales; rendían culto a numerosos dioses, cuyos designios intentaban predecir mediante rituales como el examen de las vísceras de animales sacrificados. También aprendían con rapidez de otros pueblos; buena parte de su tradición artística –frescos funerarios, estatuas y cerámica– muestra influencias griegas.

Mientras los etruscos dominaban el centro de la península, los comerciantes griegos se establecieron en el sur en el s. VIII a.C. y fundaron una serie de ciudades-estado independientes a lo largo de la costa y en Sicilia, cuyo conjunto formaba la Magna Grecia. Estos asentamientos crecieron hasta el s. III a.C., y las ruinas de magníficos templos dóricos en el sur de Italia (en Paestum) y en Sicilia (en Agrigento, Selinunte y Segesta) dan testimonio del esplendor de la civilización griega en Italia.

Los intentos de los etruscos por conquistar las colonias griegas fracasaron y aceleraron su decadencia. Sin embargo, la sentencia de muerte vendría de un lugar inesperado: la ciudad de Roma, en el Lacio.

Los orígenes de Roma se envuelven en la leyenda: se dice que fue fundada por Rómulo (descendiente de Eneas, un troyano hijo de Venus) el 21 de abril del 753 a.C. en el lugar donde él y su gemelo Remo habían sido amamantados por una loba cuando quedaron huérfanos. Rómulo mató después a Remo y el asentamiento pasó a llamarse Roma por su nombre. En algún punto, la leyenda se funde con la historia. Se cuenta que a Rómulo le sucedieron siete reyes y que al menos tres fueron etruscos. En el 509 a.C., los nobles latinos descontentos expulsaron de Roma al último de los reyes etruscos, Tarquinio el Soberbio, después de que su predecesor, Servio Tulio, reformara el sistema de clases que socavaban el poder de la aristocracia. Cansados de la monarquía, los nobles instituyeron la República romana. En los siglos siguientes, esta insignificante ciudad fue creciendo hasta convertirse en la gran potencia de Italia y desplazó a los etruscos, cuya lengua y cultura desaparecieron en el s. II d.C.

La República romana

Bajo la República, el imperium, o poder regio, recaía en dos cónsules que actuaban como jefes políticos y militares y eran elegidos por períodos no renovables de un año por una asamblea de ciudadanos. El Senado, cuyos miembros eran nombrados con carácter vitalicio, aconsejaba a los cónsules.

Aunque desde el principio los monumentos se grababan con las siglas SPQR (Senatus Populusque Romanus: el Senado y el Pueblo de Roma), en un primer momento el “pueblo” participaba poco en los asuntos públicos. (Las iniciales aún se utilizan y muchos romanos dirían que las cosas apenas han cambiado.) Llamados plebeyos (literalmente “los muchos”), la mayoría privada de derechos fue ganando concesiones a la clase patricia durante los más de dos siglos que siguieron a la fundación de la República. Algunos plebeyos llegaron incluso a cónsules, y hacia el 280 a.C. casi todas las distinciones entre patricios y plebeyos habían desaparecido. No obstante, el sistema, en apariencia democrático, era en gran medida oligárquico, con una clase política bastante cerrada (fueran patricios o plebeyos) que se disputaban los altos cargos del Gobierno y del Senado.

Los romanos eran un pueblo práctico. Roma no acuñó moneda hasta el 269 a.C., a pesar de que sus vecinos (y después conquistados o aliados) etruscos y griegos disponían de moneda desde mucho tiempo atrás. Los romanos se interesaron también por la escritura etrusca y griega, que veían útil para documentos y asuntos técnicos, pero apenas cultivaron en el terreno literario. Con el tiempo, los romanos asimilaron el panteón de dioses griegos. La sociedad era patriarcal y su piedra angular la familia. El cabeza de familia (pater familias) mandaba sobre su esposa, hijos y el resto del clan, y era el responsable de la educación de la prole. La devoción a los dioses del hogar (p. ej., los lares y manes) era tan fuerte como el culto a los dioses públicos, encabezados al principio por la Tríada Capitolina de Júpiter (dios del cielo y protector principal del Estado), Juno (equivalente femenino de Júpiter y protectora de las mujeres) y Minerva (protectora de los artesanos). Una versión anterior de la tríada incluía a Marte (dios de la guerra) en lugar de Juno.

Primero poco a poco y luego a ritmo acelerado, los ejércitos romanos conquistaron la península Italiana. Las ciudades-estado derrotadas no eran sometidas, sino obligadas a convertirse en aliadas; conservaban su gobierno y sus tierras, pero tenían que proporcionar tropas a Roma si esta se las requería. Esta política relativamente benigna fue determinante para el éxito. Cada vez más, la protección ofrecida por la hegemonía romana indujo a muchas ciudades a convertirse en aliadas por voluntad propia. Las guerras con Cartago y otras potencias rivales del este llevaron a los romanos a apoderarse de Cerdeña, Sicilia, Córcega, Grecia continental, la península Ibérica, casi todo el norte de África y parte de Asia Menor en el 133 a.C.

Conforme crecía el dominio de Roma lo hacía también su red de “autopistas”. Con las calzadas romanas llegaron otros adelantos, como el servicio de correos y las posadas de postas. Los mensajes llevados por jinetes podían llegar a cualquier punto del territorio en cuestión de días o semanas. En las posadas de postas, los jinetes cambiaban de montura, tomaban algún bocado y continuaban viaje.

En la segunda mitad del s. II a.C., Roma era la ciudad más importante del Mediterráneo, con una población de 300 000 habitantes. La mayoría eran libertos de clase baja o esclavos que vivían en condiciones a menudo precarias. Las casas de vecindad, casi todas de ladrillo y madera, se levantaban junto a enormes monumentos como el Circo Flaminio, escenario de espectaculares juegos que alcanzaron gran importancia para el pueblo de Roma.

Julio César

Nacido en el 100 a.C., Cayo Julio César se revelaría como uno de los generales más brillantes y uno de los administradores más competentes de Roma, pero sus ansias de poder le llevaron a la perdición.

Fue partidario del cónsul Pompeyo (conocido luego como Pompeyo el Grande), quien, desde el 78 a.C., se había convertido en una figura eminente de Roma tras aplastar rebeliones en España y acabar con la piratería. El propio César permaneció varios años en la península Ibérica sofocando las revueltas fronterizas; a su regreso a Roma en el 60 a.C. estableció una alianza con Pompeyo y otro destacado comandante y antiguo cónsul, Craso.

Para consolidar su posición en la lucha por el poder, César necesitaba una misión militar, que obtuvo en el 59 a.C. cuando se le encargó el gobierno de la provincia de Galia Narbonense, una franja meridional de la Francia moderna que se extendía desde Italia hasta los Pirineos. César reclutó tropas y al año siguiente entró en la Galia propiamente dicha (la Francia actual) para contener una invasión de tribus helvecias procedentes de Suiza. Lo que empezó como un empeño defensivo no tardó en convertirse en una campaña de conquista en toda regla; en los cinco años siguientes sometió la Galia y efectuó incursiones en la actual Gran Bretaña y al otro lado del Rin, y en el 51 a.C. sofocó la última gran revuelta de la Galia, encabezada por Vercingetórix. César fue generoso con los enemigos derrotados y por ello se ganó el favor de los galos.

Llegado a este punto, César logró el apoyo de un fiel ejército de veteranos. Celoso del poder creciente de su antiguo protegido, Pompeyo rompió su alianza política y se unió a las facciones afines del Senado para declarar a César fuera de la ley en el 49 a.C. El 7 de enero, César entró en Italia cruzando el Rubicón y empezó la guerra civil. Su campaña de tres años en Italia, España y el Mediterráneo oriental terminó con una victoria aplastante. A su regreso a Roma en el 46 a.C., asumió poderes dictatoriales.

César impulsó una serie de reformas, modificó el Senado y se embarcó en un ambicioso programa de construcciones (se conservan la Curia y la basílica Julia). En el 44 a.C. estaba claro que César no tenía intención de restaurar la República; la discordia creció en el Senado, y más aún entre antiguos partidarios como Marco Junio Bruto, que creía que César había ido demasiado lejos. Un reducido grupo de conspiradores con Bruto a la cabeza, lo asesinaron a puñaladas en el Senado coincidiendo con los idus de marzo (15 de marzo).

En los años que siguieron a la muerte de César, su lugarteniente Marco Antonio y su sobrino nieto y heredero Octavio se enzarzaron en una guerra civil contra los asesinos de César. Las cosas se calmaron cuando Octavio tomó el control de la mitad occidental del Imperio y Antonio se dirigió al oriente, pero en el momento en que Antonio cayó rendido a los pies de Cleopatra VII en el 31 a.C., Octavio le declaró la guerra y acabó derrotando a la pareja en Accio, en Grecia. Al año siguiente Octavio invadió Egipto, Antonio y Cleopatra se suicidaron y Egipto se convirtió en provincia romana.

Augusto y las glorias del imperio

Octavio quedó como gobernante único del orbe romano y en el 27 a.C. el Senado le otorgó el título de Augusto, con que se le conocería en lo sucesivo, y le concedió un poder casi ilimitado.

Con Augusto florecieron las artes; entre sus contemporáneos se contaron los poetas Virgilio, Horacio y Ovidio, así como el historiador Tito Livio; fomentó las artes plásticas, restauró edificios ya existentes y construyó muchos nuevos. Durante su mandato se levantó el Panteón y presumía de que había “encontrado una Roma de ladrillo y dejado una Roma de mármol”. El largo período de gobierno relativamente avanzado que inició trajo al Mediterráneo una prosperidad y seguridad sin precedentes.

Se cuenta que en el 100 d.C. la ciudad de Roma superaba los 1,5 millones de habitantes; su riqueza y prosperidad se evidenciaban en los ricos mosaicos, templos de mármol, baños públicos, teatros, circos y bibliotecas. Gentes de toda raza y condición convergían en la capital imperial. La pobreza se extendía entre una clase baja a menudo resentida. Augusto creó la primera policía de Roma, mandada por un prefecto (praefectus urbi), para atajar la violencia de la plebe.

Augusto emprendió reformas de hondo calado, como mejorar la eficiencia del ejército, que fijó en un contingente permanente de 300 000 hombres; el servicio militar duraba entre 16 y 25 años, pero Augusto convirtió el ejército en una fuerza formada principalmente por voluntarios. El emperador consolidó también el sistema de clases de Roma, integrado por tres estamentos. La clase más rica e influyente siguió siendo la de los senadores. Por debajo de ellos, los llamados équites ocupaban puestos en la administración pública y proporcionaban oficiales al ejército, al que era imprescindible tener controlado. El grueso de la población constituía la clase baja. El sistema no era en absoluto rígido: se podía ascender en la escala social.

Un siglo después de la muerte de Augusto en el 14 d.C. (a los 75 años), el Imperio romano alcanzó su máxima extensión: con Adriano (76-138) llegó a abarcar desde la península Ibérica, Galia y Britania hasta una línea que seguía aproximadamente el curso de los ríos Rin y Danubio. Todos los actuales Balcanes y Grecia, junto con las zonas conocidas en aquella época como Dacia, Mesia y Tracia (un vasto territorio que llegaba hasta el mar Negro), se hallaban bajo el control de Roma. Casi todas las actuales Turquía, Siria, Líbano, Palestina e Israel estaban ocupadas por las legiones romanas y se conectaban con Egipto. Desde allí una ancha franja de territorio romano se extendía a lo largo del norte de África hasta la costa atlántica de lo que hoy es el Marruecos septentrional. Esta situación duró hasta el s. III. Cuando Diocleciano (245-305) se convirtió en emperador, los ataques al imperio desde fuera y las revueltas intestinas estaban a la orden del día. Una nueva fuerza religiosa, el cristianismo, iba ganando popularidad y la persecución de los cristianos se volvió habitual. Esta política se invirtió en el 313 cuando Constantino I (c. 272-337) promulgó el Edicto de Milán.

Inspirado por una visión de la cruz, Constantino derrotó a su rival Majencio en el Ponte Milvio de Roma en el 312 y se convirtió en el primer emperador cristiano de Roma. Allí levantó la primera basílica cristiana de la ciudad: San Giovanni in Laterano.

Más tarde, el imperio se dividió en dos y se estableció una segunda capital en Constantinopla (fundada por Constantino en el 330), a orillas del Bosporus (hoy Bósforo) en Bizancio. Este Imperio romano de Oriente se mantuvo tras la caída de Italia y Roma; se extendía desde una parte de la actual Serbia y Montenegro hasta Asia Menor, una franja costera de lo que hoy es Siria, Líbano, Jordania e Israel hasta Egipto y una porción del norte de África que llegaba hasta la actual Libia. Los intentos de Justiniano I (482-565) por recuperar Roma y la fragmentada mitad occidental del imperio se quedaron en nada.

Poder papal y disputas familiares

Por ironías del destino, la religión minoritaria que el emperador Diocleciano se había esforzado por aplastar salvó la gloria de Roma. Pasado el caos de las invasiones que vieron sucumbir a Roma ante las tribus germánicas, la reconquista bizantina y la ocupación lombarda en el norte, el papado se estableció en Roma como fuerza espiritual y secular e inventó la Donación de Constantino, un documento por el cual el emperador Constantino I otorgaba a la Iglesia el control de Roma y el territorio circundante. Lo que el papa necesitaba era un garante con poderío militar, y lo encontró en los francos.

A cambio del reconocimiento formal del control de los papas sobre Roma y los territorios circundantes en posesión de los bizantinos, que serían conocidos en lo sucesivo como Estados Pontificios, los papas concedían a los francos carolingios un papel preponderante (aunque mal definido) en Italia, y a su rey, Carlomagno, el título de emperador del Sacro Imperio Romano; fue coronado por León III el día de Navidad del año 800. De esta manera se rompió el vínculo entre el papado y el Imperio bizantino, y el poder político del antiguo Imperio romano de Occidente se trasladó al norte de los Alpes, donde permanecería durante más de 1000 años.

Las condiciones creadas auguraban un futuro de inacabables conflictos. Asimismo, las familias aristocráticas romanas se enzarzaron en batallas por el papado. Durante siglos, la corona imperial fue objeto de duras contiendas, libradas sobre todo en Italia. Los emperadores del Sacro Imperio Romano intentaron repetidamente imponer su control sobre unas ciudades-estado italianas de espíritu cada vez más independiente, e incluso sobre la propia Roma. Como respuesta, los papas procuraron sacar partido de su poder espiritual para favorecer sus propios intereses como poder secular.

El enfrentamiento entre el papa Gregorio VII y el emperador Enrique IV, en el último cuarto del s. xi, sobre quién tenía derecho a nombrar a los obispos demostró lo acerbas que podían llegar a ser estas disputas. El asunto centró la atención de la política italiana a fines de la Edad Media, y en todas las ciudades y regiones de la península surgieron dos facciones: los güelfos, que apoyaban al papa; y los gibelinos, partidarios del emperador

El asombro del mundo

El Sacro Imperio Romano Germánico apenas había tocado el sur de Italia hasta que Enrique, hijo del emperador Federico I Barbarroja, se casó con Constanza de Hauteville, heredera del trono normando en Sicilia. Los normandos habían llegado a Sicilia en el s. X, primero como peregrinos de camino a Jerusalén, y después como mercenarios atraídos por el dinero que podía ganarse combatiendo en las filas de principados rivales o contra los musulmanes en Sicilia. El hijo de Enrique y Constanza fue una de las figuras más singulares de la Europa medieval: Federico II (1194-1250).

Coronado emperador del Sacro Imperio en 1220, Federico era alemán a su manera. Se crió en el sur de Italia, por lo que consideraba a Sicilia como su base natural y dejó en buena medida que los estados alemanes se arreglaran solos. Guerrero y erudito, Federico fue un soberano de ideas avanzadas con vocación absolutista, y aunque concedió la libertad de culto a musulmanes y judíos, no gustaba a todos.

Poeta, lingüista, matemático y filósofo, Federico fundó una universidad en Nápoles y fomentó la difusión del conocimiento y la traducción de tratados árabes. Tras verse forzado a emprender una Cruzada en Tierra Santa en 1228 y 1229 so pena de excomunión, Federico regresó a Italia y se encontró con que las tropas papales habían invadido territorio napolitano. Federico no tardó en expulsarlos y concentró su atención en el dominio del complejo entramado de ciudades-estado del centro y norte de Italia, donde encontró aliados y muchos enemigos, en particular la Liga Lombarda. Vinieron después años de batallas sin resultados determinantes, que ni siquiera terminaron a la muerte de Federico en 1250. Las campañas continuaron hasta 1268 con sus sucesores: Manfredo, que cayó en la sangrienta batalla de Benevento en 1266; y Corradino, capturado y ejecutado dos años después por el noble francés Carlos de Anjou, que ya se había apoderado de Sicilia y el sur de Italia.

Auge de las ciudades-estado

Mientras que el sur de Italia tendía al poder centralizado, el norte tomó la dirección contraria. Ciudades portuarias como Génova, Pisa y sobre todo Venecia, junto con otras del interior como Florencia, Milán, Parma, Bolonia, Padua, Verona y Módena, mostraron cada vez más su hostilidad frente a los intentos de los emperadores del Sacro Imperio de inmiscuirse en sus asuntos.

La creciente prosperidad y la independencia de las ciudades las llevó a entrar en conflicto con Roma. Se llegó en ocasiones a cuestionar el poder de Roma sobre algunos de sus propios Estados Pontificios. Atrapadas entre el papado y los emperadores, no era de extrañar que estas ciudades-estado estuvieran siempre intentando alianzas para servir mejor a sus propios intereses.

Las ciudades-estado establecieron nuevas formas de gobierno entre los ss. XII y XIV. Venecia adoptó un sistema “parlamentario” oligárquico en un intento de establecer una democracia limitada. Pero, en general, la ciudad-estado creaba un comune (ayuntamiento), una forma de gobierno republicano dominada al principio por patricios pero después, y de manera creciente, por las clases medias acaudaladas. Las familias adineradas no tardaron en pasar de la rivalidad comercial a las luchas políticas, en las que cada una intentaba conseguir el control de la signoria (gobierno).

En algunas ciudades las grandes dinastías, como los Médicis en Florencia y los Sforza en Milán, acabaron por dominar sus predios respectivos.

Las guerras entre las ciudades-estado eran constantes y al final unas pocas –en especial Florencia, Milán y Venecia– afloraron como potencias regionales y absorbieron a sus vecinas. Su poder se basaba en el comercio, la industria y la conquista. El poder y las alianzas experimentaban continuas fluctuaciones, así que la inestabilidad de las ciudades-estado era más la regla que la excepción. Con diferencia, la más estable y próspera de todas fue Venecia.

La prosperidad de Florencia se basó en el comercio lanero, las finanzas y la actividad mercantil en general. Fuera de la ciudad, su moneda, el firenze (florín), era el rey.

En Milán, la familia Visconti destruyó a sus rivales y extendió el poder milanés a Pavía, Cremona y, más tarde, Génova. Giangaleazzo Visconti (1351-1402) convirtió la ciudad-estado de Milán en una potencia europea. Las políticas de los Visconti (hasta 1450), seguidas por las de los Sforza, permitieron a Milán extender su dominio hasta la zona de Ticino en Suiza y por el este hasta el Lago di Garda.

La esfera de influencia de Milán tocaba con la de Venecia. En 1450 la ciudad de la laguna había alcanzado la cima de su extensión territorial; además de sus posesiones en Grecia, Dalmacia y tierras más lejanas, Venecia se había expandido hacia el interior. La bandera del león de San Marcos ondeaba en toda la Italia nororiental, desde Gorizia hasta Bérgamo.

Estas ciudades de espíritu dinámico e independiente resultaron ser terreno abonado para la explosión intelectual y artística que se produciría en todo el norte de Italia en los ss. XIV y XV: el llamado Renacimiento marcó el inicio del mundo moderno. Florencia fue la cuna de esta actividad febril, en buena medida gracias al generoso mecenazgo de la familia Médicis.

Nace una nación

La Revolución francesa al final del s. XVIII y la figura emergente de Napoleón despertaron en Italia la esperanza de convertirse en una nación. Desde los días gloriosos del Renacimiento, los divididos pequeños estados de Italia habían perdido poder y relevancia en el escenario europeo. A fines del s. XVIII, la península era poco más que un campo de juego para las grandes potencias y, para aquellos de pensamiento romántico, el destino principal del Grand Tour.

En 1797 Napoleón acabó con la República veneciana (Venecia había vivido de 1000 años de independencia) y en 1805 creó el llamado Reino de Italia. Ese reino no era independiente, pero el terremoto napoleónico indujo a muchos italianos a pensar que podría crearse un estado italiano. No iba a ser fácil. El Congreso de Viena restableció en sus respectivos tronos a las familias derrotadas por Napoleón.

El conde turinés Camillo Benso di Cavour (1810-1861), primer ministro de la monarquía de los Saboya, se convirtió en el cerebro del movimiento a favor de la unidad de Italia. Cavour y sus colaboradores, a través del periódico Il Risorgimento y la publicación de un Statuto parlamentario, allanaron el terreno para la unidad.

Cavour conspiró con los franceses y se ganó el apoyo británico para la creación de un Estado italiano independiente. Su tratado de 1858 con Napoleón III preveía la ayuda de Francia en caso de guerra con Austria y la creación de un reino en el norte de Italia a cambio de una parte de Saboya y Niza.

El cruento conflicto entre Francia y Austria (conocido como la Segunda Guerra de Independencia italiana; 1859-1861), desencadenado en el norte de Italia, condujo a la ocupación de Lombardía y la retirada de Austria a sus posesiones en el Véneto. Mientras tanto, el revolucionario profesional Giuseppe Garibaldi ofreció la oportunidad real de la plena unidad de Italia. En 1860, Garibaldi tomó Sicilia y el sur de Italia en una fulgurante operación militar en nombre del rey Víctor Manuel de Saboya. Así, el sur de Italia fue conquistado, pero no formó voluntariamente una unión con el norte.

Vislumbrando la ocasión, Cavour y el rey tomaron parte de la Italia central (entre ellas Umbría y Las Marcas) y proclamaron la creación de un Estado italiano unido en 1861. En los nueve años siguientes, la Toscana, el Véneto y Roma quedaron incorporados al efímero reino. La unidad estaba completa y en 1871 se estableció el Parlamento en Roma. Sin embargo, Italia es más un conjunto de regiones diferenciadas que una nación, y en eso radica el origen de muchos de sus problemas actuales. Como escribió en sus memorias Massimo d’Azelio, uno de los arquitectos de la unificación: “Ya hicimos Italia, ahora tenemos que hacer italianos”.

El nuevo y turbulento estado asistió a virajes violetos entre los socialistas y la derecha. Giovanni Giolitti, uno de los primeros ministros italianos que más duró en el cargo, consiguió tender puentes entre los extremos políticos e instituyó el sufragio femenino. Sin embargo, a las mujeres se les negó el derecho al voto hasta después de la II Guerra Mundial.

De las trincheras al fascismo

Cuando estalló la guerra en Europa en julio de 1914, Italia optó por permanecer neutral pese a ser miembro de la Triple Alianza con Austria y Alemania. Italia reclamaba a Austria los territorios de Trento (Trentino), el sur del Tirol e incluso Dalmacia (parte de la cual intentó tomar durante la guerra franco-prusiana de 1866). Según los términos de la Triple Alianza, Austria debía entregar gran parte de estos territorios si ocupaba otras tierras en los Balcanes, pero se negó a cumplir con esta parte del acuerdo.

El Gobierno italiano quedó dividido entre los no intervencionistas y los partidarios de la guerra. Estos últimos, en vista de la intransigencia de Austria, decidieron tratar con los aliados. Según el pacto firmado en Londres en abril de 1915, Italia recibiría los territorios que reivindicaba una vez alcanzada la victoria. En mayo Italia declaró la guerra a Austria y se sumió en una pesadilla de tres años y medio.

Italia y Austria se enzarzaron en una guerra de desgaste. Las fuerzas austrohúngaras sucumbieron en noviembre de 1918, tras lo cual el imperio cedió a Italia el sur del Tirol, Trieste, Trentino e Istria en la Conferencia de Paz de París después de la guerra. Sin embargo, Italia no consiguió hacer efectivas sus reivindicaciones territoriales sobre Dalmacia y Albania en el Tratado de Versalles.

Fueron unas ganancias exiguas para un conflicto tan sangriento y agotador. Italia perdió 600 000 hombres, y la economía de guerra dejó al grueso de la población en la penuria. Este cóctel resultaba tanto más explosivo por cuanto cientos de miles de soldados desmovilizados regresaron a sus hogares o vagaron por el país en busca de trabajo. Era terreno abonado para un demagogo que no tardaría en llegar.

Benito Mussolini (1883-1945), un joven entusiasta de la guerra, había sido director de un periódico socialista y había intentado una vez librarse del reclutamiento. En esta ocasión se presentó voluntario para el frente y regresó herido en 1917. La experiencia de la guerra y la frustración ante el decepcionante resultado del Tratado de Versalles lo llevaron a formar un grupo político de derechas. En 1921, el Partido Fascista, con sus “camisas negras” y su saludo a la romana, sería el símbolo de la opresión violenta y el nacionalismo agresivo durante los 23 años siguientes. Después de la Marcha sobre Roma en 1922 y su victoria en las elecciones de 1924, Mussolini, que se hacía llamar Il Duce (el caudillo), se había hecho con el control de todo el país. Prohibió otros partidos políticos, los sindicatos no afiliados al partido y la libertad de prensa.

En la década de 1930, todo en Italia estaba regulado por el partido. La economía, la banca, las obras públicas, la conversión de las marismas infestadas de malaria en tierras de cultivo y la modernización de las fuerzas armadas formaban parte del grandioso plan de Mussolini.

En el terreno internacional, Il Duce actuó al principio con cautela, firmando pactos de cooperación (entre ellos el Pacto Briand-Kellogg en 1928, por el que renunciaba solemnemente a la guerra) y, hasta 1935, acercándose a Francia y el Reino Unido para contener la creciente amenaza de la Alemania de Hitler, en rápido proceso de rearme.

Todo eso cambió cuando Mussolini decidió invadir Abisinia (Etiopía) como primer paso para la creación de un “nuevo Imperio romano”. Este lado agresivo de la política de Mussolini ya le había llevado a librar escaramuzas con Grecia a cuenta de la isla de Corfú y a enviar expediciones militares a la colonia italiana de Libia.

La Sociedad de Naciones condenó la aventura de Abisinia (el rey Víctor Manuel III fue declarado emperador de Abisinia en 1936) y a partir de entonces Mussolini tomó un nuevo rumbo: se acercó a la Alemania nazi. Los dos países apoyaron a los sublevados del general Franco durante los tres años de la Guerra Civil española y en 1939 firmaron una alianza.

La II Guerra Mundial estalló en septiembre de 1939, cuando Hitler invadió Polonia. Italia se mantuvo al margen hasta junio de 1940, cuando Alemania ya había invadido Noruega, Dinamarca, los Países Bajos y gran parte de Francia. Como aquello pareció tan fácil, Mussolini se unió al bando germano en 1940, una decisión que Hitler lamentaría después. Alemania tuvo que sacarle a Italia las castañas del fuego en las campañas de los Balcanes y el norte de África y no pudo impedir el desembarco aliado en Sicilia en 1943.

Para entonces, los italianos ya se habían cansado de Mussolini y su guerra, así que el rey mandó detener al dictador. En septiembre Italia se rindió y los alemanes, que había rescatado a Mussolini, ocuparon los dos tercios septentrionales del país y restablecieron al dictador en su puesto.

El lento avance de los aliados por la península y la represión alemana llevaron a la creación de la Resistencia, que tuvo un papel cada vez mayor en el hostigamiento a las fuerzas alemanas. El norte de Italia fue liberado en abril de 1945. Un grupo de combatientes de la Resistencia capturó a Mussolini cuando huía hacia el norte con la esperanza de llegar a Suiza y lo fusilaron junto con su amante, Clara Petacci; después colgaron sus cadáveres en el Piazzale Lotto de Milán: un final que distaba mucho de la esperanza de Il Duce de recibir una sepultura gloriosa junto a su ídolo imperial, Augusto, en Roma.

Los años grises y rojos

Tras la guerra, la Resistencia fue desarmada y las fuerzas políticas italianas intentaron reagruparse. EE UU, mediante el Plan Marshall, ejerció una considerable influencia política de la que se valió para mantener controlada a la izquierda.

Inmediatamente después de la guerra se sucedieron tres gobiernos de coalición. El tercero, que llegó al poder en diciembre de 1945, estaba dominado por la recién formada Democracia Cristiana (DC), un partido de derecha con Alcide De Gasperi al frente. Italia se convirtió en república en 1946 y la DC de De Gasperi ganó las primeras elecciones celebradas con la nueva Constitución en 1948 y este se mantuvo como primer ministro hasta 1953.

Hasta la década de 1980, el Partido Comunista Italiano (PCI), al principio con Palmiro Togliatti y después con el carismático Enrico Berlinguer, desempeñó un papel decisivo en la evolución social y política de Italia, a pesar de que no llegó nunca a formar parte del Gobierno.

La popularidad del partido condujo a un período gris en la historia del país: los anni di piombo (años de plomo) de la década de 1970. Al tiempo que la economía italiana se recuperaba, la paranoia en toda Europa por el poder de los comunistas en Italia desencadenó una reacción secreta que, según se dice, estuvo en gran medida dirigida por la CIA y la OTAN. Todavía hoy se sabe poco sobre la Operación Gladio, una organización paramilitar clandestina a la que se le atribuyen varios atentados terroristas cometidos en el país.

Así, la década de 1970 estuvo dominada por el espectro del terrorismo y un gran malestar social, sobre todo en las universidades. Los neofascistas perpetraron un atentado con bomba en Milán en 1968. En 1978, las Brigadas Rojas (un grupo de jóvenes de extrema izquierda responsable de varios atentados) se cobraron su víctima más destacada: el exprimer ministro de la DC Aldo Moro; su secuestro y su asesinato unos 54 días después estremeció al país.

A pesar de estas turbulencias, la década de 1970 fue también un período de cambios positivos. En 1970 se formaron gobiernos con poderes limitados en 15 de las 20 regiones del país. Aquel mismo año se legalizó el divorcio y, ocho años después, también el aborto.

Manos Limpias, Berlusconi y Renzi

El fulgurante crecimiento posterior a la II Guerra Mundial convirtió a Italia en una de las primeras economías mundiales, pero en la década de 1970 la economía empezó a desfallecer, y a mediados de la década de 1990 sobrevino una prolongada crisis. Las altas tasas de desempleo e inflación, unidas a una ingente deuda nacional y una moneda fluctuante (la lira), indujeron al Gobierno a aplicar medidas draconianas, lo que permitió a Italia adoptar el euro en el 2001.

En la década de 1990 la escena política italiana se vio sacudida por el escándalo de la Tangentópolis (“ciudad de los sobornos”). Dirigido por un grupo de magistrados milaneses, entre ellos el implacable Antonio Di Pietro, el proceso judicial conocido como Mani Pulite (Manos Limpias) implicó a miles de políticos, funcionarios y empresarios.

Los viejos partidos políticos de centroderecha se desmoronaron a consecuencia de estos juicios, y de sus ruinas surgió lo que muchos italianos esperaban que fuera una bocanada de aire fresco en la política. El partido Forza Italia del magnate de los medios de comunicación Silvio Berlusconi ganó las elecciones en el 2001 y otra vez en abril del 2008 (tras un paréntesis de dos años de gobierno de centroizquierda). Muchos votantes italianos quedaron seducidos por la mezcla de carisma, confianza, irreverencia y promesas de reducción de impuestos de Berlusconi, que disfrutó de un éxito y una longevidad políticos incomprensible para muchos extranjeros.

Sin embargo, durante el mandato de Berlusconi la situación económica fue de mal en peor, al tiempo que se aprobaron una serie de leyes que protegían sus vastos intereses empresariales, como la que concedía inmunidad judicial al primer ministro durante el desempeño de su cargo. En el 2011, Berlusconi se vio obligado a dimitir al agravarse la crisis de la deuda. Un Gobierno de demócratas encabezado por el economista Mario Monti presidió el país hasta las elecciones de febrero del 2013. Tras largas negociaciones poselectorales, Enrico Letta, del Partido Democrático (PD), fue designado primer ministro al frente de una precaria coalición de centroizquierda. En el 2014, Letta fue desbancado por el antiguo alcalde de Florencia, Matteo Renzi, de su mismo partido.

A pesar del cambio de liderazgo y el dinamismo de Renzi, cualquiera que se ponga al timón de este país se enfrenta a una ardua tarea. Los problemas de Italia siguen siendo los mismos, entre ellos la Mafia, la corrupción, el nepotismo, la fuga de cerebros, la falta de crecimiento, el paro y la baja tasa de natalidad.

 

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