En 1532, cuando Francisco Pizarro desembarcó en Perú para conquistarlo en nombre de Dios y de la Corona española, la región ya había visto el auge y caída de varias civilizaciones. Aun así, la conquista cambió todo: economía, sistemas políticos, religión y lengua. La historia moderna ha sido una serie de réplicas de ese choque sísmico entre incas y españoles. El conflicto sigue incrustado en la psique peruana. Con él llegaron nuevas culturas, razas, voces, comidas y, a la larga, una nueva civilización.
Existen varios debates sobre desde cuándo hay vida humana en Perú. Algunos expertos creen que los humanos poblaron los Andes ya en el año 14 000 a.C. (y existe al menos un informe académico que asegura incluso una fecha anterior). Sin embargo, la prueba arqueológica más concluyente sitúa a los humanos en esa zona alrededor del 8000 a.C. En las cuevas de Lauricocha (cerca de Huánuco) y Toquepala (a las afueras de Tacna) hay pinturas que representan escenas de caza de aquel tiempo. En la última se ve un grupo de cazadores que acorralan y matan lo que parece ser un grupo de camélidos.
En el año 4000 a.C. se empezaron a domesticar llamas y cobayas en el altiplano y posteriormente comenzó el cultivo de patatas, calabazas, algodón, lúcuma (una fruta andina terrosa), quínoa, maíz y judías. En el 2500 a.C., aquellos cazadores-recolectores se agruparon en asentamientos en la costa del Pacífico y sobrevivieron gracias a la pesca y la agricultura. Los primitivos peruanos habitaban sencillas viviendas de una habitación, pero también construyeron muchas estructuras para sus prácticas ceremoniales o rituales. Algunas de las más antiguas, unos templos en plataformas elevadas frente al océano que contienen enterramientos humanos, datan del 3000 a.C.
En los últimos años los estudios en estos yacimientos arqueológicos han demostrado que esas sociedades tempranas estaban más desarrolladas de lo que se creía. Perú está considerado, junto con Egipto, la India y China, una de las seis cunas de la civilización (un lugar en el que la urbanización acompañó la innovación agrícola), y la única del hemisferio sur. Las excavaciones en Caral, a 200 km al norte de Lima por la costa, siguen desvelando pruebas de lo que constituye la civilización más antigua de América.
Un grupo del altiplano, más o menos contemporáneo de esos asentamientos en la costa, construyó el enigmático templo de Kotosh, cerca de Huánuco, cuya estructura se cree que tiene 4000 años. En el yacimiento hay dos túmulos-templos con nichos y frisos decorativos en las paredes, unas de las construcciones más sofisticadas erigidas en esa zona de aquel período.
Del 1800 al 900 a.C. se desarrolló la alfarería y una producción textil más elaborada. Algunas de las cerámicas más antiguas de esa época se encontraron en los yacimientos costeros de Las Haldas (en el valle de Casma, al sur de Chimbote) y en la huaca La Florida, un templo inexplorado en el corazón de Lima. La cerámica evolucionó: pasó de cuencos sencillos sin decoración a recipientes de gran calidad esculpidos con incisiones. En el altiplano, la gente de Kotosh produjo unas piezas muy especializadas, hechas con arcilla de color negro, rojo o marrón.
También en esa época se empezaron a utilizar los telares, que producían sencillos tejidos de algodón, y se hicieron mejoras en la agricultura, como el cultivo en terrazas.
Fue un fértil período de desarrollo de la cultura andina que se manifestó en el campo artístico y religioso, quizá de forma independiente, en un amplio sector del centro y norte del altiplano y en la costa, que duró aproximadamente del 1000 al 300 a.C. y cuyo nombre proviene de Chavín de Huántar. Su rasgo más destacado es la repetida representación de una estilizada deidad felina que probablemente simbolizaba las transformaciones espirituales experimentadas bajo los efectos de alucinógenos. Una de las imágenes más famosas de esa figura de múltiples cabezas está presente en la estela Raimondi, un bajorrelieve tallado que se muestra en el Museo Nacional de Antropología, Arqueología e Historia del Perú, en Lima.
El felino de Chavín también aparece mucho en la cerámica de la época, en especial en la austera arcilla negra de la cultura cupisnique, que floreció en la costa norte.
También se desarrolló el arte de la orfebrería en oro, plata y cobre, además de conseguirse importantes avances en el tejido y en la arquitectura. En resumen, fue un período en el que la cultura comenzó a florecer en los Andes.
A partir del 300 a.C. muchos asentamientos locales adquirieron importancia a escala regional. Al sur de Lima, en la zona alrededor de la península de Paracas, vivía una comunidad costera cuya etapa más destacada se conoce como paracas-necrópolis (1-400 d.C.), llamada así por el gran yacimiento funerario donde se descubrieron algunos de los mejores tejidos precolombinos del continente: unas telas coloridas e intrincadas que representan a criaturas marinas, guerreros felinos y estilizadas figuras antropomorfas.
En el sur, el pueblo nazca (200 a.C.-600 d.C.) realizó unos enormes y enigmáticos dibujos en un paisaje desértico que solo pueden verse desde el aire. Conocidas como las Líneas de Nazca, se descubrieron a principios del s. XX, aunque su verdadera finalidad aún suscita debates. Esa cultura también es conocida por sus delicados tejidos y cerámica, en la que se utilizó por primera vez en la historia peruana una técnica polícroma de pintura.
Al mismo tiempo, la cultura mochica se asentó en la zona cercana a Trujillo entre el 100 y el 800 d.C. Fue un pueblo muy artístico (a él se deben algunos de los retratos más extraordinarios de la historia) y dejaron tras de sí importantes túmulos, como las huacas del Sol y de la Luna, cerca de Trujillo, y el lugar de enterramiento de Sipán, en las afueras de Chiclayo. Este último alberga una serie de tumbas –en excavación desde 1987–, que constituyen uno de los hallazgos arqueológicos más importantes de Sudamérica desde Machu Picchu.
Una sequía catastrófica durante la segunda mitad del s. VI pudo haber contribuido a la desaparición de la cultura mochica.
Cuando la influencia de los estados regionales disminuyó, los huari (un grupo étnico procedente de la cuenca de Ayacucho) aparecieron como una fuerza a tener en cuenta durante 500 años a partir del 600 d.C. Eran guerreros conquistadores que construyeron y mantuvieron importantes puestos de avanzada en un amplio territorio que abarcaba desde Chiclayo hasta Cuzco. Aunque su antigua capital se hallaba en las afueras de la actual Ayacucho (se pueden visitar sus ruinas), también controlaban Pachacamac, el gran centro ceremonial a las afueras de Lima, a donde acudían pobladores de toda la región para rendirles tributo.
Como ocurre con muchas culturas conquistadoras, los huari intentaron someter a otros pueblos en base a imponer sus propias tradiciones. Entre el 700 y el 1100, la influencia huari se hizo notar en el arte, la tecnología y la arquitectura de gran parte de Perú. Destacaron, sobre todo, en la elaboración de túnicas teñidas y delicados tejidos con estilizadas figuras humanas y dibujos geométricos, algunos de los cuales contienen 398 hilos por pulgada lineal; así como en la construcción de una amplia red de calzadas y en el desarrollo del sistema agrícola en terrazas, una infraestructura que aprovecharon los incas al tomar el poder varios siglos más tarde.
Finalmente, un grupo de pequeñas naciones-Estado que prosperaron desde el año 1000 hasta la conquista inca a principios del s. XV reemplazó a los huari. Uno de los más importantes y estudiados es el de los chimúes, radicado en la zona de Trujillo y cuya capital fue la célebre Chan Chan, la ciudad de adobe más grande del mundo. Su economía se basó en la agricultura y su sociedad estaba muy jerarquizada, con una sólida clase de artesanos que producía tejidos pintados y hermosas cerámicas de tinte negro.
Los sicanes, de la zona de Lambayeque, estrechamente vinculados a los chimúes, fueron célebres metalurgistas que fabricaron los tumi, unos cuchillos ceremoniales de hoja redondeada utilizados en los sacrificios (el tumi se ha convertido en el símbolo nacional de Perú y sus réplicas se encuentran en todos los mercados de artesanía).
Hacia el sur, en las cercanías de Lima, el pueblo chancay (1000-1500) produjo unos delicados tejidos con dibujos geométricos y una cerámica toscamente graciosa, decorada con figuras que, en su mayoría, parecen estar bebiendo.
En el altiplano hubo otras culturas importantes en esa época. En una zona relativamente aislada e inaccesible del valle del Utcubamba, en el bosque nebuloso del norte de los Andes, el pueblo chachapoyas (“gentes de las nubes”) construyó un gran asentamiento en la montaña, Kuélap, una de las ruinas del altiplano más intrigantes e importantes del país. Hacia el sur, varios pequeños reinos del altiplano cercanos al lago Titicaca levantaron unas impresionantes chullpas (torres funerarias). Los mejores ejemplos se hallan en Sillustani y Cutimbo.
Durante este período también se empezaron a consolidar cacicazgos en la región amazónica.
Según la tradición inca, esta civilización nació cuando Manco Cápac y su hermana Mama Ocllo, hijos del Sol, emergieron del lago Titicaca para establecer una civilización en el valle de Cuzco. Si Manco Cápac fue una figura histórica está aún por dilucidar, pero lo cierto es que la civilización inca se estableció en la zona de Cuzco en algún momento del s. XII. El reinado de los primeros incas (reyes) no fue nada extraordinario y durante un par de siglos solo fueron un pequeño Estado regional.
Su expansión comenzó a principios del s. XV, cuando el noveno inca, Yupanqui, defendió Cuzco –contra todo pronóstico– contra el pueblo invasor chanca procedente del norte. Tras la Victoria, adoptó el ostentoso nombre de Pachacutec (“Transformador de la Tierra”) y dedicó los 25 años siguientes a hacerse con el control de buena parte de los Andes. Bajo su reinado, los incas pasaron de ser un feudo regional del valle de Cuzco a un vasto imperio con unos 10 millones de súbditos conocido como Tahuantinsuyo (“Tierra de cuatro regiones”). Ese reino abarcaba gran parte del moderno Perú, además de regiones de los actuales Ecuador, Bolivia y Chile. Todo ello fue aún más sorprendente por el hecho de que los incas, como grupo étnico, nunca sumaron más de 100 000 individuos.
Al parecer, Pachacutec hizo el trazado de Cuzco en forma de puma y mandó construir unos fabulosos monumentos de piedra en honor a las victorias incas, como el de Sacsayhuamán, el templo-fortaleza de Ollantay-tambo y seguramente Machu Picchu. También mejoró la red de calzadas que unían el imperio, desarrolló aún más los sistemas agrícolas en terrazas e hizo del quechua la lengua franca.
Los reyes incas continuaron la expansión del imperio comenzada por Pachacutec. El nieto de Pachacutec, Huayna Cápac, que subió al trono en 1493, tomó gran parte del moderno territorio de Ecuador y llegó hasta Colombia, por lo que pasó gran parte de su vida al mando de sus tropas en el norte, en vez de en Cuzco.
En aquel tiempo la presencia española ya se dejaba sentir en los Andes. La viruela y otras enfermedades transmitidas por los soldados europeos se extendían por todo el continente americano y su propagación era tan rápida que llegaron a Perú antes que los propios españoles, además de cobrarse miles de vidas, incluida seguramente la de Huayna Cápac, que murió de un tipo de peste en 1525.
Sin un plan claro de sucesión, la muerte prematura del emperador dejó tras de sí un vacío de poder que enfrentó a dos de sus muchos vástagos: Atahualpa, que había nacido en Quito y estaba al mando del ejército de su padre en el norte, y Huáscar, con sede en Cuzco. Atahualpa venció finalmente en abril de 1532, pero debido a la cruel naturaleza del conflicto, los incas se granjearon numerosos enemigos por todos los Andes. Por ello, cuando cinco meses más tarde llegaron los españoles, algunas tribus se mostraron dispuestas a cooperar con esos extranjeros.
En 1528, el español Francisco Pizarro y su mano derecha Diego de Almagro desembarcaron en Tumbes, en la costa norte de Perú. Un grupo de indígenas les ofreció carne, fruta, pescado y cerveza de maíz. Al explorar la ciudad por primera vez, descubrieron la presencia de abundante plata y oro. Pizarro y Almagro regresaron rápidamente a España para pedir el apoyo real para realizar una expedición más ambiciosa.
De vuelta a Tumbes en septiembre de 1532, traían un cargamento de armas, caballos y esclavos, además de un batallón de 168 hombres. Tumbes, la rica ciudad que habían visitado hacía solo cuatro años, estaba devastada por las epidemias y una reciente guerra civil inca. Al mismo tiempo, Atahualpa avanzaba desde Quito a Cuzco para reclamar su duramente conquistado trono. Cuando llegaron los españoles se encontraba en el asentamiento del altiplano de Cajamarca, descansando en los baños termales de la zona.
Pizarro pronto dedujo que en aquel imperio reinaba el caos. Acompañado por sus hombres se dirigió a Cajamarca y se presentó ante Atahualpa con saludos reales y promesas de hermandad. Pero aquellas corteses propuestas se transformaron enseguida en un ataque por sorpresa en el que murieron miles de incas y Atahualpa fue hecho prisionero (por sus caballos, armaduras y el acero de sus hojas los españoles eran casi invencibles frente a unos incas armados solo con porras, hondas y cascos de mimbre).
En un intento por recuperar su libertad, Atahualpa ofreció a los españoles una recompensa en oro y plata. Los incas intentaron reunir uno de los rescates más famosos de la historia y llenar una habitación entera con esos valiosos metales para aplacar los deseos de los conquistadores. Pero nunca era suficiente. Los españoles mantuvieron ocho meses cautivo a Atahualpa, antes de ejecutarlo a los 31 años de edad.
El Imperio inca nunca se recuperó de ese fatídico encuentro. La llegada de los españoles produjo el catastrófico colapso de la sociedad indígena. Un estudioso calcula que en un siglo la población nativa, de aproximadamente 10 millones a la llegada de Pizarro, se redujo a 600 000 individuos.
Tras la muerte de Atahualpa, los españoles se dedicaron a consolidar su poder. El 6 de enero de 1535 Pizarro estableció su nuevo centro administrativo a orillas del río Rímac, en la costa central. Con el tiempo se convertiría en Lima, la llamada “Ciudad de Reyes” (en honor a los Reyes Magos) y capital del Virreinato de Perú, un territorio colonial que durante más de 200 años abarcó gran parte de Sudamérica.
Fue un período de gran agitación, pues al igual que en el resto de América los españoles impusieron el reinado del terror. Hubo frecuentes rebeliones. El hermanastro de Atahualpa, Manco Inca (que en un principio se alió con los españoles y fue un emperador títere de Pizarro) intentó recuperar el control del altiplano en 1536 –sitió la ciudad de Cuzco durante casi un año–, pero finalmente se vio forzado a retirarse. En 1544, un contingente de soldados españoles le asesinó a puñaladas.
En este período, los españoles también luchaban entre ellos, divididos en una complicada serie de facciones rivales en pugna por el poder. En 1538, Almagro fue condenado a la horca tras su intento de tomar Cuzco. Tres años más tarde, Pizarro fue asesinado en Lima por un grupo de partidarios de Almagro. Otros conquistadores corrieron suerte parecida. Los ánimos se calmaron con la llegada del virrey Francisco de Toledo, un eficaz administrador que puso orden en la emergente colonia.
Hasta su independencia, Perú estuvo gobernado por una serie de virreyes españoles nombrados por la Corona. Los españoles ocuparon los cargos de más prestigio, mientras que los criollos (hijos de españoles nacidos en Perú) solían verse relegados a los cuadros medios. Los mestizos (nacidos de padres de distinta ascendencia) se encontraban aún más abajo en la escala social. Los indígenas puros ocupaban el nivel inferior, explotados como peones (trabajadores prescindibles) en encomiendas, un sistema feudal que otorgaba tierras a los colonos españoles e incluía la propiedad de todos los indígenas que vivieran en ellas.
La tensión entre los indígenas y los españoles llegó al límite a finales del s. XVIII, cuando la Corona hispana impuso nuevos impuestos que tuvieron un duro impacto en los indígenas. En 1780, José Gabriel Condorcanqui –descendiente del Inca Túpac Amaru– arrestó y ejecutó a un administrador español, acusado de crueldad. Aquello desencadenó una rebelión indígena que se propagó a Bolivia y Argentina. Condorcanqui tomó el nombre de Túpac Amaru II y recorrió la región instigando a la revolución.
La represalia española fue rápida y brutal. En 1781, el líder indígena fue capturado y llevado a rastras a la plaza mayor de Cuzco, donde antes de ser descuartizado pudo ver durante un día entero cómo asesinaban a sus seguidores, su esposa y sus hijos en una orgía de violencia. Varias partes de su cuerpo fueron expuestas en poblaciones de todos los Andes para disuadir a los posibles rebeldes.
A comienzos del s. XIX los criollos de muchas colonias españolas estaban muy insatisfechos con su escaso poder en la administración y los altos impuestos de la Corona, lo que propició revueltas en todo el continente. En Perú, los vientos del cambio llegaron de dos direcciones. Tras dirigir campañas independentistas en Argentina y Chile, el revolucionario argentino José de San Martín entró en Perú en 1820 por el puerto de Pisco. Con la llegada de San Martín, las fuerzas realistas se retiraron al altiplano, lo que le permitió tomar Lima sin obstáculos. El 28 de julio de 1821 declaró la independencia. Sin embargo, la verdadera independencia no se materializó hasta tres años más tarde. Con el grueso de las fuerzas españolas en el interior, San Martín necesitó más tropas para derrotar a los españoles por completo.
Simón Bolívar, el revolucionario venezolano que había dirigido las luchas por la independencia en Venezuela, Colombia y Ecuador, tomó el relevo. En 1823, los peruanos otorgaron poderes absolutos a Bolívar (un honor que ya había recibido en otros países). En la segunda mitad de 1824, él y su lugarteniente Antonio José de Sucre habían derrotado a los españoles en las batallas decisivas de Junín y Ayacucho. En esta última, los revolucionarios se enfrentaron a una increíble desigualdad numérica, pero aun así consiguieron capturar al virrey y negociar una rendición. Como parte del acuerdo, los españoles retirarían todas sus fuerzas de Perú y Bolivia.
El idealismo revolucionario pronto topó con la dura realidad de tener que gobernar. Entre 1825 y 1841 el régimen cambió dos docenas de veces, pues los caudillos regionales luchaban sin cesar por el poder. La situación mejoró en la década de 1840 gracias a la explotación de los inmensos depósitos de guano cercanos a la costa peruana: las deyecciones de aves, ricas en nitratos, aportaron grandes beneficios como fertilizantes en el mercado internacional.
El país gozó de bastante estabilidad bajo el gobierno de Ramón Castilla, un mestizo que fue elegido para su primer mandato en 1845. Los ingresos procedentes del boom del guano (para el que Castilla había sido fundamental) le ayudaron a aplicar las mejoras económicas, tan necesarias. Abolió la esclavitud, liquidó parte de la deuda externa y creó un sistema de escuelas públicas. Castilla fue presidente del país tres veces más a lo largo de dos décadas; en ocasiones por la fuerza y en otras provisionalmente (una durante menos de una semana). Tras su último mandato, sus rivales le exiliaron, pues querían neutralizarle políticamente. Falleció en 1867 en el norte de Chile mientras intentaba regresar a Perú. En el Panteón de los Próceres, en el centro de Lima, se halla su impresionante cripta.
Tras la muerte de Castilla, el país volvió a sumirse en el caos. Una sucesión de caudillos despilfarraron los enormes beneficios del boom del guano y, en general, administraron la economía de un modo deplorable. Además, estallaron conflictos militares con Ecuador (por asuntos fronterizos) y España (que intentaba dominar sus antiguas colonias sudamericanas), que vaciaron las arcas de la nación. En 1874, Perú estaba en bancarrota.
Por tanto, el país quedó en una posición muy débil para afrontar el conflicto entre Chile y Perú-Bolivia, que iba en aumento y tenía como objetivo el control de las tierras ricas en nitrato del desierto de Atacama. Las fronteras de la zona no se habían definido claramente y el aumento de las tensiones desembocó en combates militares. Para empeorar la situación, el presidente Mariano Prado abandonó el país con destino a Europa en vísperas de la contienda. La guerra fue desastrosa para Perú en todos los aspectos (por no mencionar a Bolivia, que perdió su parte costera). A pesar de las valerosas acciones de algunos militares peruanos (como el almirante Miguel Grau), los chilenos estaban mejor organizados y tenían más recursos, incluido el apoyo de los británicos. En 1881, se internaron en Perú por tierra y ocuparon Lima; la saquearon y se llevaron los valiosos contenidos de la Biblioteca Nacional. Cuando finalizó la lucha en 1883, Perú había perdido para siempre Tarapacá (su región más meridional) y hasta 1929 no volvió a recuperar la zona alrededor de Tacna.
A finales del s. XIX, la situación empezó a mejorar para Perú. El auge de la economía mundial contribuyó a su propia recuperación, gracias a la exportación de azúcar, algodón, caucho, lana y plata. En 1895, Nicolás de Piérola fue elegido presidente y se inició un período conocido como la “República Aristocrática”. Se erigieron hospitales y escuelas y el presidente emprendió personalmente una campaña para construir carreteras y vías férreas; y el pensamiento intelectual peruano cambió radicalmente.
Las postrimerías del s. XIX habían sido una época en que muchos pensadores (sobre todo de Lima) habían intentado forjar la noción de una identidad intrínsecamente peruana, basada en la experiencia criolla. Entre ellos resultó fundamental Ricardo Palma, un escritor y erudito célebre por haber reconstruido la Biblioteca Nacional de Lima, saqueada por Chile. A partir de 1872 publicó un conjunto de escritos sobre las tradiciones folclóricas criollas bajo el título de Tradiciones peruanas, que hoy es de lectura obligada para todos los escolares peruanos.
Sin embargo, a medida que llegaba el cambio de siglo, los círculos intelectuales empezaron a experimentar el auge del indigenismo, un movimiento continental que propugnaba un papel político y social predominante de los pueblos nativos. En Perú, esto se tradujo en un movimiento cultural amplio, pero fragmentado. El historiador Luis Valcárcel atacó el modo en que su sociedad degradaba al sector indígena. El poeta César Vallejo escribió obras aclamadas por la crítica cuya temática era la opresión de los nativos y José Sabogal lideró una generación de artistas plásticos que exploraron los temas indígenas en su pintura. En 1928, el periodista y pensador José Carlos Mariátegui redactó una obra marxista de gran influencia, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, en la que criticaba el carácter feudal de la sociedad peruana y elogiaba los aspectos comunitarios del orden social inca (hoy en día aún es una lectura vital para la izquierda latinoamericana).
En este clima, Víctor Raúl Haya de la Torre (líder político nacido en Trujillo) fundó en 1924 la Alianza Popular Revolucionaria Americana, también conocida como el APRA. Este partido defendía valores populistas, elogiaba a “Indoamérica” y abogaba por un movimiento contra el imperialismo estadounidense. El régimen autocrático de Augusto Leguía lo declaró ilegal y así siguió hasta bien entrado el s. XX. Haya de la Torre tuvo que vivir escondido y en el exilio en varios momentos de su vida, y hasta estuvo encarcelado 15 meses como prisionero político.
Tras la Gran Depresión de 1929, la historia del país entró en una nebulosa de dictaduras salpicadas por breves períodos de democracia. Leguía, un barón del azúcar de la costa norte, gobernó en un par de ocasiones: primero fue elegido (1908-1912) y luego llegó al poder tras un golpe de Estado (1919-1930). En su primer mandato se enfrentó a múltiples conflictos fronterizos y en el segundo reprimió la libertad de prensa y a los disidentes políticos.
Su sucesor, el coronel Luis Sánchez Cerro, tuvo un par de mandatos cortos en la década de 1930. Su gobierno fue turbulento, pero algunos sectores lo elogian porque derogó la ley de conscripción vial, según la cual los hombres sanos debían trabajar en la construcción de carreteras. Aquella ley afectaba especialmente a los indígenas, que no podían pagar la cuota de exención. En 1948 subió al poder otro dictador: el antiguo coronel del ejército Manuel Odría, que dedicó su mandato a tomar medidas enérgicas contra el APRA y fomentar la inversión estadounidense.
Sin embargo, el dictador peruano más fascinante del s. XX fue Juan Velasco Alvarado, antiguo comandante en jefe del ejército que tomó el poder en 1968. Cuando al parecer su gobierno se creía conservador, resultó ser un inveterado populista, tanto que algunos miembros del APRA se quejaron de que les había robado su programa. Estableció una agenda nacionalista que incluía la “peruanización” de varias industrias (garantizaba la propiedad con mayoría peruana). Elogió al campesinado indígena, defendió un programa radical de reformas agrarias y convirtió el quechua en lengua oficial. También limitó la libertad de prensa, lo cual enfureció a la estructura del poder en Lima. A la larga, sus políticas económicas fracasaron. En 1975, su salud se deterioró y fue sustituido por otro régimen militar más conservador.
Perú regresó al gobierno civil en 1980, cuando el presidente Fernando Belaúnde Terry ganó las primeras elecciones en las que podían participar los partidos de izquierda, incluido el APRA, ya legalizado. El mandato de Belaúnde fue de todo menos tranquilo. Las reformas sociales y agrarias pasaron a un segundo plano, mientras el presidente intentaba poner en marcha una economía moribunda.
En aquel momento comenzó el auge sin precedentes de un grupo maoísta radical en la empobrecida región de Ayacucho. Fundado por el profesor de filosofía Abimael Guzmán, Sendero Luminoso quería nada más y nada menos que destruir el orden social a través de la lucha armada. Durante las dos décadas siguientes la situación alcanzó intensos niveles de violencia y el grupo asesinó a líderes políticos y activistas sociales, atacó comisarías de policía y universidades, y en una ocasión colgó perros muertos por el centro de Lima (sus actividades consiguieron que el grupo entrara en la lista de organizaciones terroristas extranjeras del Departamento de Estado de EE UU). Al mismo tiempo, entró en acción otro grupo guerrillero izquierdista, el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), que centró sus ataques en la policía y las fuerzas armadas.
Para sofocar la violencia, el Gobierno envió al ejército, un torpe cuerpo que no sabía cómo enfrentarse a la insurgencia guerrillera. Hubo casos de tortura, violaciones, desapariciones y masacres, sin que nada de ello detuviera a Sendero Luminoso. Atrapados en medio del conflicto, decenas de miles de campesinos pobres sufrieron la mayor parte de la violencia.
En 1985, Alan García fue elegido presidente. En un principio su elección generó grandes esperanzas. Era joven, popular y un orador de gran talento, así como el primer miembro del APRA que había ganado unas elecciones presidenciales. Sin embargo, su programa económico fue catastrófico: su decisión de nacionalizar los bancos y limitar el pago de la deuda externa llevó al país a la bancarrota. A finales de la década de 1980, Perú se enfrentaba a un increíble índice de hiperinflación del 7500%. Miles de personas quedaron sumidas en la pobreza más absoluta. Había escasez de alimentos y disturbios. Durante toda esta época, Sendero Luminoso y el MRTA intensificaron sus ataques. El Gobierno se vio obligado a declarar el estado de excepción.
Dos años después de finalizar su mandato, García huyó del país tras ser acusado de desfalcar millones de dólares. Regresó a Perú en el 2001, cuando finalmente prescribieron los cargos.
Con el país inmerso en el caos, las elecciones presidenciales de 1990 cobraron suma importancia. Los candidatos a la presidencia fueron el prestigioso novelista Mario Vargas Llosa y el menos conocido agrónomo de origen japonés Alberto Fujimori. Durante la campaña, el programa de “tratamiento económico de choque” propuesto por Vargas Llosa hizo que muchos pensaran que aumentaría el número de pobres. Fujimori ofreció una alternativa al statu quo y ganó sin mayor esfuerzo. Pero en cuanto ocupó el cargo, implementó un plan económico aún más austero que, entre otras cosas, aumentó el precio de la gasolina en un 3000%. A la larga, las medidas (conocidas como “el Fujishock”) consiguieron reducir la inflación y estabilizar la economía, pero para el peruano medio resultaron catastróficas.
En abril de 1992, Fujimori provocó un autogolpe de Estado. Disolvió el Congreso y formó uno totalmente nuevo donde predominaban sus aliados. Los peruanos, acostumbrados a los caudillos, toleraron la toma de poder, pues esperaban que Fujimori iba a conseguir estabilizar la situación económica y política, cosa que hizo. La economía creció. A finales de ese año los líderes de Sendero Luminoso y el MRTA habían sido capturados (aunque no antes de que Sendero Luminoso hubiera asesinado brutalmente a la activista social María Elena Moyano y detonara coches-bomba letales en el elegante distrito de Miraflores en Lima).
Sin embargo, el Conflicto Interno no cesó. En diciembre de 1996, 14 miembros del MRTA irrumpieron en la residencia del embajador japonés, tomando como rehenes a mucha gente relevante. Entre otras cosas, pedían que el Gobierno liberara a los miembros del MRTA encarcelados. Pronto la mayoría de rehenes fueron liberados, pero mantuvieron cautivos a 72 hombres hasta abril, cuando los comandos peruanos irrumpieron en la embajada, mataron a todos los secuestradores y liberaron a los cautivos.
Al final de su segundo mandato, el Gobierno estaba debilitado por las numerosas acusaciones de corrupción. Fujimori se presentó como candidato para un tercer mandato en el 2000 (lo que era técnicamente inconstitucional) y siguió en el poder, a pesar de no contar con la mayoría simple necesaria para asegurarse la victoria. Sin embargo, ese mismo año se vio obligado a huir del país cuando se descubrió que su jefe de seguridad, Vladimiro Montesinos, había malversado fondos gubernamentales y sobornado a funcionarios y medios de comunicación. Muchos de estos actos fueron grabados: los 2700 “Vladivídeos” dejaron a la nación absorta ante la pantalla cuando se emitieron por primera vez en el 2001. Desde el extranjero, Fujimori presentó su renuncia formal al cargo de presidente, pero el Congreso rechazó este gesto, le destituyó y lo declaró “moralmente incapaz” para gobernar.
Aun así, en Perú se volvería a hablar de Fujimori. En el 2005 regresó a Sudamérica y fue arrestado en Chile para que se enfrentara a las antiguas acusaciones de corrupción, secuestro y violación de derechos humanos. Le extraditaron a Perú en el 2007 y ese mismo año fue declarado culpable de haber ordenado un allanamiento ilegal. Dos años más tarde fue declarado culpable de haber ordenado ejecuciones extrajudiciales; y tres meses después, de haber desviado millones de dólares estadounidenses de fondos estatales a Montesinos. Montesinos fue sentenciado a 20 años por soborno y por vender armas a los rebeldes colombianos. En el 2009, Fujimori también fue declarado culpable de sobornos y espionaje telefónico. Cumplía una condena de 25 años de cárcel cuando fue absuelto en el 2017 por el presidente Pedro Pablo Kuczynski.
Hasta el momento, el nuevo milenio se porta bien con Perú. En el 2001, Alejandro Toledo (un limpiabotas que estudió Económicas en Stanford) se convirtió en el primer presidente de etnia quechua. Hasta entonces, Perú había tenido presidentes mestizos, pero nunca un indígena. Por desgracia, Toledo heredó una política y una economía desastrosas. La situación empeoró por su falta de mayoría en el Congreso, que le restó efectividad en plena recesión económica.
A Toledo le sucedió –nada menos que– Alan García, del APRA, que fue reelegido en el 2006. Pero su segundo mandato fue mucho más estable. La economía se mantuvo a flote y el Gobierno invirtió dinero en mejorar infraestructuras como puertos, carreteras y la red eléctrica, no sin dificultades. Por una parte, estaba el tema de la corrupción (todo el gabinete de García fue obligado a dimitir en el 2008 tras acusaciones generalizadas de soborno), y por otra parte el problema delicado de cómo gestionar la riqueza mineral del país. En el 2008, García ratificó una ley que permitía a las empresas extranjeras explotar los recursos naturales de la Amazonia. Aquella ley generó una violenta reacción por parte de varias tribus del lugar que condujo a un fatídico callejón sin salida en la norteña ciudad de Bagua en el 2009.
El Congreso peruano revocó la ley rápidamente, pero este asunto aún es un desafío para el presidente Ollanta Humala, elegido en 2011. Tras hacer campaña por una inclusión más amplia de todas las clases sociales, aprobó la histórica ley de consulta previa, que garantizaba a los indígenas el derecho a dar su consentimiento a proyectos que afectaran a sus vidas y sus tierras. Al principio, se creía que este antiguo oficial del ejército era un populista en la línea del expresidente venezolano Hugo Chávez (la bolsa de Lima se desmoronó cuando fue elegido). Sin embargo, su administración fue buena para los negocios. Aunque la economía funcionó bien durante su mandato, el descontento civil por una mina de oro en el norte y un fallido ataque a un campamento de Sendero Luminoso en el altiplano hicieron que a mediados del 2012 su índice de valoración cayera en picado.
Si bien el crecimiento repentino y explosivo de la primera parte del milenio se ha ralentizado, el país aún es más estable que en décadas anteriores. En las elecciones del 2016, Pedro Pablo Kuczynski venció a Keiko Fujimori, hija del expresidente.
En el 2017, Kuczynski se vio implicado en un escándalo de corrupción en el que se demostró que había aceptado sobornos de una empresa de construcción. Se salvó de la destitución por falta de votos; más tarde aparecieron pruebas de que sus seguidores habían comprado votos para salvar la presidencia. Dimitió antes de un segundo voto de destitución, y fue reemplazado por el vicepresidente Martín Vizcarra en el 2018.