La historia de Japón se ha modelado en gran parte por su aislamiento como isla-nación y por su proximidad al colosal continente asiático (y en particular, por sus vecinos, Corea y China). En las épocas de apertura ha sido permeable a las diversas ideas y culturas que han llegado a sus orillas; en las de cerrazón, se ha dedicado a incubar su particular manera de hacer las cosas. Como la mayoría de las historias, la de Japón está llena de conflictos, crecimiento y ríos de sangre.
Los primeros indicios de vida humana en Japón se remontan a 30 000 años atrás, pero es posible que estuviera habitado mucho antes. Hasta el final de la última glaciación, hace unos 15 000 años, varios “puentes” de tierra unían Japón con el continente (Siberia por el norte, Corea por el oeste y quizá la actual Taiwán por el sur), por lo que el territorio resultaba accesible.
La primera cultura reconocible en emerger fue la neolítica jōmon, en el 13 000 a.C. Los historiadores les llamaron así por la cerámica con marcas que creaban, imprimiendo cuerdas retorcidas sobre vasijas hechas a mano. Tenían una vida seminómada en asentamientos a lo largo de las zonas costeras, sobre todo en el noreste de Japón.
En algún momento entre los años 800 y 300 a.C., una nueva cultura empezó a tomar forma: la yayoi (también debe su nombre a su cerámica característica, creada en un torno). Existe mucho debate sobre el origen de este cambio en la creación de la cerámica; sobre si lo introdujeron los pobladores llegados de China o Corea (o ambos). Los primeros asentamientos yayoi conocidos se descubrieron en el norte de Kyūshū, cerca de la península coreana, y el cambio cultural se propagó desde allí.
Los yayoi introdujeron técnicas de cultivo húmedo para el arroz; algo que supuso un gran cambio; no solo porque exigía asentamientos más estables, también porque la práctica del cultivo intensivo se adaptaba mejor a las tierras bajas, lo cual favoreció el crecimiento de la población en las cuencas fértiles. También introdujeron el hierro y el bronce. Hacia el s. I d.C., los yayoi se habían extendido hasta el centro de Honshū; el norte se siguió considerando territorio jōmon hasta el s. VIII (Hokkaidō y Okinawa no existían entonces).
Los asentamientos agrícolas delimitaron territorios y fronteras. Según fuentes chinas, hacia el final del s. III d.C. existían más de 100 reinos en Japón, y algunos de ellos estaban gobernados por una reina llamada Himiko. El lugar exacto de su reino no está claro; algunos historiadores afirman que se hallaba en el noroeste de Kyūshū, pero una mayoría considerable señala la región de Nara. Su territorio era conocido como Yamatai (posiblemente el nombre “Yamato” proceda de ahí). Los chinos llamaban a este estado naciente Wa, y consideraban a Himiko como su soberana, quien, por medio de tributos, reconocía su lealtad al emperador de China.
Al mismo tiempo se extendía una práctica por la cual los líderes tribales eran enterrados en túmulos funerarios (kofun), cuya forma y tamaño iban relacionados con su estatus, lo cual prueba la existencia de una sociedad cada vez más jerarquizada y el auge de una cultura basada en lo material (tras su muerte, en el año 248, Himiko fue enterrada en una enorme tumba, junto con 100 esclavos sacrificados). Este desarrollo derivó en el comienzo de lo que los historiadores denominan el período Kofun, o Yamato, durante el cual el poder administrativo y militar empezó a fusionarse alrededor del clan Yamato, en la cuenca de Kansai.
Bajo el reino de la emperatriz Suiko (592-628), y su poderoso príncipe regente Shōtoku (573-620), se promulgaron reformas administrativas inspiradas por la dinastía china Tang y dirigidas a consolidar el poder a través de impuestos, la distribución regulada del territorio y los rangos oficiales.
El príncipe Shōtoku tuvo un papel instrumental en la temprana propagación del budismo (que llegó a Japón por medio de la influencia coreana), fundando varios templos en la zona de Kansai.
Antes del año 694, la corte Yamato tenía la costumbre de trasladar y construir un palacio nuevo cada vez que se elegía un nuevo emperador o emperatriz (30 o 40, según se cuente). La emperatriz Jito fue la primera que ordenó la construcción de una capital más permanente, basada en el modelo chino de una red ordenada. Solo duró 16 años, pero la idea cuajó, y en el año 710 se establecía una nueva capital en Nara (Heijō-kyō).
Por aquel entonces, el budismo prosperaba; como prueba, destaca la construcción del templo Tōdai-ji (745), que todavía sigue en pie y alberga un enorme Buda de bronce. Es el edificio de madera más grande del mundo (y uno de los más antiguos). Los kofun habían pasado de moda en la capital (aunque seguían erigiéndose en los territorios de las afueras) y las tumbas se decoraban con motivos budistas.
El emperador Kammu [781-806] decidió reubicar la capital en el 784, quizá a raíz de una sucesión de desastres ocurridos tras el traslado a Nara, entre ellos una epidemia de viruela que acabó casi con un tercio de la población entre los años 735 y 737. En el 794 la capital se trasladó a la vecina Kioto (Heian-kyō), que ejerció como tal más de 1000 años (aunque no siempre fuera el centro verdadero del poder).
En los siglos siguientes, la vida cortesana en Kioto alcanzó el culmen de su refinamiento y protocolo, como refleja la famosa novela Historia de Genji, escrita por la cortesana Murasaki Shikibu hacia el 1004, donde se muestra a los cortesanos entregados a diversiones como adivinar las flores por su aroma, construir extravagancias arquitectónicas y no escatimar gastos en lo último en lujo. Aquel era un mundo que estimulaba la estética con conceptos como el mono no aware (lo agridulce de las cosas) y la okashisa (incongruencia que sorprende y agrada), que han subsistido hasta hoy, pero también era un mundo cada vez más alejado de la realidad. Manipulado durante siglos por la familia Fujiwara, políticamente muy poderosa, el trono imperial perdía autoridad.
Mientras los nobles se engolfaban en placeres e intrigas cortesanos, en las provincias surgían poderosas fuerzas militares acaudilladas casi siempre por nobles de alcurnia menor, enviados con frecuencia en nombre de la alta nobleza para desempeñar tareas ‘tediosas’. Algunos de ellos eran parientes lejanos de la familia imperial, apartados de la línea de sucesión –se les daban nombres nuevos y eran desterrados a clanes provinciales– y hostiles a la corte. Entre sus sirvientes figuraban diestros guerreros conocidos como samuráis (literalmente, “sirvientes”).
Los dos clanes principales de la baja nobleza descastada, los Minamoto (o Genji) y los Taira (Heike), eran enemigos. En 1156 se les encargó que apoyaran a sendas facciones rivales que aspiraban a mandar en la familia Fujiwara, pero esto pasó pronto a un segundo plano cuando se entabló una contienda entre los Minamoto y los Taira.
Se impusieron los Taira, al mando de Kiyomori (1118-1181), que se estableció en la capital y, en los 20 años siguientes, se entregó a sus muchos vicios. En 1180 entronizó a su nieto Antoku, de 2 años. Cuando un pretendiente rival recabó la ayuda de la familia Minamoto, que se había reagrupado, su líder, Yoritomo (1147-1199), no lo dudó. Kiyomori y el pretendiente murieron poco después, pero Yoritomo y su hermanastro Yoshitsune (1159-1189) continuaron con la guerra contra los Taira. En 1185 Kioto había caído y los Taira fueron perseguidos hasta el extremo occidental de Honshū. Tras una batalla naval en la que vencieron los Minamoto, la viuda de Kiyomori se arrojó al mar con su nieto Antoku (que ya tenía 7 años). Con Minamoto Yoritomo como hombre más poderoso de Japón, empezó un período de dominio militar.
Yoritomo no aspiraba a convertirse en emperador, pero quería que el nuevo emperador le otorgara el título de sogún (generalísimo), lo que paso en 1192. Mantuvo varias oficinas e instituciones, y creó su sede en su territorio natal, Kamakura (cerca de la actual Tokio), en lugar de en Kioto. Su sogunato fue conocido en japonés como bakufu, que hace referencia al cuartel general de campaña de un general de campo. Aunque, en teoría, Yoritomo representaba el brazo militar del gobierno del emperador, en la práctica quien mandaba en el gobierno era él. El baufuku de Kamakura estableció un sistema feudal –que perduraría casi 700 años como institución– basado en la lealtad entre señores y vasallos.
Cuando Yoritomo murió en 1199 (tras caerse de su caballo en circunstancias sospechosas), su hijo le sucedió en el título de sogún. Sin embargo, su viuda, Masako (1157-1225), era miembro del clan Hōjō y una figura formidable, y acumuló un poder muy significativo el resto de su vida (a pesar de afeitarse la cabeza y tomar votos religiosos tras la muerte de su marido). Su padre ejerció de regente, un título que los Hōjō conservarían hasta que las intrigas y las disputas internas acabaron con la vida del último heredero Minamoto, momento que los Hōjō aprovecharon para reclamar abiertamente el sogunato.
Durante el sogunato Hōjō los mongoles intentaron invadir Japón dos veces: en 1274 y 1281. Con Kublái Kan [1260-1294], el imperio mongol estaba casi en el ápice de su poderío y, tras conquistar Corea en 1259, el kan demandó a Japón que se sometiera a su soberanía, pero sin resultado.
El primer ataque de Kublái Kan se produjo en noviembre de 1274, supuestamente con unos 900 barcos que transportaban a 40 000 soldados, aunque esto quizá sea exagerado. Los mongoles desembarcaron cerca de Hakata en el noroeste de Kyūshū y, a pesar de la vigorosa resistencia, avanzaron hacia el interior; sin embargo, por razones poco claras se retiraron a sus naves y después sobrevino una tormenta que causó daños a un tercio de las mismas. El resto regresó a Corea.
Siete años después se llevó a cabo un intento más decidido desde China. Kublái Kan mandó construir una flota de 4400 barcos para transportar a 140 000 hombres, de nuevo cifras dudosas. En agosto de 1281 los mongoles desembarcaron de nuevo en el noroeste de Kyūshū y, una vez más, se encontraron con una tenaz resistencia y tuvieron que retirarse. Los elementos volvieron a intervenir (esta vez un tifón). Los supervivientes regresaron a China y los mongoles renunciaron a invadir Japón.
El tifón de 1281 dio pie a la idea de una intervención divina para salvar a Japón, y acuñó el término kamikaze (literalmente, “viento divino”), que después se aplicaría a los pilotos suicidas de la guerra del Pacífico quienes, supuestamente imbuidos por el espíritu divino, daban sus vidas para proteger a su país.
A pesar de su exitosa defensa de Japón, el sogunato Hōjō se resintió. Su incapacidad para satisfacer los pagos prometidos a quienes habían repelido a los mongoles causó un gran descontento, mientras que lo gastado mermó notablemente sus finanzas.
La desafección al sogunato culminó en tiempos del autoritario emperador Go-Daigo (1288-1339). Tras escapar del destierro que le habían impuesto los Hōjō, empezó a recabar apoyos contra el sogunato en el oeste de Honshū. En 1333, y para frenar esta amenaza, el sogunato envió tropas al mando de uno de sus generales más prometedores, el joven Ashikaga Takauji (1305-1358); sin embargo, al percatarse de la desafección a los Hōjō y de que si se unía a Go-Daigo entre los dos tendrían un considerable poderío militar, Takauji se alió con el emperador y atacó las dependencias del sogunato en Kioto. Otros no tardaron en rebelarse contra el propio sogunato en Kamakura.
Aquello supuso el final del sogunato Hōjō, pero no de la institución. Takauji aspiraba al título de sogún, pero su aliado Go-Daigo temía que ello debilitaría su poder como emperador. La alianza se rompió y Go-Daigo envió tropas contra Takauji, pero este venció y atacó Kioto, lo que obligó a Go-Daigo a refugiarse en las montañas de Yoshino, unos 100 km al sur de la ciudad, donde estableció su corte. Takauji, por su parte, instaló en Kioto a un emperador títere de un linaje rival, el cual le proclamó sogún en 1338. Las dos cortes coexistieron hasta 1392, cuando la “corte del sur” (en Yoshino) fue traicionada por Ashikaga Yoshimitsu (1358-1408), nieto de Takauji y tercer sogún Ashikaga.
Takauji estableció su sogunato en Kioto, en Muromachi. Con contadas excepciones como Takauji y su nieto Yoshimitsu (que mandó construir el famoso Kinkaku-ji y se declaró en una ocasión “rey de Japón”), los sogunes Ashikaga fueron relativamente ineficaces. Sin un poder fuerte y centralizado, el país se vio inmerso en un conflicto civil cuando los señores de la guerra (los daimios) se enzarzaron en interminables luchas por el poder. Empezó con la guerra de Ōnin de 1467-1477 y durante 100 años el país vivió en una contienda civil casi constante; a ese período se lo conoce como era Sengoku (Estados en Guerra).
Durante aquella época, la clase guerrera se hizo con las tierras y las aficiones culturales de la nobleza terrateniente, y sus gustos marcaron la moda de la época. La austeridad y autodisciplina del budismo zen, que había penetrado en Japón desde China en el s. XIII, atraía a la clase guerrera y también influenciaba sus valores estéticos, como la sabi (sencillez elegante), la yūgen (introspección elegante y tranquila, como en el nō), el wabi (rústico) y el kare (adusto y austero). Y así sucedió que, durante aquella época de guerras e inestabilidad casi constantes, las artes como el refinado nō (teatro-danza minimalista), el ikebana (composiciones florales) o la chanoyu (ceremonia del té), vivieron un momento floreciente.
Los primeros europeos llegaron en 1543; los vientos llevaron a tres comerciantes portugueses hasta la isla de Tanegashima, al sur de Kyūshū. Pronto aparecieron más europeos, junto con el cristianismo y las armas de fuego, que se encontraron una tierra dividida por la guerra y a punto para su conversión, por lo menos a ojos de misioneros como Francisco Javier, que llegó en 1549. Sin embargo, los daimios estaban más interesados en temas más prosaicos, como las armas de fuego. Uno de los daimios que les sacó más partido fue Oda Nobunaga (1534-1582). Partiendo de una sede de poder relativamente menor (en la actual prefectura de Aichi), su generalato hábil y despiadado le valió una serie de triunfos sobre sus rivales. En 1568 tomó Kioto y colocó como sogún a un miembro del clan Ahikaga (Yoshiaki); en 1573 lo expulsó y se estableció en Azuchi. Aunque no asumió el título de sogún, Nobunaga poseía el poder de facto.
Célebre por su brutalidad, Nobunaga no era hombre a quien llevarle la contraria; odiaba a los sacerdotes budistas y toleró el cristianismo como un contrapoder frente a ellos. Su objetivo era el “Tenka Fubu” (Un Reino Unificado bajo un Gobierno Militar) y hasta cierto punto lo consiguió al redistribuir territorios entre los daimios, realizar catastros y normalizar pesos y medidas. Pero nunca sabremos qué tipo de gobernante habría sido: antes de que pudiera alcanzar su objetivo, fue traicionado por uno de sus generales y asesinado en 1582.
Otro de los generales de Nobunaga, Toyotomi Hideyoshi (1536-1598), retomó la antorcha de la unificación. También era un personaje extraordinario, un soldado raso que había ido ascendiendo rango a rango hasta convertirse en el favorito de Nobunaga. Menudo y de rasgos simiescos, Nobunaga le apodaba “Saru-chan” (“pequeño mono”), aunque su sed de poder contradecía su estatura. Se deshizo de sus posibles rivales entre los hijos de Nobunaga, asumió el título de regente, continuó con la política de Nobunaga de redistribución territorial e insistió en que los daimios debían entregarle a sus familias como rehenes en Kioto. También proscribió las armas a todas las castas salvo a la de los samuráis.
En sus últimos años, Hideyoshi se volvió cada vez más paranoico: cortaba por la mitad con una sierra a los portadores de malas noticias y mandó ejecutar a jóvenes de su familia por ser supuestos conspiradores; también decretó la primera expulsión de los cristianos (1587) porque sospechaba que eran la avanzadilla de una invasión. Su ambición contemplaba la conquista de toda Asia, y como primer paso intentó la invasión de Corea en 1592, que fracasó; repitió el intento en 1597, pero la campaña se abandonó cuando Hideyoshi murió de enfermedad en 1598.
El poder de Hideyoshi se había visto brevemente contrarrestado por Ieyasu Tokugawa (1542-1616), hijo de un señor feudal menor aliado de Nobunaga. Tras una breve pugna por el poder, Ieyasu acordó una tregua con Hideyoshi, y este, a cambio, le cedió ocho provincias en el este de Japón. La intención de Hideyoshi era debilitar a Ieyasu separándole de su tierra ancestral, Chūbu (la actual prefectura de Aichi), pero el advenedizo vio aquel gesto como una oportunidad para reforzar su poder, y creó su sede en una pequeña localidad con castillo llamada Edo (la futura Tokio).
En su lecho de muerte, Hideyoshi encomendó a Ieyasu, que se había convertido en uno de sus mejores generales, la protección del país y la sucesión de su joven hijo Hideyori (1593-1615). Pero Ieyasu tenía ambiciones más elevadas, y enseguida declaró la guerra a los partidarios de Hideyori. Los hombres de Ieyasu derrotaron finalmente a los de Hideyori en la legendaria batalla de Sekigahara en 1600, que le valió a Ieyasu el poder supremo. Escogió Edo como su sede permanente y marcó el inicio de dos siglos y medio de dominio Tokugawa.
Gracias a estos tres hombres, Nobunaga, Hideyoshi, Ieyasu, por medios limpios o, sobre todo, arteros, el país se reunificó en tres décadas.
Tras haber asegurado el poder a los Tokugawa, Ieyasu y sus sucesores estaban decididos a conservarlo. Su estrategia básica era la micro-organización extrema. Ejercían un control férreo sobre los daimios provinciales, quienes gobernaban como vasallos del régimen Tokugawa, requiriendo autorización para construir castillos o casarse. Siguieron distribuyendo (o confiscando) territorio y, lo más importante, exigían que los daimios y sus sirvientes pasaran uno de cada dos años en Edo, donde sus familias permanecían retenidas como rehenes permanentes según el edicto sankin kōtai. Esta política de deslocalización dificultaba que los daimios más ambiciosos urdieran planes para derrocar a los Tokugawa.
El sogunato controlaba también directamente los puertos, las minas, las ciudades principales y otras zonas estratégicas. Los desplazamientos se restringían por medio de severos puntos de control, era necesario un permiso por escrito para viajar y el transporte sobre ruedas estaba prohibido. Se impuso una sociedad muy jerarquizada, compuesta por (en orden decreciente de importancia) los shi (samuráis), los nō (agricultores), los kō (artesanos) y los shō (comerciantes). El atuendo, las viviendas e incluso el modo de hablar de cada clase se regían por un código muy estricto, y la interrelación entre clases estaba terminantemente prohibida. Los jefes de pueblos y barrios se encargaban de imponer las normas a nivel local, creando un ambiente de vigilancia constante. El castigo por la más mínima falta podía ser muy duro, cruel e incluso comportar la muerte.
Al principio, el sogunato Tokugawa adoptó una política de sakoku (cierre al mundo exterior), que duraría más de dos siglos. El régimen recelaba de la potencial influencia del catolicismo, y expulsó a misioneros en 1614. Tras la Revuelta de Shimabara, encabezada por cristianos, el cristianismo fue prohibido, varios cientos de miles de cristianos japoneses tuvieron que esconderse, y todos los occidentales, salvo los holandeses protestantes, fueron expulsados en 1638. El sogunato veía al protestantismo como una amenaza menor que el catolicismo (se sabía que el Vaticano podía reunir uno de los ejércitos más poderosos), y habría permitido que se quedaran los británicos si los holandeses no lo hubieran convencido de que Gran Bretaña era católica. Con todo, los holandeses no pasaron de ser una docena de hombres confinados en una pequeña factoría en la isla artificial de Dejima, cerca de Nagasaki.
Los japoneses tenían prohibido viajar al extranjero (y los que estaban en el extranjero tenían prohibido regresar), pero, a pesar de todo, el país no quedó totalmente aislado: el comercio con Asia y Occidente continuó a través de los holandeses y del imperio Ryūkyū (hoy Okinawa), solo que bajo un estricto control y, junto con el intercambio de ideas, se canalizaba exclusivamente hacia el sogunato.
A pesar de todas las restricciones, el período Tokugawa vivió un dinamismo considerable. Las ciudades japonesas crecieron enormemente durante este período: Edo alcanzó el millón de habitantes a principios del s. XVIII, por encima de Londres y París. Kioto, convertido en un centro de producción de artículos de lujo, y Osaka, centro del comercio, rozaron la cifra de los 400 000 habitantes durante la mayor parte del período.
A pesar del gran esfuerzo de los gobernantes por limitar el crecimiento de la clase comerciante, esta prosperó a lo grande gracias a los servicios y productos necesarios para los viajes de los daimios a y desde Edo, tan costosos que los daimios debían convertir una gran parte de sus dominios en efectivo. Aquello impulsó la economía general.
Surgió una nueva cultura que rechazaba las restricciones y la austeridad del sogunato. Los comerciantes, cada vez más ricos, patrocinaron el teatro kabuki, los torneos de sumo y los barrios del placer; disfrutando de una joie de vivre que disgustaba a los adustos señores del castillo de Edo. El pilar de esta cultura hedonista era el concepto del ukiyo (“mundo flotante”), un término derivado de una metáfora budista sobre las alegrías fugaces de la vida. Los mejores ejemplos de aquella época se hallan en las ukiyo-e (xilografías). Mientras tanto, los samuráis ya no tenían compromisos militares relevantes, y la mayoría de ellos pasaron a ‘luchar’ en contiendas burocráticas como administradores.
No se sabe cuánto tiempo más podría haber durado el sogunato Tokugawa en su aislado mundo, pero las fuerzas exteriores aceleraron su desaparición. Un grupo de barcos occidentales –a los que los japoneses llamaron kurofune (barcos negros), porque iban cubiertos de alquitrán– había empezado a aparecer en aguas japonesas desde comienzos del s. XIX. Sin embargo, cualquier occidental que pisara territorio japonés, aunque fuera a causa de un naufragio, era expulsado o ejecutado.
EE UU, en particular, pretendía expandir sus intereses por el Pacífico, y sus numerosos barcos balleneros del noroeste necesitaban aprovisionarse con regularidad. En 1853, y otra vez al año siguiente, el comodoro estadounidense Matthew Perry entró en la bahía de Edo con sus cañoneras y exigió a Japón su apertura al comercio. El sogunato no podía enfrentarse al fuego de Perry y tuvo que acceder a sus demandas; pronto llegó un cónsul de EE UU, seguido por los de otras potencias occidentales. Japón se vio obligado a firmar los “tratados de la desigualdad”, por los cuales abría el acceso a sus puertos y cedía el control de sus aranceles a las naciones occidentales.
A pesar de los últimos esfuerzos desesperados del régimen Tokugawa por reafirmar su poder, el sentimiento anti-sogunato era intenso, sobre todo en los alrededores de Satsuma (sur de Kyūshū) y Chōshū (oeste de Honshū). Se alzó un movimiento para “venerar al emperador y expulsar a los bárbaros” (sonnō jōi); en otras palabras, para restaurar el poder real del emperador (y que fuera más que una autoridad titular) y echar a los occidentales.
Pero tras infructuosas escaramuzas contra los poderes occidentales, los reformistas se dieron cuenta de que no era factible expulsar a los extranjeros; pero sí lo era restaurar el poder del emperador: tras una serie de choques militares entre los ejércitos del sogunato y los rebeldes –que demostraron la ventaja de estos últimos–, el último sogún, Yoshinobu (1837-1913), aceptó retirarse en 1867 y pasó los últimos años de su vida en paz en Shizuoka.
En 1868, el nuevo emperador adolescente Mutsuhito (1852-1912; posteriormente conocido como Meiji) fue erigido líder supremo del país, y con él comenzó el período Meiji (1868-1912; ‘culto a la regla’). El sogunato se abolió como institución, y su sede, Edo, se remodeló como la capital imperial y recibió el nombre de Tokio (“capital del este”). Pero los partidarios de Tokugawa no desaparecieron; las luchas continuaron, sobre todo en el norte, entre 1868 y 1869, en la guerra Boshin.
En realidad, el emperador tenía poco poder: se formó un nuevo gobierno, liderado por samuráis treintañeros de Satsuma y Chōshū. Aunque aseguraban que lo hacían todo en nombre del emperador y con su autorización, les movían la ambición personal y un interés genuino por su país.
Por encima de todo, los nuevos líderes de Japón –ávidos observadores de lo que sucedía en toda Asia– temían ser colonizados por Occidente. Se apresuraron a modernizarse según los estándares occidentales, para demostrar que podían estar a la altura de los colonizadores.
El Gobierno emprendió un gran proyecto de industrialización y militarización; y comenzó un importante intercambio entre Japón y Occidente: eruditos japoneses eran enviados a Europa a estudiar de todo, desde literatura e ingeniería hasta la construcción de naciones y tácticas bélicas modernas, y se invitó a eruditos occidentales a dar clases en las nacientes universidades japonesas.
La nueva clase dirigente japonesa aprendió con rapidez: en 1872 se inauguró la primera vía ferroviaria, que unía Tokio con el nuevo puerto de Yokohama, al sur, a lo largo de la bahía de Tokio. En 1889 el país ya tenía una Constitución, modelada según los marcos de gobierno de Inglaterra y Prusia, y se establecieron sistemas bancarios, un nuevo código legal y los partidos políticos. A los daimios se les ‘convenció´ para que cedieran sus feudos al Gobierno a cambio de obtener cargos de gobernadores u otros, lo que permitió la creación de prefecturas.
La democracia no fue un proceso rápido, y persistían los favoritismos. El Gobierno asumió la responsabilidad de fundar las principales industrias para después venderlas a precio de ganga a emprendedores amigos de la clase dirigente; un factor clave en la formación de enormes conglomerados industriales, conocido como zaibatsu, muchos de los cuales todavía existen hoy (como Mitsubushi, Sumitomo y Mitsui).
En los primeros años, la principal industria de Japón era la textil, y la seda su gran exportación; pero en el período Meiji pasaron a serlo las manufacturas y la industria pesada, y el país se convirtió en una potencia mundial de la construcción naval.
La Restauración Meiji también abanderó cambios sociales de largo alcance: se eliminó el sistema de clases. Tras siglos teniéndolo todo prescrito, los ciudadanos ahora eran libres de elegir su oficio y lugar de residencia. La nueva élite intelectual, viajada y leída, animó a los japoneses a emprender para demostrar al mundo que Japón era una nación poderosa y de éxito. Las mejoras en la tecnología agrícola liberaron mano de obra en el campo, y muchos agricultores se trasladaron a la ciudad para engrosar las filas obreras de los sectores de la manufactura.
El budismo, que tenía un estrecho vínculo con el sogunato, sufrió con el nuevo gobierno. El sintoísmo –y, sobre todo, los rituales de adoración al emperador– eran promovidos en su lugar como un sistema de creencias ‘puro’ (léase autóctono). Sin embargo, se conservaron elementos del nuevo confucionismo porque favorecían el orden; y las nuevas leyes acuñaron un sistema familiar patriarcal por el cual las mujeres quedaban subordinadas a sus maridos. El catolicismo dejó de estar prohibido (aunque poco importó).
Un elemento clave en el objetivo japonés de convertirse en una potencia mundial era el poder militar. Siguiendo los modelos prusiano (ejército) y británico (marina), Japón desarrolló un ejército magnífico. Con la misma táctica que Perry había empleado contra los nipones, en 1876 Japón pudo imponer en Corea el tratado que más le convenía y se inmiscuyó cada vez más en su política.
Utilizando la ‘interferencia’ china en Corea como pretexto, en 1894 Japón ‘fabricó’ una guerra con China, una nación débil en aquella época a pesar de su descomunal tamaño, y se alzó con la victoria. Como resultado, se apropió de Taiwán y de la península de Liaotung. Rusia presionó a Japón para que renunciara a la península, y acto seguido la ocupó, lo cual dio lugar a la guerra ruso-japonesa de 1904-1905, con victoria nipona. Cuando Japón se anexionó Corea de forma oficial en 1901, apenas hubo protestas internacionales.
A la muerte de Mutsuhito en 1912, Japón era considerado una potencia mundial. Además de sus victorias militares y conquistas territoriales, en 1902 había firmado la primera alianza anglo-japonesa, la primera entre un país occidental y uno no occidental. Los tratados desiguales se habían enmendado.
A Mutsuhito le sucedió su hijo Yoshihito (conocido como el emperador Taishō), aunque en 1921 su deterioro mental convirtió en regente a su hijo Hirohito (1901-1989). No fue una época fácil, pero el breve período Taishō (1912-1926; “de la gran rectitud”) se resume como un tiempo de optimismo. Las viejas lealtades de la época feudal se extinguieron, y nacieron los partidos políticos, dando lugar al término “democracia Taishō”.
Japón participó en la I Guerra Mundial en el bando de los aliados, y fue recompensado con un asiento en el consejo de la recién creada Sociedad de las Naciones. También adquirió posesiones alemanas en el este de Asia y el Pacífico. La guerra había impulsado la economía, generando un nuevo estrato de riqueza (ajeno a la gran mayoría de la población).
Durante la década de 1920, Japón empezó a sentir que las potencias occidentales no le trataban de una forma justa. La Conferencia de Washington de 1921-1922 fijó las proporciones navales en tres buques capitales para Japón, cinco para EE UU y otros cinco para los británicos, lo que ofendió a los japoneses (a pesar de estar por delante de los 1,75 de Francia). Casi al mismo tiempo, la cláusula de igualdad racial propuesta por Japón a la Sociedad de las Naciones fue rechazada, y en 1924 EE UU introdujo políticas de inmigración basadas en la raza que apuntaban directamente a los japoneses.
El descontentó se intensificó en el período Shōwa (1926-1989; “paz resplandeciente”), que empezó con la muerte de Yoshihito y el ascenso formal al trono de Hirohito. La población rural denunciaba a una élite que consideraba pervertida por la decadencia occidental. De la Gran Depresión que comenzó a finales de la década de 1920 surgió una nueva clase de pobres urbanos que rechazaba lo que hasta entonces había considerado como progreso. Las redes de izquierda, inspiradas por los cambios en Rusia, empezaron a reclamar los derechos de los trabajadores.
Mientras, los militaristas sufrían la humillación de otra ronda de capitulaciones, y concluían que Japón necesitaba velar por sus propios intereses: creían en la Esfera de Coprosperidad de la Gran Asia Oriental, rica en recursos y bajo control nipón. El primer ministro Hamaguchi Osachi, que primaba la austeridad económica ante el aumento de gasto militar, recibió un disparo en 1931 (murió varios meses después). Los militares actuaban por cuenta propia.
En otoño de 1931, miembros del Ejército japonés destinados en Manchuria, donde vigilaban las líneas ferroviarias que China alquilaba a Japón, detonaron explosivos en las vías y culparon de ello a los disidentes chinos. Aquel ardid, que sirvió de excusa a los nipones para represalias armadas, se conoce como el Incidente de Manchuria. Los japoneses vencieron con facilidad a las fuerzas chinas, y en cuestión de meses asumieron el control de Manchuria (las actuales provincias de Heilongjiang, Jilin y Liaoning), colocando a un gobierno títere. La Sociedad de las Naciones se negó a reconocer al nuevo gobierno de Manchuria, y en 1933 Japón abandonó dicha organización.
Las escaramuzas entre el ejército chino y japonés continuaron, culminando en una gran guerra en 1937. Tras una ardua victoria en Shanghái, las tropas japonesas avanzaron hacia el sur para capturar Nanjing. A lo largo de varios meses, entre 40 000 y 300 000 chinos fueron asesinados en la Masacre de Nanjing (o la Violación de Nanjing). A día de hoy, la cifra de muertos y el porcentaje de violaciones, torturas y saqueos cometidos por los soldados japoneses es motivo de acalorado debate entre los historiadores (y los nacionalistas gubernamentales) de ambos lados. Los intentos japoneses por minimizar esta y otras masacres en Asia siguen siendo un gran obstáculo en las relaciones de Japón con la mayoría de las naciones asiáticas.
Animado por las primeras victorias alemanas de la II Guerra Mundial, Japón firmó un pacto con Alemania e Italia en 1940 (aunque la alianza apenas le reportó cooperación). Con Francia y los Países Bajos distraídos y debilitados por la guerra en Europa, Japón se adentró en sus territorios coloniales –la Indochina francesa y las Indias Occidentales holandesas– del sureste asiático.
Las tensiones entre Japón y EE UU se intensificaron cuando los estadounidenses, alarmados por la agresividad nipona, exigieron que Japón se retirara de China. Cuando la diplomacia fracasó, EE UU asestó un golpe crucial prohibiendo la exportación de petróleo a Japón. Ante ello, el Ejército japonés atacó Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, dañando el grueso de la flota estadounidense del Pacífico y, al parecer, tomando por sorpresa a los norteamericanos (aunque algunos historiadores creen que Roosevelt y otros permitieron el ataque para acabar con el sentimiento aislacionista y dar entrada a EE UU en la guerra contra Alemania; y otros piensan que Japón nunca creyó que iba a vencer a EE UU, pero esperaba sentarlo en la mesa de negociaciones y salir ganando).
Japón avanzó con rapidez por el Pacífico, pero su suerte empezó a cambiar en la batalla de Midway, en junio de 1942, donde una gran parte de su flota fue destruida. Los japoneses se habían extralimitado, y durante los tres años siguientes se esperaba un contraataque en el país. A mediados de 1945, Japón, haciendo caso omiso de la Declaración de Postdam, que exigía su rendición incondicional, se preparaba para un ataque final de los Aliados. El 6 de agosto se lanzó sobre Hiroshima la primera bomba atómica, que mató a 90 000 civiles. Rusia, con cuya eventual mediación había contado Japón, le declaró la guerra el 8 de agosto. Para rematar, el 9 de agosto se lanzó una segunda bomba atómica, esta vez sobre Nagasaki, que causó otras 50 000 bajas. El emperador se rindió el 15 de agosto.
Los términos de la rendición japonesa ante los Aliados permitieron al país mantener al emperador como jefe de estado ceremonial, pero desprovisto de toda autoridad –y de ascendencia divina–, y Japón se vio obligado a retirar sus demandas territoriales en Corea y China. Además, EE UU ocupó el país bajo el mando del general McArthur, una situación que se prolongó hasta 1952. La derrota tuvo un sabor muy amargo, pero la población se moría de hambre, y los alimentos de los norteamericanos eran mejor que nada.
En la década de 1950 Japón emprendió una audaz trayectoria de crecimiento que se ha descrito como milagrosa (aunque muchos historiadores, tanto japoneses como norteamericanos, sostienen que el rol de Japón como base avanzada de EE UU en la Guerra de Corea reactivó la economía nipona). No fue hasta la década de 1990, con el estallido de la burbuja financiera, que el país volvió a tocar con los pies en el suelo.
Las décadas siguientes se han caracterizado por el estancamiento económico, empeorado por la crisis financiera mundial del 2008. Tres años más tarde, Japón quedó devastado por el Gran Terremoto del Este de Japón y el tsunami que le siguió, que causaron más de 15 000 víctimas mortales. El s. XXI es una época introspectiva para el país, que pelea con el legado de los altibajos de siglos anteriores, mientras intenta hallar su lugar en un mundo que cambia a toda velocidad.